Julien es mi gran polo opuesto, pero le admiro por el amor que tenía hacia Richard.
Lestat de Lioncourt
—¿Qué haces?—pregunté
acercándome al tocador donde cepillaba su larga cabellera oscura. El
cepillo se deslizaba por las elegantes ondulas de su cabello.
Sus labios, pintados con un carmín
intenso, tenían una sonrisa pérfida que incluso llegaba a
cuestionarme si estaba frente a un ángel, un demonio o simplemente
el ser que amaba se hallaba tramando un malicioso plan en mi contra.
—Te ignoro—respondió cerrando los
ojos para luego tomar una de sus brochas de pintura. Comenzó a
aplicarse la base mientras yo colocaba mis manos sobre sus delgados
hombros.
Sólo tenía un camisón escueto, el
cual sólo le llegaba por la mitad de sus torneados muslos, de dos
tiras delgadas muy finas.
—Te sale bien—dije hundiendo mi
rostro en el recodo de su cuello hacia su hombro derecho. Mi nariz
chocó con su oreja, de la cual colgaba unos pendientes de perlas
hermosos engarzados en oro blanco, y mis labios rozaron su piel. Me
quedé absorto en la imagen que proyectábamos en el espejo.
Se detuvo. Dejó el pincel de pintura
sobre la polvera y se giró dejando cierta distancia. Sus largos
dedos se movieron por mi corbata anudándola bien, pero de repente se
entristeció. Algo en su rostro se llenó de amargura. Quería
llorar, lo noté. Aprecié sus ganas de ponerse a llorar tan
profundamente que no dudé en caer de rodillas.
—Aprendí de ti—chistó.
—Mi corazón es tuyo. Mi fidelidad es
tuya—dije tomándole de las manos.
—Y de tu mujer así como de
cualquiera de tus putas—su voz se quebró y las lágrimas bordearon
sus mejillas.
—No lo comprenderías—contesté.
—Nunca lo comprenderé aunque me lo
expliques mil veces, pero aún así estoy aquí vestido de fantoche,
convirtiéndome en tu fetiche, viviendo una vida de mentiras,
sonriendo a quien me mira para que no aprecie mi dolor y dejando que
mis gemidos suenen cerca de tu oreja. Soy la puta más barata que
tienes, pues la compras con un par de flores, caricias y unas
promesas que no vas a cumplir. Julien Mayfair, eres el ser más
terrible que conozco—aquello sonó peor que una bofetada.
Lasher surgió en el espejo mirándonos
a ambos. Llevábamos el mismo traje gris humo, la misma corbata
negra, la misma camisa blanca y los mismos gemelos de oro. Éramos
dos seres perfectos, de rostros diferentes y miradas profundas que se
miraron unos instantes. Él poseía mi cuerpo, él le daba sentido a
mi “virilidad” autoimpuesta y a mis abrumadoras noches de
bourbon, whisky y brandy. El hombre sensible, ese que leía poemas
para que su alma triste no terminase de suicidarse, mientras la
música sonaba en su gramola era enteramente suyo. Era de Richard.
—Nunca...—repetí mirando sus ojos
castaños.
—Y aún así estoy para ti—dijo
girándose para cubrir las imperfecciones del maquillaje.
Me odiaba. Odiaba no poder contarle
tantas cosas... ¡Tantas que serían demasiado crueles!
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