Lestat de Lioncourt
Ya no me importa nada.
Sólo quiero soñar.
Soñar con algo que no existe.
Ya no me importa nada.
No quiero nada.
La nada será mi acompañante,
las nupcias serán esta noche.
Quiero transportarme lejos.
La nada, la nada.
Muchas veces he repetido esas palabras
en el fondo de un pozo oscuro y casi sin aliento. Era como hundirse
en la brea o en pavimento ardiente. Mis ojos estaban vendados por el
dolor y mi alma parecía atada a un pesado lastre que se hundía por
un mar podrido, que olía a muerte y locura. Mis manos, temblorosas,
intentaban hallar vestigios del hombre que fui, del príncipe y
primogénito que fui... del amante y del orador... No hallé nada.
Sólo susurros. El murmullo de una fuente era lo que creía poder
apreciar, como si fuese agua limpia discurriendo cerca de mi cuerpo y
siendo transportado a otro lugar, uno más plácido y hermoso.
Lloraba. Más bien me lamentaba. Ella
se había marchado dejándome atrás en aquel país frío, violento y
lejano. Moscú no fue un buen sitio para una despedida cálida. De
hecho, fue más fría que la propia nieve. Me quedé allí con mis
joyas, los vestidos de seda y los perfumes caros. Los baúles se
llenaron de recuerdos pesados y hermosas reliquias que nadie querría.
Mi diosa me desamparaba. Los poemas de amor, escritos con todo mi
corazón, habían sido despreciados. Yo le daba miedo, la aterraba,
porque el propio amor la anulaba. Que alguien la amara hasta el
último gramo de su ser la aturdía.
Ella era mi amante, mi amiga, mi madre
y mi compañera. Yo era esclavo de un amor sincero y ella nunca fue
sincera del todo. Jamás dejó de amar a un cobarde, hipócrita y
artista del engaño. No sé como la convenció que cambiaría, pero
los déspotas no cambian. Nunca cambian. Y yo me quedé allí
aceptando sus deseos porque esperaba que fuese feliz. Sin embargo,
algo me decía que jamás lo sería, que él no se presentaría, que
el rencor y el odio aumentaría y mi dolor, el dolor de tantos
amantes con tantos otros nombres, surgiría.
Regresé a la India. Me presenté como
el descendiente perdido de ese príncipe que adoraban. Me llenaron de
flores, perfumes e hicieron fiesta. Aplaudieron mi regreso como si
fuese la reencarnación de mi propio antepasado y me dieron sus
riquezas llamándome con el mismo nombre. Nada más. Era un dios y un
dios que había sido benévolo con sus sirvientes, a los cuales les
dio lujos y terrenos a cambio de custodiar su lugar de descanso.
Nadie tocó mi puerta, ni me alertó.
Sólo me dejaron dormir mi pena y la pena me consumió como una
vela. Pero ella volvió. Tras siglos lo hizo diciéndome que Akasha
atacaba, que estaba dispuesta a todo, y yo la miré como quien mira a
una aparición. Me negué. No iba a colaborar. Sólo me quería usar
como me usó cuando era un tonto enamorado. Algo en mí me exigió
que me desintoxicara de esa falsa creencia que ella me amaba. Pero
años más tarde fui yo el desafortunado. Desperté de nuevo, quemé
a jóvenes en Calcuta y en otras partes de la India. Entonces ella me
permitió llorar aferrado a sus faldas y el sueño, ese pesado sueño,
al fin se hizo trizas.
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