Julien y Richard discutían continuamente... ¡Eran peores que Louis y yo!
Lestat de Lioncourt
—¿Alguna vez has visto joya más
hermosa que ésta?—pregunté tomándolo por los hombros, deslizando
mis dedos sutilmente por la desnudez de sus brazos hasta su codo,
pegando mi espalda a su torso y dejando sus labios sobre su fino y
suave cuello.
—No veo joya alguna—explicó con
los ojos llorosos. Estaba a punto de llorar.
Tal y como habíamos subido le arranqué
la ropa murmurando indecencias. Él se dejó hacer, como siempre,
aunque su corazón se agitaba fuertemente. Él sentía que perdíamos
el tiempo. Lasher se echó a reír y yo decidí poner el victrola en
funcionamiento. La música lo inundaba todo, alejando al monstruo en
una danza elegante y casi ancestral, pero él tenía una nueva grieta
en su delicada alma.
—¿No? Acércate mejor al espejo—dije
colocando mi mentón en su hombro derecho.
Dimos ambos dos pasos al frente,
acercándonos al espejo ovalado de cuerpo entero que tenía en mi
habitación. Amaba ese espejo. Siempre recogía la belleza sutil de
su desnudez mientras lo torturaba entre deliciosos azotes, mordiscos
intensos y terribles palabras plagadas de excitación.
—Sigo sin verla—murmuró con la voz
tomada.
—¿Y ahora?—pregunté.
—No—negó.
—Yo sí la veo—susurré soltando
sus brazos, para colocar mis manos sobre su torso desnudo. Mis dedos
presionaron sus pezones cafés y dejé que la yema de éstos, suave y
sin callosidades, se deslizaran hasta su vientre sutilmente marcado—.
Tengo la joya más impresionante entre mis sucias y hábiles manos.
—No sé a qué te refieres—dijo
pegando su espalda a mi torso. Sé que lo hizo por inercia, no porque
me hubiese perdonado.
—A ti, Richard—mis labios rozaron
sus mejillas bien rasuradas, ligeramente empolvadas y bien
perfumadas, mientras mi boca iba a su lóbulo derecho y dejaba mi
aliento un ligero rastro que le sobrecogía. Noté como el vello de
su nuca se erizó, como sus pezones se endurecieron y como su boca se
abrió suave deseando emitir un gemido que logró guardarse.
—Yo sólo soy un ingenuo que se cree
todas tus mentiras, pero ésta no—intentó deshacerse de mí, pero
no lo consiguió. Rápidamente lo pegué a mí agarrándolo por la
cintura, subiendo mi mano izquierda a su hombro derecho y mi derecha
a su cadera izquierda. Mis dedos se pegaban marcándose, hundiéndose
con firmeza, mientras él fruncía el ceño mostrando cierta
angustia—. Estoy cansado de ser tu juguete y que me rompas en mil
pedazos cada noche, para luego despertar al alba y escabullirme por
la puerta trasera de ésta mansión—una lágrima logró salir al
fin. Una lágrima que me dolió como un profundo navajazo—. Me
siento un ladrón, un miserable, un idiota y un hipócrita. ¿Hasta
cuándo?—preguntó.
—La sociedad aún no está preparada
para los placeres del pecado, para un amor más allá de la piel y de
las formas—dije deslizando mi mano derecha hasta su sexo, el cual
estaba aún dormido.
Cerró los ojos dejándose hacer, ¿qué
otro remedio tenía? La carne era débil, mucho más que el alma. Yo
sabía que le atormentaba llevar en secreto esa vida. Obligaba a que
fuese mi consuelo, la pureza y desenfreno de mis noches más amargas.
Era como el licor más fuerte, el cual se vuelve suave cuando las
penas son demasiadas.
—Di que un hombre como tú, de tu
posición, no puede permitirse verse con alguien como yo—dijo.
—Tonterías—respondí apretando
sutilmente sus testículos con mis dedos.
—Julien, estoy harto—dicho aquello
intentó irse otra vez, pero yo era más fuerte que él. Aunque era
más viejo, mucho más viejo, él no era capaz de empujarme y hacerme
daño.
—Vete entonces—dije apartándolo,
casi empujándolo contra el suelo—. Toma la puerta, baja las
escaleras, sal a la calle y no regreses. Camina con decencia por esas
aceras que tanto te gusta recorrer y púdrete en algún antro junto a
una copa de Bourbon.
—¿Me estás despreciando?
Rompió a llorar. Sus lágrimas eran
terribles. Tenía la voz quebrada y parecía un chiquillo que había
perdido la ilusión por la vida. Un niño huérfano de sensaciones,
sueños y milagros. Eso era. Un niño desnudo esperando que le
recibieran entre unos brazos cálidos.
