Lestat de Lioncourt
—¿Aún me detestas?—preguntó.
Estaba allí de pie contemplando el magnífico jardín interior
de ese rascacielos, un edificio perdido en mitad de una de las grandes avenidas
de Nueva York, que por dentro era un palacio que muy pocos podían contemplar o alcanzar
siquiera sus puertas. Podía observar las maravillosas flores de invierno, las
enredaderas subiendo por las columnas jónicas de mármol blanco y los elegantes
arbustos que parecían esculturas mudas de un mundo antinatural.
Había decidido alejarme de todos. No quería escuchar el
murmullo de su voz. Odiaba el eco de su timbre en mi cabeza y su aroma. ¡Esa
maldita fragancia que siempre le acompañaba desde que le conocía! Quería
alejarme y hundirme en mis propios pensamientos. No podía acceder a las bibliotecas
porque había sendas reuniones y tampoco escaparme por las heladas calles de la
esa gran ciudad. Fui donde creí que no le importaría a nadie, pero él decidió
seguirme con esa estúpida pregunta en sus frívolos labios.
—¿Es una pregunta retórica?—dije.
—¿Debería serlo?—contestó.
—Quizá—susurré acariciando los tiernos pétalos de aquella
Camelia. ¿Cuántos meses había tenido que ser regado su arbusto para que
ofreciera esa maravilla? No lo sabía. Sólo me concentraba en su belleza y aroma
para no caer sobre él con miles de palabras hirientes.
—Landen, lo que ocurrió en el pasado debería hundirse en las
profundidades de las arenas del tiempo—dijo dando dos pasos hacia mí.
Me sentí acorralado como un gato en un callejón. Quería huir
de él, de sus grandes manos y sus profundos ojos claros. No sabía dónde
ocultarme porque algo me decía que él iría a buscarme. En ese momento sí me
buscaría como no lo hizo en el pasado.
—Para ti es fácil decirlo—dije.
—¡No lo es!—exclamó.
—Oh… vamos… —susurré girándome hacia él.
Mis ojos oscuros se enterraron en los suyos como dos
poderosas dagas. Él pudo sentir mi dolor y eso hizo que retrocediera.
—Landen, el mundo ha dado muchas vueltas como para que tú
sigas en el mismo lugar—dijo tendiéndome sus manos, abriendo sus brazos e
invitándome a un contacto que no quería. No deseaba abrazarlo. Por mí se podía
arrojar a las llamas del infierno si así lo creía oportuno.
—No sigo en el mismo lugar—aseguré.
—¿Y por qué sigues mirándome con odio?—me preguntó.
—¿Odio? No puedo odiar a alguien tan insignificante en mi
presente.
—Pues veo rechazo en tu mirada—asumió que le rechazaba, pero
no era realmente rechazo. Simplemente era dolor. Un dolor profundo de una
herida que nunca lograría cerrar.
—Te admiraba—confesé—. Te admiraba profundamente y no
supiste luchar por nosotros. Dejaste que te derrocara y te echara a un lado
como si sólo fueras un papel mojado, un desecho más, o simple escoria. Lo
hiciste.
—No es cierto—dijo con la voz quebrada.
¡Ah! ¡Claro que lo era! ¿Cuántos de nosotros caímos en manos
de esa Secta? Él no hizo nada por miedo a ser atrapado por aquel monstruo
llamado Santino. Temía a Santino y un enfrentamiento directo. ¿Por qué motivo?
¿Por qué? ¿Por lo ocurrido con aquel milenario en Italia? ¡Ja! Simplemente era
un cobarde. Siempre huyó. Huyó cuando Akasha se reveló del mismo modo que lo
hizo dejado atrás a Gregory. Siempre huía. Pero esta vez no pudo huir como
pretendía porque Lestat, el poderoso Lestat de Lioncourt, le acabó atrapando y
doblegando.
—Sólo luchaste por él, ¿sabes por qué? Porque sólo
comprometiste una vez tu corazón olvidándote que los amigos también son
familia, son parte de uno, y que nosotros te apreciábamos sin juzgar tu pasado
o posible caída en desgracia. Rhoshmandes, eres el mayor cretino que jamás he
conocido—aseguré.
Entonces apareció Benedict con los ojos llenos de lágrimas.
Rhoshmandes siempre ha odiado que Benedict llore pero no es porque manche su
rostro, sino porque no soporta saber que amado idiota sufre. El resto si
sufrimos no importa.
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