Las cosas claras, según Armand.
Lestat de Lioncourt
Querido Maestro:
¿Por dónde comienzo la carta? ¿Por
el principio o por el final? ¿Por las lágrimas amargas o aquellas
que saben a libertad? ¿Lo hago en el punto aquel lleno de esperanza
antes que la pisotearas? ¿Dónde comienzo? ¿Dónde caigo? ¿Cuál
es el motivo o la necesidad que me lleva a esto? No lo sé. Quizá
porque he vuelto a verte hace unos meses y he vuelto a sentir como me
ignorabas. De nuevo he esperado demasiado de ti. Tu virilidad
impuesta por ti mismo, esa que llevas con garbo frente a los demás,
nos ha separado y dividido en dos continentes opuestos. Llámame
dramático, hazlo. Ten la poca vergüenza y hombría de hacerlo.
Cuéntales a todos que tu querido
Amadeo te ha enviado una carta para decirte que se avergüenza de ti,
que te rechaza e implora respeto que tú ya le ofreces. Diles a todos
que soy un maldito niño caprichoso. Explícale que sólo me lamento,
pero que no hago esfuerzo alguno por levantarme. Pero también diles
como me dejaste abandonado siglos aguardando tu llegada. Coméntales
que me viste rezar por ti, a un Dios que nadie conocía, rogando que
llegaras a mi encuentro con vida y me arrancaras de la tremenda
soledad, oscuridad y pánico que me envolvía. Grítales a todos con
energía, con esa que tienes cuando la desfachatez provoca que caiga
tu divina máscara, para que comprendan la clase de bestia que eres.
Tú, el hombre. Yo, el niño. ¿No es así? Un niño vestido con
divinos ropajes pero con una mente demasiado adulta, oscura y formada
para que tú, mediocre y astuto a la vez, puedas manejarme como si
fuera tu jodida marioneta.
No soy tu puta, ni tu esclavo, ni tu
niño perdido... No soy el muchacho que compraste por unas monedas,
ya que estaba febril y moribundo. Ni soy el que complaciente te abría
las piernas en aquella mansión veneciana. Tampoco el que vestiste
con las mejores sedas y engarzaste sus dedos con joyas creyendo, o al
menos pretendiendo, que con eso tuviese todo. Una jaula bonita de oro
para el ave más exótica, ¿no es así? Tu pelirrojo, tu niño
encantador, ese que obediente besaba tus manos y lloraba cuando te
marchabas. No lo soy. No debí serlo. Ahora lo sé y me lamento. Me
frustra saber que fui tan estúpido y despreciable. Si bien, no
llegué al punto que tú has alcanzado. Te alzas como rey de la
ofensa cuando te digo la verdad a la cara. Debería escupirte y que
esa saliva fuese ácido para que corroyera lo único que posees de
hermoso.
Marius Romanus, ¿verdad? Pues yo he
dejado de ser Armand de Romanus. Me libero de ti. Olvido tus
grilletes. Y ni siquiera te das cuenta que me he ido, que he abierto
las alas que tú creías cercenadas y me he impuesto ser feliz.
Mírame. Soy Armand el Ruso. Soy el niño que fue arrancado de su
familia. Soy el joven pintor que iba a ser recluido como monje. Soy
el esclavo de mis creencias, las cuales no sé si son ahora tan
absurdas como lo eran antes. Prefiero ser eso. Prefiero convertirme
en la bestia negra que asola Nueva York cuando un joven vampiro entra
en mi territorio. Asumo el poder y la maldad, me deleito con mi
pequeña corte, y me alzo entre las ruinas. Tú, que has matado a
Santino por venganza, no te mereces ser llamado maestro. Sólo me has
enseñado ira, rabia, mentira, desprecio y como se rompen las
promesas sin importar nada ni pedir siquiera disculpas falsas.
No pises de nuevo mi casa. No ensucies
mi suelo. Aléjate. Serás recibido como cualquier otro cuando Lestat
lo crea oportuno, pero mientras ni se te ocurra acercarte a mí o a
los míos. Querido maestro... ojalá sufras lo mismo que yo.
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