—Te aliento a que vayas a ser la
golfa de otro y compruebes que para él sólo serás eso... su
golfa—me sentí despreciable cuando dije aquello. Realmente estaba
siendo de nuevo cruel con lo que más quería—. Para mí no.
—¿Y qué soy?—dijo tembloroso.
—El amor que no he podido encontrar
en camas ajenas, la libertad que yace entre mis manos. Richard... si
supieras...
Era mi redención. ¿Cómo explicarle
que había un monstruo que se alimentaba de mi energía? ¿Cómo
decirle que ese monstruo bailaba siempre con el Victrola? ¿Cómo
explicarle que quería decirle que yo no era un hombre decente, pero
con las indecentes caricias que le ofrecía me sentía un santo en
medio del paraíso? ¿Cómo? Era incapaz. No sabía cómo alejarme de
él, como retirarlo de mi presencia, porque lo necesitaba. A ratos
quería que viese lo peor de mí, que se llevase la peor de las
impresiones, pero luego recordaba que sin él no había luz en la
oscuridad y que las noches volverían a ser frías. Yo no era el
golfo que bebía hasta desplomarse, ni el cretino que sonreía a las
putas y mujeres casadas del mismo modo. Yo no lo era. Yo era el
hombre que siempre ansió el cariño y reconocimiento de un igual.
Amaba demasiado a Richard porque me cumplía todos mis caprichos,
porque permitía que mis juegos lo convirtieran en juguete desgastado
y, aún así, brillara con una belleza cuasi mágica.
—¿Por qué te casaste si no te
agradan las mujeres? ¿Por qué levantas sus faldas, palpas su sexo y
te mete entre sus piernas con la misma fascinación que me doblegas
contra tu escritorio?—lanzó esas cuestiones demasiado rápidas. Yo
no podía responderlas. Si lo hacía, aunque fuese sólo una,
condenaría su vida y tendría que aceptar que era una marioneta de
un ser grotesco.
—No lo entenderías. Es una historia
demasiado larga—contesté.
Intenté acercarme, tomarlo entre mis
brazos y calmarlo. Pero él me esquivó y se aferró al borde de la
mesa, mirándome como un gato salvaje.
—Entonces, ¿eso es todo? ¿Eso es lo
único que puedes decirme?—preguntó.
—Creo que sí—no estaba seguro,
pero en esos momentos era imposible contar toda la historia.
—Me siento miserable amándote, pues
siento que sólo me amas a medias—soltó en un sollozo.
—Te confundes—dije abalanzándome
sobre él, para tomarlo entre mis brazos—. Te amo por
completo—afirmé—. Mi corazón es absolutamente tuyo. Pero hay
cosas que no puedo evitar, momentos que no puedo salvar y los
negocios son los negocios. Hay algo que me impulsa a hacer todo lo
que hago...
—Un demonio, ¿no? —dijo
sarcásticamente.
—Algo así.
—El único demonio eres tú—contestó
intentando librarse de mí—. ¡Estoy harto de ti! ¡De tu
hipocresía!—gritó mientras forcejaba conmigo, pero no logró
zafarse de mis manos agarrando sus muñecas y el impulso de mi cuerpo
contra el suyo—. ¡No! ¡No!—gritó mientras lo giraba sobre sí
mismo y lo pegaba contra la mesa de mi escritorio.
No lo dudé. Saqué mi cinturón, hice
dos dobleces con él y lo azoté con fuerza. El cuero golpeaba
firmemente aquellas redondeadas nalgas, las cuales rebotaban en cada
azote. Mi zurda agarraban con fuerza sus muñecas mientras se
retorcía llorando, pero ese llanto se convirtió en gemidos hondos y
necesitados.
Lo que empezó como una discusión
acabó como sexo rápido, duro y desesperado. La lujuria ardía en mí
como una llama que lo consumía todo. Mi miembro surgió de entre la
cremallera del pantalón y se hundió en su trasero. Él gritaba mi
nombre y me alentaba a ser más terrible. No paré de azotarlo con el
cinturón, como tampoco dejé de penetrarlo rápido y duro.
Finalmente, él se vino entre alguno de mis documentos, y yo lo
arrodillé para manchar su rostro con mi semen.
—Recuerda que por terrible que sea
éste demonio, Richard, tú eres su paraíso y debes permitir que sus
puertas se abran.
Discusiones como aquellas eran
incesantes. Incluso ocurrían en el negocio que le ayudé a abrir. No
había remedio. Sin embargo, tras cada discusión el sexo se volvía
más y más violento, placentero y satisfactorio.
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