—Deberías decirle a esa maldita
mujer que aprenda modales—dijo irrumpiendo en mi despacho.
—¿Disculpa?—pregunté sin saber
bien qué pasaba.
—Ayer vino a perturbarme, Lestat—no
podía controlar su enfado. La ira le dominaba por completo y
temblaba frente a mí como si estuviera aterido de frío—¡Sólo te
advierto!—dijo colocando sus blancas y perfectas manos de pintor
sobre mi escritorio.
—¿Qué ocurre?—me asombraba que se
comportara de ese modo tan incivilizado. Recordé por un momento al
Marius que conocí cuando intentó detener por todos los medios a
Akasha sin lograrlo—. No sé qué está pasando. Cálmate.
—Bianca apareció ayer mientras
modificaba alguna de las leyes para aclararlas y rectificarlas según
tu conveniencia—dijo clavando sus ojos en los míos como si fueran
dos rayos provenientes de Zeus. Sentí que la electricidad de su
rabia me recorría de pies a cabeza.
—¿Y?—pregunté.
—¡Cómo puedes estar tan tranquilo!
¿Acaso no sabes lo que trama esa mujer en mi contra?
Cada vez se veía más nervioso. Las
escasas arrugas de expresión se marcaron en el contorno de sus ojos.
Su boca, siempre con un gesto amable, estaba torcida y de su lengua
sólo podían salir sapos y culebras. Estaba vestido con una túnica
al más puro estilo del Imperio Romano. Posiblemente había salido de
la casa que había comprado en Verona entretanto terminaba de
restaurar su viejo palacio en Venecia.
—No...—dije tras un largo suspiro.
Mi madre estaba allí presente aunque
parecía un jovencito con esa ropa tan masculina, el cabello recogido
y oculto bajo su sombrero, y las botas de montaña cubiertas de
barro. No sé donde había estado las últimas semanas ni le había
preguntado. Ella era libre de ir y venir junto con su compañera, sus
amigas más íntimas o incluso por si sola. Era una mujer feliz
porque hacía todo lo que quería sin que yo pusiera impedimento
alguno. Y, por supuesto, no iba a impedir que viese ese espectáculo
tan bochornoso. No iba a echarla.
—¡Me ofendió terriblemente!—gritó
y añadió— ¡Dijo cosas tan horribles que no puedo reproducir! ¡Y
me abofeteó!
Cuando dijo que lo abofeteó mi madre
rió bajo quizá porque sabía de quién se trataba. Las mujeres de
la tribu estaban más unidas que nosotros los hombres. Era curioso
como corrían unas a otras a contar todas las idas y venidas. Aunque,
por supuesto, Sybelle era la única que se mantenía algo alejada
junto con Rose. Ambas, las más jóvenes, parecían decididas a no
involucrarse demasiado en las disputas internas.
—Marius, no soy tu padre—dije con
una sonrisa algo burlona de la cual no me arrepiento en absoluto—.
De hecho, tú eres mayor que yo. ¿Por qué debería tomar parte de
un asunto que no me concierne?—pregunté con un tono
condescendiente.
—¡Eres el líder!—exclamó
golpeando la mesa provocando que la pluma que estaba cerca del borde
cayese.
—Eres el líder, el líder, el
líder... —respondí con un tono jocoso que provocó que mi madre
riera nuevamente. Entonces él la notó entrando en una cólera aún
mayor.
—¡No hagas burlas!—cerró los
puños sobre la mesa y se inclinó.
Deseaba que yo realmente hiciese algo,
pero no sabía qué podía hacer. No me burlaba porque sabía que
para él era un tema serio, sin embargo ¿yo que pintaba en todo ese
asunto? Nada.
—Marius, estoy aquí para problemas
serios—dije siendo conciliador—. Las nimiedades, por favor, las
arregláis entre vosotros sin que yo tenga que escuchar vuestras
malditas broncas de niños de cinco años—comenté incorporándome
de la silla recogiendo la pluma, para luego mirarle a los ojos con
esta en la mano—¿Recurro a ti cuando discuto con Armand? ¿Me ves
en tu puerta aporreándola porque Pandora se personó en mi despacho
para gritarme que soy tan terco como tú?—pregunté bordeando la
mesa para quedar tras su ancha espalda. Dejé la pluma sobre el
escritorio y lo aparté con cautela echándolo hacia atrás.
Finalmente me quedé frente a él mirándolo a la cara. Su rostro
seguía siendo el de un monstruo irracional— No—dije negando
suavemente con mi cabeza mientras me encogía de hombros—. No lo
hago. Por favor, tú no lo hagas tampoco.
—Y te haces llamar amigo, compañero,
hijo...—siseó herido y molesto.
—Marius, no puedo detener a
Bianca—comenté—. Ella está herida por muchos motivos—dije
intentando que asumiera quizá que lo había hecho para sentir que
otros también sufrían igual que ella—. Tú debiste comprender que
todo esto la ha trastornado y provocado que se sienta humillada.
—¿Y eso le da derecho a humillarme a
mí?—preguntó.
—Marius... te cuidó—dije
agarrándolo por sus fuertes brazos cincelados por sus viejas
actividades físicas. Aunque era un hombre de pintura y letras tenía
un aspecto envidiable. Siempre lo imaginaba vestido como iba con sus
esclavos y pupilos deseando escuchar sus sabias palabras, pero en ese
momento no era un hombre sabio o disciplinado. Sólo era un hombre
herido y apasionado que buscaba una venganza inútil.
—De eso hace mucho—dijo perdiéndose
en mis ojos.
—Sólo puedo decirte que todo esto
ocurre porque eres incapaz de ponerte en el lugar de otros. Eres
demasiado terco, airado y tremendista—mis palabras le hirieron
porque pude notarlo de inmediato en la dilatación de sus pupilas—.
No escuchas. Tienes el ego tan inflado que es imposible que escuches.
—¡Cómo te atreves a decirme eso!—se
zafó de mi agarre y empezó a gritar de nuevo.
—Te amo, Marius. Te amo muchísimo,
pero eres un idiota de manual con todas las mujeres—dije apoyándome
en la mesa mientras lo veía moverse por toda la habitación como un
animal herido y enjaulado.
—Lo confirmo—intervino mi madre.
—¡Cállese! ¡No hablo con
usted!—espetó.
—No, pero ha entrado en el despacho
de mi hijo gritando contra una amiga. ¿Qué se cree?—dijo sin
perder el tono. Parecía ajena a todo lo que sucedía pero echaba
leña al fuego.
En ese momento, para colmo de males,
decidió pegar un grito frustrado y marcharse dando un fuerte
portazo. El marco de la puerta se quebró y yo me llevé las manos al
rostro para intentar controlarme. No quería ir tras él para tomarlo
de la oreja como si fuese un niño. Mon dieu... él más de un
milenio mayor que yo.
—Madre, no debiste ser tan
brusca—dije cruzándome de brazos intentando encontrar una solución
a todo aunque no era mi problema.
—Hijo, he sido delicada—susurró
acercándose a mí para tomarme del rostro con cariño. Tenía las
manos heladas—. Busca hubiese sido si le pego tal patada que lo
hago volar por la ventana—murmuró para luego soltar una risotada
que hizo que la siguiera.
Lestat de Lioncourt
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