Marius jamás se dará por vencido... ¿verdad?
Lestat de Lioncourt
Había recorrido más de diez calles
buscando un lugar abandonado onde dejar mi huella. Me sentía como un
cazador furtivo buscando la presa perfecta y huyendo a su vez de la
policía. Caminaba durante horas con un maletín lleno de pinturas y
un pequeño trapo guardado en mi gabardina roja. Mi cabello caía
lánguido como una cascada sobre mis hombros bordeando la cruz de mi
espalda, pero pronto lo recogería para al fin plasmar mis
inquietudes y un poco de mi alma.
Numerosas noticias llegaban a oídos
humanos mediante revistas de arte online y papel, también había
alguna en periódicos comunes y programas de televisión sobre el
nuevo artista urbano que estaba revolucionando el fenómeno graffiti
con un realismo especial y unos detalles únicos. Además no eran
botes de pintura lo que utilizaba sino pinceles y eso era lo más
extraordinario porque lograba acabar obras, algunas quizá durante
meses, en el más completo misterio y oscuridad. Pocos sabían que el
único misterio era La Sangre en mis venas y mis colmillos ocultos
bajo una sonrisa ligeramente bondadosa.
Podía dejar que inflaran mi ego por
cuestiones obvias, pero sabía que si lo hacía terminaría abocado
al fracaso absoluto. Un artista es un trabajador que lucha por
mejorar cada día y deslumbrar a su público sin importarle si es en
un escenario, en una pared o en cualquier otro lugar. Trabajamos para
expresar sentimientos y transmitirlos con cierto egoísmo porque
queremos que otros padezcan nuestras penas y miserias. El arte lleno
de felicidad es escaso porque nosotros mismos nos torturamos
intentando encontrar el punto de equilibrio entre el dolor y la
alegría.
Al entrar en aquel edificio olvidado
por el tiempo y sus propietarios me percaté que poseía unas
ventanas inmensas aunque algunas carecían de cristales, su entrada
era soberbia pero el suelo de parquet estaba hinchado por las lluvias
que habían penetrado por las grietas de sus gruesos muros o las
ventanas, aún había algunos muebles como unas viejas sillas de
oficina de los años setenta y varias lámparas que hacía décadas
que no tenían bombilla alguna. Me paseé entre cascotes, cartones,
desperdicios de indigentes y ratas. Miré sus muros blancos manchados
con la huella de otros artistas y el hueco del ascensor por siempre
abierto como si fuese la boca al infierno. Decidí subir por las
escaleras y dejarme llevar por unos recuerdos que no me pertenecían.
Sabía que ese edificio fue de artes gráficas, que era hermoso y
bullicioso, y que allí se elaboraban los carteles y etiquetas de las
botellas de vino autóctonas. Cuando cerraron el edificio no conocía
la ciudad y jamás la había visitado, pero recientemente leí en el
periódico que podría ser destruido con toda su historia y gloria
completamente sepultada en la memoria colectiva.
Subí hacia la cuarta planta, la más
alta de todas, y me dediqué a deambular entre escritorios
apolillados y viejos cuadros de fotografías ya pálidas de rostros
desconocidos. En el fondo de una de esas oficinas hallé un muro
impoluto y sentí que debía despedirme del edificio.
—Hermoso mío no he venido hasta aquí
para ver tu cadáver—dije colocando el maletín sobre uno de los
escritorios.
Los insectos que se habían colado en
la jungla que era la parte inferior, pues había incluso maleza
creciendo entorno a la escalera y un pequeño árbol había crecido
metiendo sus ramas en la primera, me acompañó en aquel noble acto.
Mis dedos eligieron sabiamente los pinceles y me aproximé para
pintar hermosas flores de jazmín y azahar hechas con lo que parecían
hojas de periódico, revistas y etiquetas de botellas. En el centro
de la obra pinté un rostro familiar sin percatarme y al apartarme
del muro suspiré.
—Tú, tú, tú y mil veces tú. Tú
en todas mis obras sin pretenderlo, tú en este jardín que no huele,
tú siempre porque eres quien llevo en mi corazón destruyéndome por
todo el pasado que no hemos vivido. ¿Por qué siempre tú? ¿Acaso
no tenías suficiente en aparecerte en mis viejas obras de cielos con
nubes esponjosas y santos benevolentes? Dime, malvada criatura, ¿por
qué tengo tales honores?—pregunté mirando sus ojos castaños
sintiendo cierta rabia y frustración. Quise llorar porque no
comprendía porque era él y no otro quien sostenía aquella botella.
