Observaba su pequeño cuerpo moverse
por la ciudad con el encanto propio de una niña. Parecía perdida,
desolada y absolutamente aterrada. Su gimoteo siempre llamaba la
atención a cualquiera con un corazón noble. Su presencia entre la
multitud jamás pasaba desapercibida porque tenía el aroma de la
inocencia y esa es la mayor virtud que poseen los niños, pero ella
ya no era una niña por mucho que a mí me partiese el corazón
admitirlo. Claudia se había convertido en una asesina diestra y en
una mujer insegura que necesitaba sentirse satisfecha con abalorios,
perfumes y prendas tan caras como coquetas. Me negaba a veces a
asumir que ya no era mi dulce criaturita, sino un pequeño frasco de
veneno que acabaría bebiendo de un sólo sorbo.
Cada noche salía antes que yo pudiese
siquiera estrecharla contra mi cuerpo. Parecía haber aborrecido mi
presencia y huía de mi mano. Extrañaba terriblemente pasear junto a
ella con cierto orgullo mientras las mujeres cuchicheaban sobre lo
hermosa que era, lo elegante que era yo y la familia tan maravillosa
que éramos. Sin embargo cuando regresaba a nuestra vivienda, en
aquel bullicioso barrio de nuestra amada Nueva Orleans, se sentaba en
el piano que estaba junto al balcón, con las ventanas abiertas, para
complacer a todo viandante con una música tan hermosa como la que
podía alzarse en los cielos hecha por cientos de querubines.
Yo acudía como las moscas a la miel y
me situaba cerca del piano con una sonrisa cargada de orgullo.
Inflaba mi ego saber que había aprendido gracias a mi esmerada
educación. Louis meditaba al fondo aferrado a uno de sus libros de
poema o sus insulsas novelas románticas llenas de clichés. Un Louis
que también se sentía maravillado y orgulloso por la belleza de sus
rizos dorados.
—Irradias poder, cherie—dije una
noche sentándome junto a ella. Comencé a tocar con mis dedos ágiles
notando como sus pequeñas manos se movían como arañas—. Eres
hermosa y posees una maldad muy refinada.
—Eso es lo único que he aprendido de
ti—se detuvo apartando las manos de las teclas y me miró—. A ser
mala con quien digo amar y a burlarme de los sentimientos de otros—se
levantó rápidamente y se marchó a su habitación regalándome un
portazo.
—¡Louis! ¡Tú mismo lo has visto!
¡No le he dicho nada malo!—grité entre ofendido y dolido.
—Ya no es una niña que se contente
con simples palabras—contestó sin apartar la vista de su libro—.
No es una niña, Lestat. Tratas a Claudia como una pequeña niña que
cree aún en cuentos de hadas—dijo antes de clavar su verde mirada
en mí. Sentí aquellos ojos como una daga directa a mi alma.
—¡Tú la peinas y vistes como si
fuese una muñeca!—respondí.
—Sí, yo también tengo la
culpa—susurró levantándose del sofá para acercarse al piano—.
Ambos somos crueles verdugos que no deseamos soltar un ave que quiere
volar libre. ¿Y sabes qué?—dijo tomándome del rostro con sumo
cuidado—. Esta vez no te voy a culpar por ello pues yo también
cometo ese terrible error.
Lestat de Lioncourt
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