—¿Algún día me llevarás a tocar
las estrellas?—preguntó aferrándose al borde de mi chaqueta de
pana roja.
Incliné suavemente mi cuerpo hacia el
costado derecho y sonreí mirándola a los ojos. Tenía una mirada
limpia e inocente llena de vida y dulzura. Jamás había visto a una
niña tan llena de vida como ella. Siempre había amado la inocencia
pura que poseen los niños, pero la suya era exuberante como su
imaginación y el deseo de creer que todo era posible.
—Es un secreto, Rose—dije colocando
el dedo índice de mi mano derecha sobre sus pequeños labios—. No
debes decírselo a nadie.
Acabé arrodillándome frente a su
pequeño y delicado cuerpo. Aquel vestido de algodón sin mangas de
flores de pétalos similares a las margaritas, pero algo más
pequeñas y azules, provocaba que sus brazos se vieran más delgados
y su piel mucho más clara. Parecía una muñequita que cobraba vida.
Su largo cabello negro caía algo revuelto y la cinta, en forma de
pequeño lazo, que recogía suavemente su flequillo se había desecho
jugando conmigo por toda la habitación.
Olía a colonia infantil y chocolate.
Había logrado que no comiera demasiados después de la pequeña cena
a la cual había asistido sólo para comprobar que seguía siendo
feliz, estudiosa y paciente. Sus progresos en el colegio eran
evidentes y tenía una capacidad indecible para memorizar países con
sus respectivas capitales, hacer grandes multiplicaciones y algunas
divisiones sencillas, así como escribir correctamente con una
caligrafía decente.
—Estoy muy orgulloso de ti—susurré
abrazándola con cuidado.
Temía el día que tuviese que dejar de
visitarla porque empezaría a percibir que no envejecía. Un miedo
incalificable rondaba mi corazón llenándolo de dolor. No quería
separarme de ella y cuando le decía a Louis, aunque fuese por
teléfono, sobre sus progresos él me recordaba incansablemente que
no debía cometer los mismos errores que tuve con Claudia.
—Tito Lestan—dijo rodeándome con
sus pequeños brazos—. Quiero vivir contigo. Las tías son muy
amables conmigo, me consienten todo siempre y cuando tenga hechos los
ejercicios que me envían los profesores, y permiten que los viernes
me acueste tarde tras ver alguna de mis películas favoritas pero no
eres tú—me aparté mientras decía aquello intentando convencerme
a mí mismo que no podía cumplir ese sueño. Sabía que yo sería un
monstruo para ella en cuanto percibiera que era un asesino, un ladrón
de tiempo y vida, que sobrevive arrancándole los sueños a otros
monstruos menos literarios y más mundanos.
—Amor, soy un empresario muy ocupado
y necesito mantenerme al frente de diversas empresas—expliqué una
piadosa mentira, pues mis negocios siempre los llevaron numerosos
subordinados con los cuales poseo cierta confianza.
—Aunque estés ocupado vendrás
siempre, ¿verdad?—sus hermosos ojos azules me torturaban. Eran
preciosas gemas que coronaban un rostro dulce y apacible. Deseé
besar sus mejillas y jurarle mil veces que nunca me separaría de
ella, pero era una mentira tras otra y jamás me perdonaría hacer
aquello.
—Siempre intentaré estar a tu lado
viendo como consigues todo lo que te propongas—respondí tras besar
su frente.
Decidí que ya era tarde y que debía
retirarse a descansar. Tomé su pequeño cuerpo entre mis brazos para
llevarla a su cama, arroparla y contarle una pequeña historia sobre
un valiente perro que salvó a un idiota de una fuerte nevada en
mitad de Nueva York. El perro era mi viejo amigo peludo de cuatro
patas llamado Mojo y el idiota, por supuesto, era yo. Me quedé hasta
que el sueño se hizo profundo y su pequeña mente comenzó a soñar
con el glorioso pastor alemán que me hizo compañía durante ocho
maravillosos años.
—Louis y tú me arrancaréis el
corazón si os alejáis—dije caminando hacia el interruptor apagar
la luz y marcharme usando el don del vuelo.
Tenía una nueva hija que me veía como
un héroe o un ángel que la había salvado. Frente a ella era un
santo, pero cuando la noche se hacía oscura y los callejones se
volvían peligrosos seguía siendo el asesino despiadado de siempre.
El mismo desgraciado que se antojaba rebelde y pendenciero ante
cualquier mujer u hombre. También era el desgraciado que había
condenado su alma amando lo imposible envuelto en una mirada torva
proveniente de unos ojos de color esmeralda.
Lestat de Lioncourt
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