Armand y Marius... o lo que es lo mismo esclavo y amo... vuelven a demostrar que el amor es algo más que palabras románticas.
Lestat de Lioncourt
Sus manos recorrían mis mejillas
dejando que un intenso rubor se formara en ellas. Quise echar a
correr, pero permanecí en el mismo lugar perdiéndome en aquellos
ojos azules tan gélidos. Parecía una escultura tallada con gran
perfección y detalle. Era majestuoso debido al color dorado de esos
cabellos que caían sobre sus hombros y se perdían en la cruz de su
espalda. Podía considerar a ese hombre el más hermoso que había
alcanzado a ver. Imaginé su figura en mitad de una iglesia siendo
adorado como Dios hecho hombre. Sin embargo, era otra clase de ser
inmortal y todopoderoso. Un ser que amaba el arte y apreciaba la
belleza.
—Deja que pinte sobre tu cuerpo como
antaño—dijo rompiendo la poca calma que había logrado sostener.
Habían pasado siglos desde que ese
maestro de las pinturas decidió hacerme su tentación, su musa, su
querubín y, por lo tanto, eterna pasión. Al menos, así quería
creerlo. Deseaba creer que era su pasión, su ilusión, su deseo y lo
que provocaba que aún estuviese ahí deseando arrancarme la ropa
para hacerme vibrar como un cristal ante una nota musical.
No dije nada. Él tomó la decisión
gracias a mi silenciosa respuesta. Me quitó la camisa lentamente
despojándome de ella hundiendo su imperturbable rostro en mi cuello,
deslizó su lengua por mis clavículas y succionó mis pezones
mientras se arrodillaba para quitarme los pantalones y zapatos. Yo
jadeaba nervioso. Sus manos eran expertas en encontrar mis zonas más
erógenas. Su aliento contra mi piel ya provocaba ciertas emociones.
Cuando me tuvo desnudo deslizó sus
manos suavemente por cada músculo y rasgo. Luego, con la misma
parsimonia, agarró el paquete de hormonas y sin pensarlo una vez
clavó en mí la aguja. Un picotazo simple creó en mí un desenlace
fatal. Mi miembro cobró forma y mi boca sintió sed, pero él
decidió atarme las muñecas y colgarme de un gancho que ya tenía
preparado en aquel hermoso taller. De inmediato sacó el látigo y
comencé a sentir como sus siete colas rozaban mi torso, glúteos,
espalda, piernas e incluso mis hombros y caderas. Cada marca que
hacía se iba eliminando suavemente gracias a las células mutadas
por La Sangre. Sin embargo, el agradable dolor me excitaba y
provocaba que mis pezones se endurecieran buscando ser pellizcados,
mordidos y tocados mientras su duro miembro me llenase como tanto
ansiaba. Pero no sucedió de ese modo. Sólo pude aullar su nombre
una y otra vez hasta ofrecerme el consuelo de sus dedos en mi
entrada.
Mis ojos estaban llenos de lágrimas
sanguinolentas, mi piel tenía pequeñas gotas rojizas sobre mi
figura y mis cabellos se pegaban sobre mi frente completamente
arremolinados. Deseaba ser tomado. Quería que él me hiciese suyo de
una vez. Mis ojos ardían ante la belleza y el poder que él
desprendía. Supliqué un beso, una caricia o simplemente una palabra
que me mantuviese cuerdo dentro de ese infierno. Pero no ocurrió.
Únicamente introdujo un tercer dedo palpando mi próstata con más
diligencia mientras mis piernas de redondos, suaves y trémulos
muslos se abrían. Sentí que eyacularía, que derramaría mi semen
manchando mi vientre y el suelo del taller, pero él se apresuró a
colocar un anillo alrededor de la base de mi sexo, por debajo de mis
testículos y el cuerpo de mi miembro, mientras mordía mi sensible y
rosado glande. Sus dedos no estaban ya en mi culo, pero los sentía.
Sentía esa deliciosa presión y entonces me di cuenta que había
introducido un pequeño vibrador que se encendió arrancándome
gemidos largos y tortuosos.
Aún teniéndome así me inyectó una
segunda dosis para ofrecerme nuevamente dolorosos golpes, aunque esta
vez usó una vara de bambú y una pala de maderas con rugosidades de
metal. Mi piel ardía. Sobre todo ardía la de mis glúteos donde se
concentraba completamente eufórico. El vibrador cedió a la
dilatación de mi entrada y cayó al suelo. En ese momento creí que
sería al fin satisfecho, pero él decidió que otro mayor debía
ocupar su lugar.
Antes de proseguir con esos sucios
juegos me vendó los ojos, tapó mis oídos con unos audífonos sin
cables especiales para aislarse del mundo con los decibelios de un
buen equipo de música, y me soltó provocando que cayera al suelo.
Allí noté varias manos atándome a lo que sentí como un potro de
tortura como si fuese un paquete. Mis piernas quedaron completamente
abiertas y mis brazos pegados a las patas de aquel extraño mueble.
Alguien me tomó del pelo y me introdujo su glande en la boca, para
luego golpear con esta en una fuerte embestida mi campanilla,
mientras otro hacía lo mismo en mi adolorida y dilatada entrada. Me
usaron de forma violenta hasta derramar su semen como si fuese una
puta barata y dócil, ¿pero no era eso? ¿No me había convertido en
eso? Mientras lo hacía podía sentir los latigazos de mi maestro, de
mi amo, haciendo vibrar cada célula de mi piel.
Aquellas penetraciones no fueron las
únicas. Paré de contar cuando la cuarta pareja entró en mí
disfrutando mientras apreciaba otra descarga de hormonas, aunque
ellos no eyacularon. Sólo me mancharon los primeros como si
quisieran marcar primero el territorio para que el resto supiera que
ya había sido conquistado. Era un vampiro y podía soportar tanto
sufrimiento, pero ansiaba su cuerpo junto al mío y no el de sus
nuevos discípulos humanos.
En algún momento, entre la conciencia
y la oscuridad de aquel placentero infierno, me quitaron la venda y
permitieron que viera sus rostros. Eran jóvenes. Parecían muchachos
de no más de veinte años. Todos ellos me ofrecieron su semen como
regalo pues eyacularon en mi rostro o en mi boca. Llevaba el sabor de
todos en mis labios pero no el suyo. Él sólo miraba mientras tomaba
una dosis de hormonas masculinas y las introducía en sus milenarias
venas.
Nada más terminar esos muchachos se
marcharon dejándonos a solas. Él me penetró con rabia haciendo
rebotar con fuerza sus testículos en mis glúteos. Podía percibir
el cosquilleo de su suave pero grueso vello púbico sobre las marcas
de su látigo. Ya no podía regenerarme como deseaba. No me
concentraba en las heridas, no podía hundirme en cada trozo de mi
cuerpo y ayudarlo a sanar, porque él seguía haciéndome daño. Su
látigo golpeaba mi espalda hasta que un joven trajo un cirio grueso
y lo derramó contra las muescas de mi espalda. Él se quedó allí
mirándonos mientras yo sufría ese cruel trato vejatorio. No lo
había visto antes y parecía de tiernos dieciséis años, los mismos
que yo tuve una vez, pero su rostro era aún más aniñado debido a
las pecas que salpicaban su nariz y los tirabuzones rojizos que caían
sobre su frente.
En el momento que creí que Marius me
daría su simiente recordándome que era suyo se fue hacia el chico,
se colocaron ambos frente a mi rostro y le dio a beber su semen. Él
no dudó en succionar con gozo cada gota. Luego el mismo chico me
desató y me quitó el aro de mi miembro, lo tomó entre sus labios y
dejó que su lengua me incitara a derramar toda aquella leche cálida
que había logrado retener. Eyaculé en la boca de un muchachito
mientras él llenaba un cubo de agua en la pila que allí tenía
instalada. Al apartarse el joven para irse y no volver él me tiró
agua y me ofreció nuevos latigazos. Me golpeó hasta que caí
agotado, inconsciente y algo insatisfecho.
Nunca olvidaré esa lección.
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