Debió ser terrible para el pobre Thorne.
Lestat de Lioncourt
La nieve fría crujiendo bajo mis pies,
helados y húmedos, me ofrecía mayor confort y sosiego que los
murmullos que siseaba Khayman, como si fuese el viento perdido entre
las ramas, en aquellas perversas noches. Las estrellas brillaban bajo
la densa oscuridad. Era más brillantes y atractivas que las que
escasas que todavía podían verse desde la ciudad. Los árboles
dificultaban a veces el poder emprender el Don de la Nube, pero aún
así no importaba en absoluto. Allí éramos felices hasta esos
tristes días donde toda la calma se convirtió en una tempestad.
—¿Qué ocurre?—pregunté
observando como mi compañero regresaba a nuestro asentamiento
perdido entre la maleza y una vieja ciudad indígena del Amazonas.
—Nada—respondió con la vista
perdida.
—Algo pasa. Puedo sentir que algo
pasa—murmuré.
Entonces la radio confirmó mis
sospechas. Mi canal regional que solía ofrecer música clásica
empezó a emitir un bando informativo. Hablaba de un fuego que estaba
consumiendo una de las discotecas más importantes de la ciudad de
São Paulo. La columna de humo era tan impresionante que ocultaba de
la vista los grandes rascacielos. Dentro muchos jóvenes había
sufrido grandes quemaduras. Solía ser conocida como una discoteca
para gente afín a un tipo de estética y música que solía ayudar a
que jóvenes vampiros, seres como nosotros dos, pasaran
desapercibidos.
—Has vuelto a hacerlo...
—Yo no he sido—dijo acercándose a
mí.
Las cenizas y el olor a carne quemada,
sangre y sudor lo delataba. Había sido él. No había otro. Él lo
había hecho con sus poderes mentales sobre el fuego. Khayman, aquel
sabio pacífico que yo admiraba, se había convertido en un monstruo
sediento que cometía los mismos pecados que su creadora y fallecida
enemigos: Akasha.
No pude delatarlo aquella vez. Sólo me
eché a llorar horrorizado. Fareed me había regresado la vista para
ver como todo se derrumbaba a mi lado. Mis latidos golpeaban con
fuerza dentro de mi pecho y la voz se reía satisfecho. Ya me había
advertido que si no lo hacía yo haría que otro lo hiciese por mí.
Me aferré fuertemente a mi compañero y él hizo lo mismo
acariciando mis largos cabellos pelirrojos.
—No se lo digas a Maharet...—rogó
rompiendo llorar también.
La música regresó y la noticia se
dispersó. Aún así podía recordar el número de muertos porque una
voz, la voz de aquel dichoso espíritu, la repetía como un mantra. Al fondo pude escuchar los pies rápidos y salvajes de Mekare agitándose en una danza extraña. Fue terrorífico y doloroso.
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