En fin, que se aclaren estos dos...
Lestat de Lioncourt
—Todo ha ocurrido de nuevo.
Escuché sus palabras sorprendiéndome
de su presencia. Había escuchado sus pasos, así como el latido de
su corazón, por toda la avenida. Estaba desierta. La lluvia y el
frío nocturno, de este otoño pluvioso y cruel, estaba logrando
encerrar en sus jaulas de hormigón y cemento a todos los humanos. Se
ocultaban en los nichos modernos que eran los altos y grises
apartamentos, los cuales cada vez se asemejaban más unos a otros.
—Pero no del mismo modo—respondí.
Mis enormes ojos castaños se perdieron
en los suyos. Me había girado hacia él para verlo bien. Tenía un
aspecto juvenil, algo desaliñado, en comparación conmigo. Él
seguía usando los pantalones algo amplios, casi caídos, y
desgastados por los bajos. Tenía una sudadera cualquiera, algo
gruesa, de color gris plomizo y una chaqueta tejana de solapas
forradas en lana. Faltaban sus enormes gafas de pasta para volver a
ser mi Daniel, pero eso no importaba. Estaban esos impresionantes
ojos violáceos recorriendo mi rostro.
—Aún así, volvemos a tener la culpa
por desinteresarnos por el pasado, el cual tiene proyección en este
presente y en cualquier futuro—dijo metiendo sus grandes manos en
los bolsillos de los pantalones.
—Sí, tienes razón—susurré.
—Debí investigar—me sorprendió
esa afirmación. Parecía seguro de sí mismo. Quizá creía que él
podía haber dado con la clave del problema, pero ni siquiera
Talamasca logró hacerlo. ¿Cómo lo iba a hacer él?—. Siempre he
amado saber qué hay más allá de la punta de mi nariz.
—Has estado ocupado—dije—. No te
fustigues más.
—¿Ocupado?—murmuró antes de
echarse a reír a carcajadas.
—Perdiste algo más que el tiempo,
Daniel—coloqué mis manos enguatadas en cuero negro sobre las
solapas de su chaqueta. Yo vestía un traje formal de Armani con un
elegante chaquetón de paño negro. Era como ver a un joven
empresario con insuflas de dios sabe qué—. Dejaste de ser tú—mi
voz se quebró unos segundos y carraspeé—. Te convertiste en un
ser decrépito lleno de miedos.
—Precisamente, esos miedos debieron
impulsarme a encontrar la verdad, a investigar—frunció el ceño y
me tomó de las caderas. Amaba que lo hiciera, pero no iba a ser
estúpido y decírselo a viva voz.
—El miedo coacciona siempre—aseguré.
—A Lestat no—dijo.
—Lestat es distinto—dije riendo
disimuladamente—. Se vuelve valiente cuanto más miedo tiene pues
busca la forma de escapar del aplastante problema, saliendo airoso y
logrando a su vez, aunque parezca imposible, salvar a los que ama.
Lo había visto actuar decenas de
veces. Podía palpar su miedo, pero era un miedo distinto al de los
demás. Un miedo que le llevaba a enfrentarse a todos porque su mayor
miedo era el fracaso y el desconocimiento.
—Supongo que tienes razón—susurró
dando un paso hacia mí, pegándose más a mi figura.
Llovía. No llevábamos paraguas.
Estábamos empapándonos. ¿Importaba? No. En ese momento no
importaba nada excepto su fragancia. Olía a bar, a sudor de
discoteca, pero no me interesaba saber dónde había estado. Tenía
las mejillas sonrosadas, así que se había alimentado. Era mi
Daniel. Volvía a ser parte de mi historia, ¿pero hasta cuándo?
—Daniel, ¿por qué has venido a
pasear conmigo?—pregunté asombrándome por decir algo como
aquello.
—No lo sé—dijo encogiéndose de
hombros—. Tal vez no hay motivo.
—Siempre hay un motivo—sentencié.
—¿Eso crees?
Una risa nerviosa se escapó de sus
labios y me dio la impresión de estar frente a un adolescente.
Daniel era muy joven, aunque no tanto como yo, cuando le di mi sangre
tras empeñarse en que debía ser inmortal. Estaba obsesionado. Sin
embargo, una vez se la ofrecí todo desencadenó en una tragedia tras
otra.
—Por supuesto—murmuré.
Me había quedado perdido en sus ojos,
pero cuando aprecié que se inclinaba a besarme bajé los párpados.
Acabé aferrándome a las solapas de su chaqueta, asiéndolo hacia
mí, entretanto abría la boca para recibir un beso cálido de su
parte. Un beso que acabó con su lengua palpando la mía, mezclando
su sabor con el de mi saliva, provocando que un calor sofocante
recorriera todo mi cuerpo. Se cortó la lengua, pude apreciarlo, y me
ofreció su sangre. La lluvia seguía cayendo, el murmullo de las
gotas salpicando era la mejor canción romántica de todos los
tiempos, y por un instante me olvidé de todo lo que habíamos
vivido. Volvíamos a ser Armand el vampiro que perseguía por
distintas ciudades, de distintos países, al periodista que tuvo la
oportunidad de entrevistar a un viejo amigo, compañero y amante.
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