Fareed ha revolucionado el mundo de los vampiros en muchos aspectos... Sobre todo a Avicus.
Lestat de Lioncourt
Había ido a la biblioteca. No buscaba
nada importante. Sólo quería deleitarme observando los gruesos,
diferentes y llamativos cantos de los libros encuadernados a mano que
poseía Gregory. Aquella hilera de conocimiento la reconocía con
echar un vistazo. Sabía bien cual era el lugar de cada uno de ellos,
los autores, las líneas más amables de cada obra y los ensayos más
extraños sobre criaturas extrañas, tanto o más que nosotros, que
pueblan el mundo. Era como un amazona cargado de hermosas plantas
cargadas de un saber ancestral, cuyas raíces iban más allá del
alma del autor y la propia historia.
Necesitaba encontrarme con mi mayor
placer. Quería vincularme a cada hoja de papel, dejarme llevar por
cada sofisticada línea y beber de la tinta de los recuerdos. Sí,
quería leer, pero también quería soñar despierto que los
personajes de los libros tomaban forma y se paseaban, como no, por la
amplia biblioteca con hermosos frescos celestiales. La lámpara
central, de tela de araña y lágrimas de cristal de bohemia, tenía
una luz poderosa, pero también poseía una inconfundible belleza.
Nada más entrar comprobé que no
estaría solo. Él estaba allí contemplando una de las repisas. Sus
largos y finos dedos se movían rápidos por los tratados de
filosofía, pero también por los poemas de autores clásicos griegos
y por las numerosas obras de teatro de la antigüedad. Parecía
nostálgico, como si algo le faltara. Su estrecha espalda, pese a su
marcada musculatura, parecía soportar el peso del mundo entero, al
igual que Atlas.
Flavius siempre vestía togas, túnicas
sencillas y ropa moderna muy cómoda. Creo que, al igual que todos,
necesitaba encontrarse consigo mismo aunque fuese en el interior de
nuestro hogar. Gregory nos había permitido ser sus invitados
eternos, convivir codo con codo sin altercados y sentirnos dichosos
de estar unos con otros. Él parecía siempre pensar en ella, su
creadora, y en divagar si se encontraba sola o acompañada. Amaba a
la mujer que lo había creado igual que a una madre, una hermana o
una gran amiga.
Me aproximé a él sin decir nada.
Estaba ensimismado, pero sabía que yo estaba allí. No iba a tomarle
por sorpresa que lo rodeara con mis brazos, echándolos por la
cintura, mientras dejaba un pequeño beso en el recodo derecho de su
cuello. Él no dijo nada, ni siquiera se movió, pero su rostro
pareció iluminarse y sus ojos se cerraron permitiendo que lo
estrechara con mayor firmeza. Me aferraba a él como un águila a su
presa. Mis dedos, mucho más gruesos y toscos, levantaron su corta
toga y acariciaron su vientre firme. Cerca de su ombligo dejé unas
suaves caricias, para luego erizar su vello al tocar más allá del
inicio de su miembro.
Nosotros habíamos logrado tener un
nivel hormonal similar al de los hombres jóvenes, robustos, sanos y
mortales. Fareed seguía investigando para que todos nosotros
gozáramos de nuestros impulsos primarios. Por mi parte, claro está,
él despertaba cientos de impulsos que no podía controlar y que, por
supuesto, no quería.
Mi mano comenzó a masturbarlo
suavemente. Mis dedos apretaban su ligeramente rosado glande, jugando
con éste y el pequeño orificio, mientras mi lengua se deslizaba por
la piel de su cuello y mi respiración agitaba la suya. Acabé
llevando la mano a su boca, hundiendo los dedos entre sus labios y
acariciando su lengua húmeda. Él gemía bajo y pegaba sus glúteos
a mi bragueta. Sin pensarlo, sin dejarle reaccionar siquiera, lo
agarré del cabello y lo empujé contra la repisa. Algunos libros
cayeron al suelo, pero en ese momento no me interesó cuales de los
ejemplares pudiesen ser. Sus caderas se movían levantando su
trasero, incitando aún más que levantara por completo la toga, y
sus labios carnosos jadeaban mi nombre en un coro delirante.
Tiré de él, arrastrándolo del pelo
hasta el diván, y lo arrojé de espaldas a mí. Allí, abierto de
piernas y al borde del mueble, me subí mi túnica y entré. Él
gritó aferrándose a los cojines y al borde del asiento. No me
importó. Mis manos abrieron con fuerza sus glúteos y penetré con
un ritmo lento, pero violento. Cada arremetida era un suplicio.
Entraba buscando su punto de placer, ese que le hiciese vibrar como
una hoja al viento o una flor en medio de una tempestad. No dudé en
empezar a azotar sus nalgas, arañar su espalda y tirar con fuerza de
su pelo recordándole que yo estaba dominando su cuerpo, pero también
su alma. Un alma que estaba atormentada por el placer que generaba
mis ásperas y sucias caricias.
Su miembro rozaba el terciopelo verde
botella del hermoso mueble, el cual parecía ceder en cada estocada.
Un miembro que encontraba de ese modo alivio, pues cuando fue a
tocarse le tomé el brazo y lo retorcí en su espalda. Y así
estábamos, con su brazo retorcido a la altura de sus caderas y mis
manos apoyadas en él mientras aumentaba el ritmo, ofreciéndole la
mejor de las torturas.
—Más... más... —empezó a pedir.
En ese momento, cuando sus súplicas se
elevaron al cielo, salí para girarlo y dejarlo de espaldas al diván.
Coloqué ambas piernas, de muslos calientes y blanquecinos, rodeando
mis caderas mientras alzaba las suyas. Mi glande rozó su entrada y
él gimió mi nombre, cerró los ojos y aceptó la siguiente
arremetida. Sin embargo, no esperaba que tomara el cinto de mi túnica
y le rodeara el cuello, apretando suavemente su garganta. El ritmo se
elevó, sus gemidos ligeramente asfixiados se precipitaban como una
súplica surgida de los infiernos hacia los cielos, y finalmente, con
sumo placer, me vertí en su interior. Sus músculos habían atrapado
con fuerza mi sexo, apretándolo deliciosamente, pues él había
llegado también al final de esa tortura llena de placer y lujuria.
Después, sin que él lo esperara, me
aparté liberándolo y dejándolo exhausto. Sus ojos estaban
entrecerrados, su boca abierta como la de un pez fuera del agua y sus
manos temblorosas quisieron acariciarme. Pero yo le tenía preparada
otra caricia más erótica y sensual. Acerqué mi miembro, manchado
por mi semen, a su boca y lo introduje lentamente. Él no dudó en
lamerlo mirándome a los ojos. La punta de su lengua recogían las
últimas gotas, disfrutando de ese sabor amargo y ligeramente salado.
—Eres mejor que cualquier
lectura—dije apartándome, para colocarme bien la ropa—. Un buen
esclavo en la cama.
Flavius sólo sonrió incorporándose,
para pegarse a mi torso, alzar sus brazos hasta mis hombros y besar
mi mentón. Para mí, para un hombre que había vivido en guerra y
soledad miles de años, tenerlo cerca significó un oasis y ahora,
que podemos tener todo ésto, se ha convertido en pura lujuria que
calma mi sed.
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