—Estaba ahí. Allí ante el dolor y
la desesperación de un mundo en continuas guerras. No importaba la
cadena donde emitieran noticias, pues todas hablaban de los distintos
conflictos bélicos que se extendían, como una plaga, por la faz de
la tierra. Los hombres empuñaban sus fusiles, se subían a sus
poderosos buques de guerra o conducían tanques destruyendo todo a su
paso. Los misiles, las bombas nucleares y las de racimo consumían
las vidas de mujeres y niños. El mundo temblaba. Ante mí tenía el
horror. No había visto cosa igual desde hacía miles de años. Su
horror era mi horror. Miraba inmóvil aquel espectáculo y sufría.
Puede que mi ambición de poder también sea peligrosa, pero es mayor
la del hombre. He visto en ellos, en los hombres, la deshumanización
absoluta—decía aquello subida en aquel trono. Las mujeres estaban
arrojadas a sus pies, adorándola como si fuera una diosa, cubriendo
sus pies de flores y sus senos desnudos con hermosos abalorios que
colgaban de su perfecto cuello.
Yo permanecía en silencio. Mis ojos
admiraban el horror de una mujer equivocada por completo. Ni siquiera
sabía cómo empezar mi elocuente discurso. Ante otros no perdía
jamás la fe en mis cualidades de orador, pero ante ella me sentía
empequeñecido y frágil. Pensé en mi madre, que jamás aplastó ni
odió a los hombres, y sin embargo luchó contra ellos cada día de
su vida. Ella, que mostró lo que es realmente una mujer firme,
fuerte y decidida. También pensé en Marius, tantos siglos dedicados
a cuidar a una mujer que decidió enterrarlo en hielo, y por
supuesto, claro que sí, en Louis. Pensé en mi adorado Louis. Sólo
podía pensar en él. Quería hundirme en pecho y que me consolara.
Mi alma sufría y mi cuerpo, que parecía ser venerado como el de un
ángel, se sentía sucio de todas las caricias que había recibido
por parte de las equivocadas mujeres.
Toda una isla destruida. No había ni
un varón. Ni siquiera respetaron a sus hijos. Cientos de cadáveres
ensangrentados cubrían las calles, plazas, casas y pequeños
escondrijos. Las niñas lloraban descalzas sobre la sangre de sus
familiares masculinos, y, sus madres, absolutamente enloquecidas,
alababan a la diosa que provenía del cielo.
—Muchas mujeres han entrado a formar
parte del cuerpo de élite de muchos ejércitos—intervine
intentando que viese que tanto un género como otro, fuese cual
fuese, siempre tenía equivocados—. ¿Qué hay de amazonas y tribus
femeninas que aplastan a los hombres con violencia?
—¡Insolente!—gritó—. ¿Acaso
quieres morir?—preguntó.
—No, mi hermosa Bella
Durmiente...—susurré.
Lestat de Lioncourt
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