Lestat de Lioncourt
El mundo está lleno de momentos
magníficos, llenos de una vida y una calidez mágica, aunque vivamos
en la profunda oscuridad y en ocasiones nos perdamos sintiéndonos
profundamente solos. Recuerdo cuando lo hallé inclinado sobre un
escritorio, con la mente dispersa y la pluma rápida. Sus ojos no se
apartaban del pergamino, pero su mente volaba por los cielos
nocturnos intentando imaginar cómo sería el rostro de Dios, si este
podría escuchar sus pensamientos y ruegos. Deseaba comprender si se
había equivocado al aceptar ser monje, pues no creía que una vida
perdida en una abadía pudiese compensar una vida en libertad, aunque
sin tierras ni honores como sus hermanos mayores.
Decidí secuestrarlo, encerrarlo en una
de las habitaciones que poseía mi fortaleza y acompañarlo en las
noches ofeciéndole comida suculenta, bien sazonada, con jarras de
vino y cerveza. Cuando lo hacía mi corazón se sentía invadido por
una pena terrible, un coraje atroz hacia mí mismo y un deseo
indomable.
Recordaba los viajes por Creta, el
viento acariciando mis rubios cabellos, el olor a mar, el sonido de
las olas rompiendo contra el casco del navío que cruzaba esas aguas
turbulentas y llenas de misterios. Era un marinero, un comerciante,
el hijo de un hombre importante y de la nada me convertí en esclavo,
sometido a la voluntad de una supuesta diosa y convertido en lo que
soy ahora. Revivía el calvario y me preguntaba si él, Benedict,
estaba sufriendo como yo lo había hecho.
Sin embargo, pasando las semanas,
mientras crecía con normalidad sus cabellos, él sonreía y
agradecía mis conversaciones. Las historias que contaba a él le
hacía sentirse vivo. Por mi parte, yo me sentía extremadamente
dichoso porque dejase el llanto. Pues cuando llora, cuando las
lágrimas bordean sus dulces mejillas, caigo en la cuenta que soy un
monstruo y siempre lo seré.
Hemos estado separados en alguna
ocasión, pero acepto que no puedo vivir sin él. Siento una opresión
malsana en mi pecho, como si largos dedos de unas garras siniestras
me atraparan el corazón. Acepto que le amo. Es la única creación
que amo de este modo. Daría todo por él y sé, para mi desgracia,
que él daría todo por mí. Cuando me convertí en el asesino de
Maharet, de una pobre ilusa que siempre hizo grandes acciones llenas
de virtud, él estuvo ahí apoyándome y ayudándome sólo porque me
amaba. Me convertí en un traidor y a él lo hundí conmigo, pero
nunca me lo ha reprochado.
En ocasiones, me miente. Sé que me
miente. No necesito ver sus lágrimas para comprender que la tristeza
lo cubre por completo. Quiero decirle que no lo haga, que respete la
verdad, pero luego comprendo que lo hace para que yo sea libre...
libre... ¿Libre? Ah, para él es libertad, si bien para mí son
cadenas. No puedo ser libre y estar en paz cuando sé que él sufre
horriblemente porque aún, pese a todo, sigue creyendo que es un
monstruo, que Dios le ha dado la espalda y que algún día pagará
por sus pecados.
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