Sus mejillas tenía el rubor de los borracho y su sonrisa una
coquetería propia de un demonio.
—¿Tanto me odias?—su voz penetró
en mis oídos provocando que me girara.
Cuando pintaba a veces me dejaba llevar
de tal forma que era incapaz de concentrarme en mi alrededor. Alguna
vez había tenido problemas con la policía en Brasil porque me
atrapaban con las manos en la masa. Él me había seguido y estaba
allí vistiendo como cualquier chiquillo.
—Veo que tenía razón—dijo
riéndose—. ¡Ah! ¡Lestat me debe un par de dólares!—sus
carcajadas rebotaban por las paredes y me abofeteaban sin importarle
nada—. Me dijo que era imposible que estuvieras en el sur de Europa
jugueteando de nuevo con las pinturas, pero aquí estás dejándote
llevar por los suburbios de una ciudad más. No eres muy popular por
aquí y los vampiros sólo se ven en carteles de películas, como las
que se hacían en la primera planta ¿no es así? Junto con la
maquinaria pesada. Este era el lugar de los diseñadores que sin
ordenador, con técnicas ancestrales, pintaban cada línea y daban
color a los carteles más esmerados. Como no... —sonrió
acercándose a mí para quedar a mi lado y miró mi obra—. ¿Aún
recuerdas mis juergas a tu costa? O más bien... mis juergas por tu
culpa.
—Armand...—dije en un siseo molesto
por sus palabras finales.
Llevaba una camiseta negra de mangas
hasta el codo donde podía leerse en letras blancas “I'm an angel”
y unos jeans ajustados negros que moldeaban sus piernas. Era una moda
actual que muchos hombres usaban llevando patrones similares a los
femeninos. A mí no me importaba la moda porque yo odiaba los
pantalones porque eran prendas bárbaras, pero estaba obligado a
usarlos. En la calle llevaba pantalones formales de colores oscuros y
americanas borgoñas o carmín o un jersey rojo cereza. No solía
usar corbatas, pero cuando lo hacía era para dirigirme a entidades
bancarias o galerías de arte donde apoyaba a artistas adquiriendo
obras o contactando con ellos.
—Te sienta bien esta
gabardina—susurró sin apartar los ojos de la pintura—. ¿Dónde
quedó nuestra historia? ¿Se podrá seguir algún día?—dijo
girándose mientras me sostenía mi brazo derecho y me obligaba a
inclinarme.
Entonces, cuando me dejé llevar por el
deseo de alcanzar su boca, desapareció. No era real. Había
imaginado su presencia para no sentirme herido por la soledad. Daniel
era independiente y sabía divertirse solo. Tener un pupilo como
aquel joven vampiro era diferente a tener que educar a un adolescente
eterno que siempre estará torturado entre la bondad y la malicia,
Dios y el Diablo...
Rompí a llorar amargamente arrodillado
frente a la pintura. Pensé en Pandora que mil veces me había
maldecido. Sí, también pensaba en ella. No podía dejar de pensar
en ambos a mi lado disfrutando de mi mundo, que era algo más que
pinturas y palabras de guerra edulcoradas, porque yo necesitaba
disfrutar de ellos como nunca lo había hecho. Pero mi orgullo había
provocado las rupturas de nuestras promesas, llevado al olvido
nuestras muestras amor y ahogado en lágrimas las palabras más
sinceras. Creí que tras la muerte de Santino habría una tregua para
nosotros, pero es imposible. Ellos no desean compartir sus vidas
entre ellos y tampoco conmigo. Me he visto aferrado a un muchacho
larguirucho que ha salvado mi alma cuando él cree que ha sido lo
contrario. Amo a Daniel, de eso no tengo duda alguna, pero no puedo
dejar de dibujar a las viejas musas y ángeles que se proyectan como
una alargada sombra en mis obras.
En ese instante “Nessun dorma”
comenzó a sonar haciendo eco por toda la habitación. Mi móvil
tenía una llamada que acepté de inmediato intentando aclarar la voz
con un rápido carraspeo. Era Daniel pidiéndome que nos reuniéramos
en Madrid de forma urgente. Él quería pasar el resto de la noche
conmigo. De nuevo estaba siendo rescatado por quien debía salvar.
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