Hay cosas que él escribió en un diario y Eleni lo posee...
Lestat de Lioncourt
—¿Por qué lo hiciste?—preguntó.
Había desafiado a Armand. Me juró y
perjuró que si tocaba una nota más en mi violín me amputaría las
manos, del mismo modo que lo quiso hacer mi padre. Aquello no me
detuvo. Simplemente hizo que me irguiera y comenzara a tocar con
tesón. Si bien, ella no preguntaba por ello. Ella me cuestionaba el
motivo por el cual eché a Lestat del local exigiendo que me
abandonara.
—Quería que sintiera el mismo
desprecio que él me había hecho sentir—respondí.
Un desprecio a sus deseos, sus
necesidades, su silencio de mortuorio como si todo el mundo debiese
estar ante un féretro...
—Y ahora te vuelve loco que no esté
aquí. Has perdido el juicio y sólo lograrás que Armand te mate—me
recriminó.
—Que me destruya si quiere, pues mi
alma ya salió ardiendo como Roma a manos de Nerón—dije alzando el
rostro, aunque no la miré. No podía ver el rostro de Eleni. Ese
rostro me torturaba. Sus expresiones amables y dulces, como las de
una madre bondadosa, me hacían recordar que la mía jamás me amó y
que siempre fui un paria entre los parias.
—Nicolas...
—Fui criado para ser una bendición,
pero me convertí en la oveja negra de la familia cuando dejé mis
estudios de derecho—confesé—. Sólo quería ser libre, hallar mi
lugar en este mundo, y lo encontré junto a un violín—cerré los
ojos echando la cabeza hacia atrás, golpeando suavemente y con ritmo
la pared recubierta de madera de mi jaula. Estaba allí, en una
especie de celda que Armand había hecho especialmente para mí, y
nadie podía sacarme porque se arriesgaban a ser quemados—. ¡Qué
despreciable! Ni siquiera añadí un bastardo a la familia venido del
vientre de una puta pueblerina como hizo él. ¡No! Sólo quise tocar
el violín y aquí me tienes. Ni siquiera el violín sofoca mi dolor.
—Vete, búscalo.
—¿De qué me servirá?—pregunté
mirando mis muñones—. Eleni, aunque Armand me regrese las manos,
no solucionará el desasosiego de mi pecho. A pesar que él regrese o
yo lo encuentre, tras liberarme de esta carga que me ata al teatro,
no lograré nada. Es absurdo.
—¿Por qué?—se acercó a los
barrotes y los agarró. Nuestros ojos se encontraron y yo suspiré.
—Porque no puedes obligar a nadie a
que te ame—respondí—. No puedo obligar a que él lo haga.
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