Ashlar no lo conocí, pero hay documentos suyos para publicar.
Lestat de Lioncourt
En la Cata Magna de Talamasca rezaban
numerosas normas, las básicas eran tan sólo diez; sin embargo, como
en toda institución, las normas van modificándose y añadiéndose
con el paso de los años. Habían pasado siglos desde que los
primeros muros de las principales sedes se alzaron, llenaron de
información y libros prohibidos, para investigar a los diversos
seres que allí podían tener asilo.
Los conocía bien. Sabía que estarían
deseando de volver a cruzarse en mi camino; pero decidí esquivarlos
todo el tiempo y convertirme, frente a los humanos, en un hombre de
negocios con cierto carisma, amor a los inventos y una desmesurada
curiosidad hacia la nueva tecnología. No me aislé del mundo, no me
oculté como muchos otros seres sobrenaturales hicieron. Detestaba la
soledad y era para mí una profunda herida en mi alma.
Acepto que he tenido momentos de
gloria, pero también me he derrumbado. Ellos pudieron ayudarme; sin
embargo, decidí apartarme corriendo los riesgos de vivir plenamente.
Rogar a viejos amigos, cuando la mayoría ni siquiera sabían ya que
era un Taltos, era un peligro. Desconocía si la afabilidad de sus
viejos miembros, la bondad de sus pasadas acciones, y la aportación
que habían realizado a la memoria colectiva seguía ahí.
Cuando recorría las calles de Nueva
York, con aquel imponente gabán negro, pensaba en mi fortuna. Las
riquezas que había acumulado, como los míticos dragones, y que no
disfrutaba porque no tenía descendencia. Imaginaba mi vida como
humano, simple y dichoso, trabajando en las oficinas de cualquier
empresa. Sí, viviría con estrés, y, posiblemente al borde de un
ataque de ansiedad; pero al llegar a casa mi pareja se abrazaría a
mí, besaría mis labios y me haría feliz contándome las aventuras
que ella, o él, habían tenido por esta jungla de asfalto.
En ciertas ocasiones, como las fiestas
más celebradas o cotizadas por todos, me sentía más vacío y
solitario. No obstante, cumplía una función hermosa para la mayoría
de niños. Era como Santa Claus. Fabricaba hermosos juguetes en mis
fábricas, resistentes y baratos, que todo el mundo podía adquirir.
Ni siquiera los catalogaba para niños o niñas, adultos o pequeños.
Todo el mundo podía jugar con un cochecito, una pequeña y elegante
muñeca, un tierno peluche o un rompecabezas inmenso. Quería unir a
las familias, hacer felices a los niños, y sentirme querido de algún
modo. Si la gente amaba mis proyectos, en cierta medida, me amaba a
mí.
Un día, como otro cualquiera, vino a mi mente la frase de Talamasca: Vigilamos, y estamos siempre presentes. Me cuestioné si no había hecho lo mismo. Vigilaba a la sociedad, siempre estaba presente, y no formaba parte de ella como hombre, sólo como empresario. Me carcajeé y sentí que había acondicionado esa frase a mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario