Bien, hice que esos dos se pelearan...
Lestat de Lioncourt
Insensatez tras insensatez. Lestat
siempre fue un cúmulo de locuras, un saco de dudas existenciales que
no lograba saciar con un par de palabras. Él tenía que provocar un
gran desastre para poder sentirse realizado. Por eso, cuando cambió
su cuerpo por uno humano y lo perdió, no me sorprendió. No obstante
me sentí terriblemente molesto y exigí al resto que le diesen la
espalda. Quería que aprendiera la lección por si recuperaba lo que
había perdido, pues de momento muchos estaban en peligro debido al
alcance de sus poderes.
—No debiste ser tan duro—dijo
Armand sentado en un diván.
—Tenía que hacerlo—respondí de
inmediato.
—Has salido de entre las llamas de
esa choza repleta de libros y gasolina, para decirle que no le vas a
ayudar. Marius, ¿le ayudaste en algún otro momento?—sus ojos
castaños brillaron con malicia y yo bufé.
—Por supuesto. Apoyé la destrucción
de Akasha—dije algo orgulloso.
—Por supervivencia tuya, no
suya—argumentó.
Tenía puesto un hermoso traje negro.
Estaba sentado en el diván borgoña de mi habitación y sus piernas,
algo cortas debido a su escaso tamaño, rozaban las baldosas de
mármol. Tras él estaba la ciudad absolutamente despierta, luminosa
y llena de ruido. Me había instalado en aquella habitación en esa
isla de desenfreno.
—¡Cuándo lo abandonó su madre
estaba allí!—grité furibundo. No salía de mi asombro. ¡Cómo me
podía decir algo así!
—Como un buitre carroñero—susurró
con una sonrisa maliciosa.
Se incorporó y dio un par de pasos
elegantes, medidos y firmes. Parecía un ave funesta, un ser venido a
molestarme. Recordé el cuento de Edgar Allan Poe y lo maldije.
—¡A qué has venido!—pregunté.
—A observar como pierdes los
estribos—sonrió caminando hacia la puerta.
—¿Por qué no vas a ayudarlo?
—Porque ya se está encargando ese
tal David Talbot y toda Talamasca—me informó mientras giraba el
pomo y abría la puerta para pasar por el marco de esta—. No deseo
que me investiguen más, pero ojalá recupere ese imbécil el cuerpo
y te haga frente.
—Armand...—susurré agotado.
—Buenas noches, Marius—dijo.
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