Hermoso, sin duda alguna, ver como se derrumba y admite la verdad: necesita a Armand.
Me pregunto si algún día tendrá agallas de decírselo a la cara.
Lestat de Lioncourt
Había logrado recuperar mi viejo
palacio en mitad de aquella ciudad que me secuestró el corazón
cautivando por siempre mi alma. Tuve que restaurar los frescos del
techo junto al pan de oro de las vigas y el estuco del techo. Los
frescos estaban perdidos pero fui resucitándolos como si llamara a
los fantasmas que aún rondaban sus gruesos muros. Las columnas de
mármol fueron restauradas hacía más de diez años pero no había
puesto mis pies sobre aquel lugar. Temía encontrarme a mí mismo
luchando contra aquellos demonios, escuchar de nuevo los gritos de
los muchachos que tanto amaba y ver como perdía de nuevo a mi
adorado ángel de cabellos de fuego. Y el fuego, purificador de
pecados y enemigo del arte, quien consumió mis libros, mis pinturas
y mi cuerpo.
Una de las salas, la que solía usar
para mis fiestas, poseía una enorme puerta de doble hoja con
hermosos y ricos detalles tallados en su madera. Los animales
mitológicos que salían de aquella majestuosa entrada ya no estaban
pero había logrado encontrar una magnífica para la sala. Me acerqué
a ella para contemplarla bien y entonces sentí su presencia. Había
estado tan ensimismado con mis demonios que no sentí al ángel de
mis sueños.
Entonces pude notar sus manos tirar de
la puerta y aparecer vestido con las prendas de antaño. Esos
leotardos celestes con esas ropas de príncipe veneciano me hicieron
romper a llorar. Por el contrario yo me había desnudado para poder
pintar sin problemas los escasos muros que quedaban por recuperar su
valioso tesoro artístico.
—Amadeo—dije en un suspiro y él
sólo sonrió—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué vistes así?
—Tengo ojos en todo el mundo que me
dicen donde estas. Un par de ellos me dijo que llevabas aquí días y
decidí venir—explicó—. Hacía siglos que no me atrevía a
volver. Supongo que Venecia no es lo mismo sin ti—dijo entrando en
la sala mientras echaba sus manos tras la espalda caminando con
elegancia por toda la sala—. Has hecho un gran trabajo...
—Amadeo... ¿realmente estás aquí o
deliro porque no he ventilado bien la habitación y el olor a pintura
me está jugando una mala pasada?—pregunté visiblemente
desesperado porque fuese cierta esa visión.
Él sólo se echó a reír jugueteando
con su mano derecha sus rizos cobrizos. Deseé tocar esos cabellos
una vez más para sentir la suavidad de sus mechones. Corrí a
atraparlo y lo sostuve como quien toma entre sus brazos un gran
tesoro. Él era mi vida. Durante mucho tiempo fue mi único
pensamiento. Me equivoqué al decir que no necesitaba mi compañía
porque yo no quería depender de un jovencito de ojos almendrados y
boca carnosa. Entonces, mientras lo estrechaba con necesidad
imperiosa, me di cuenta que se desvanecía.
—Oh, señor...—balbuceé—. Cuánto
te odio Santino... cuánto te odio...—dije rompiendo a llorar
cayendo de rodillas mientras me abrazaba a mí mismo—. Algún día
volverá la belleza de Venecia y yo no tendré que ocultar esta
estúpida debilidad.
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