Maharet dejó esto escrito en sus archivos y yo lo transmito.
Lestat de Lioncourt
El dolor te convierte en una persona fuerte o te llena de
miseria. La soledad puede seguir fortaleciendo ese lecho de espinas que es el
mundo, el cual puede rodearte y atraparte de improvisto, o transformarse en una
pesadilla. Yo jamás estuve sola. Nunca me imaginé una vida solitaria cargada de
dolor. La venganza jamás ha sido para mí la solución a mis problemas, pues
siempre he pensado que sólo generan desconfianza ante otros y es síntoma de
debilidad. Me gusta responder al dolor con paciencia, al odio con calma y las
falsas acusaciones se matan con una verdad tras otra, aunque sea incómoda o mil
veces pronunciada.
Todavía intento encontrar una solución a todo lo que ha
ocurrido desde el momento de la muerte de mi madre. Una mañana cálida de
primavera cayó desplomada frente a nosotras. Su delgado cuerpo perdió el último
aliento antes de tocar el suelo. Los espíritus se arremolinaron a su lado, como
un millar de avispas, esperando que se alzara como cuando un niño cae y sus
padres desean ver como se levanta por si solo. Pero no lo hizo. Jamás pudo
levantarse. Sus cabellos, tan similares como los nuestros, quedaron regados por
el suelo junto a la cesta repleta de flores y pequeños ramilletes de hierbas
que había recogido.
Al día siguiente reunimos a todo el poblado. Íbamos a
consumir su cuerpo como mandaba la tradición. Puede parecer algo terrible para
una persona “civilizada” de estos días tan extraños donde se mata por un
líquido negro que contamina la poca vida que permanece intacta, donde se talan
cientos de árboles para generar papel que se malgasta, el mismo mundo que ama
más la tecnología que un abrazo sincero de una madre. Ese mismo mundo “civilizado”
jamás comprenderá del todo porque nosotros debíamos consumir sus restos. Sentíamos
que ella, al ser consumida, permanecería con nosotros. Su espíritu quedaría
repartido y liberado a la vez, sus restos no serían contaminados por la tierra y
sus huesos descansarían en una pequeña urna. Pero no pudimos hacer nuestro
ritual porque la reina lo había prohibido. Ella una forastera, ajena a nuestras
tradiciones, había impuesto unas nuevas leyes y había lanzado una ofensa sobre
todos nosotros.
Desde ese día vivo un tormento, pero sobre todo desde que
logré recuperar a mi hermana tras perderla durante siglos. Ser convertidas en
monstruos, parias de la luz y aisladas del contacto de nuestros amados
espíritus, no fue suficiente. Nos dividieron tras dejar a mi hermana muda y a
mí ciega. Nos dejaron incomunicadas, nos lanzaron al mar y nos enviaron cada
una a una corriente distinta. Sé que Khayman nos convirtió en lo que somos, vampiros,
porque él pensaba que debíamos luchar contra la injusticia que se nos había
hecho.
Khayman, el mayordomo real, era conocido como el Benjamín
del Diablo. Era un ser terrible en mitad de la guerra y hacía todo lo que su
rey y su reina ordenaban. Incluso nos llegó a violar y fruto de ello nació una
niña. Sin embargo, su corazón era puro y valeroso. Él sabía que había ofendido
a los dioses, a los espíritus, a su honor y orgullo como hombre. Decidió alejarse
del dominio de la reina, hizo oídos sordos a su rey y se convirtió en proscrito
para salvarnos a ambas.
Ahora vivo con él y con ella en mitad de la selva. La reina
ha muerto, pero las consecuencias siguen destruyéndonos. Mekare parece aún perdida
pues observa sin ver, se alimenta por instinto y parece más muerta que viva. No
logro comunicarme con ella y Faared dice que está en una especie de coma, como
un trance que nunca se quebrará, y eso me hace daño. Sigo en pie porque sé que
debo permanecer al lado de mi hermana y de mi gran amor, mi guardián, mi
Khayman… Sigo en pie porque La Gran Familia nos necesita. La Gran Familia
humana nos necesita.
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