Fetiche y mascota.
Contemplaba al muchacho como si fuera una obra de arte. Allí
arrojado sobre las sábanas revueltas de su propio lecho. Su cuerpo joven,
esbelto y desnudo de ropa y vello se presentaba como el de un silfo recién
arrancado del bosque. Parecía una criatura de otro mundo encerrada en una jaula
de oro, satén negro y elegante mobiliario de roble. Sus muslos estaban
ligeramente abiertos y sus caderas suavemente levantadas. Invitaba a ser tocado
como un animal salvaje que ya ha sido torturado y amaestrado, arrebatándole su
instinto pero no su belleza, para convertirse en un sutil juguete a manos de
cualquiera.
Se aproximó a él con una copa de coñac en una de sus manos,
la izquierda, mientras la otra se dirigía a sus labios carnosos y húmedos. Palpó
sus dientes blancos y perfectos, hundió su dedo corazón e índice en aquella
pequeña boca y acarició su lengua provocando que su víctima contrajera sus
labios atrapándolos. Lamía aquellos dedos con cierto deseo, el mismo que
mostraba en sus hermosos ojos claros.
Era una mascota para él. Un tierno muchacho al cual torturar
hasta convertirlo en polvo. Podía abrir aquellas piernas y hacerlo suyo repetidas
veces, mostrarlo incluso frente a un público entregado y ofrecerlo como ofrenda
a todas las manos que quisieran tocarlo. Una mascota acepta lo que su amo
ordena ya que esa es la virtud que ofrece la lujuria mezclada con locura,
curiosidad insaciable y necesidad.
La frialdad de los ojos azules de aquel demonio era
terrible, igual que la forma de tocar la piel que recubría aquella figura
menuda. Tan sólo tenía diecisiete años, aunque aparentaba algunos menos. Su rostro
dulce rogaba ser besado y sus mejillas sonrosadas se empapaban con sus
lágrimas. Lloraba deseando ser amado, anhelando un trato que no tendría.
Los dedos salieron de su boca y se deslizaron por su torso
hasta su vientre plano. Allí abajo, bajo un suave nido de vello suave, yacía
una flecha que indicaba el ascenso de los infiernos hacia el cielo. Aquella mano
se convirtió en el arco que tensó aún más la flecha, mostrando un ángulo aún
más elevado. Sus oraciones eran cánticos blasfemos a un dios oscuro y la semilla
de un placer insaciable. Pero las caricias se acabaron y aquel monstruo se
apartó dejándolo allí recostado mostrando sus vergüenzas.
Él no quería destruir aún la inocencia y la virtud de aquel
ser perdido en una ciudad sin nombre, en un cuarto de un frívolo demonio,
porque todavía no era el momento de hacerlo caer hasta perder el alma por unos
cuantos besos vacíos de cualquier entusiasmo.
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