Un nuevo recuerdo de Lasher.
Lestat de Lioncourt
El humo de la pipa se extendía por
todo el pasillo endulzando el ambiente con su detestable aroma. Sus
pasos sonaban sosegados, elegantes y contundentes; podría decirse
que pisaba con la misma fuerza que sus ojos azules. Algo en él había
cambiado y yo podía apreciarlo. Estaba más decidido que nunca
averiguar la verdad. Ya no era un niño al cual usar como títere,
sino un adulto con algunas canas otorgándole una nota de distinción
a su enrizada cabellera negra bien peinada. En el regazo de su brazo
izquierdo llevaba un ramo de rosas recién abiertas y poseía un
hermoso papel color negro con un lazo tan rojo como los pétalos de
estas. El traje era nuevo y le sentaba como un guante, pues su sastre
era el mejor de toda la ciudad.
Al llegar al hall de la mansión se
colocó la pipa entre sus labios, la pellizcó con sus dientes, y
buscó su juego de llaves para cerciorarse que la llevaba, así como
tenía la cartera en el interior de su americana. Después abrió la
puerta y se marchó dando un suave portazo. El sol incidió rápido
en su rostro y él sonrió tomando la pipa con la diestra, echando el
humo por la nariz y posiblemente pensando en ese amante que tanto le
reconfortaba.
Decía que le hacía sentir vivo. Eso
decía. “Vivo”. ¿Acaso alguna vez estuvo muerto? Tal vez lo
estuvo en su conciencia. Discretamente había cambiado sus
sentimientos hasta que al final había estallado todo como cuando la
dinamita abre la entrada de una mina. Supongo que eso podía explicar
que se escapara temprano del trabajo en algunas ocasiones y no
regresase pronto para almorzar.
Me situé a su lado y caminamos juntos
por el jardín. Pude escuchar como tarareaba el último vals que
habíamos bailado. Digo habíamos porque usé su cuerpo y fue
espectacular, pues creo que deslumbramos en el salón de baile a
todas las damas presentes. Claro que él no había sido plenamente
consciente, pero la melodía se había quedado de algún modo
adherida a su alma.
—¿Por qué lo amas?—pregunté con
cierta curiosidad.
—Otra vez tú con tus preguntas
estúpidas—respondió enseriando sus facciones.
—¿Por qué te molesta decirme lo que
ocurre?
—Impulsor, dices que amas a la
familia y no puedes entender esta clase de amor—dijo sin siquiera
mirarme.
Tenía ya más de sesenta años, aunque
no estaba seguro si ya había cruzado los setenta. A mí eso no me
interesaba, pues el tiempo que tenía con él lo bebía a grandes
sorbos hasta emborracharme.
—Es porque a mí nunca me han amado.
Mi respuesta hizo que girara el rostro
y me observara minuciosamente durante unos segundos. Creo que sintió
lástima por mí, pero pronto suspiró y volvió a sonreír oliendo
las rosas. Sabía que estaba pensando en ese muchacho de rostro dulce
y piernas demasiado largas. Lo envidié. Envidié que pudiese saber
lo que es amar y me juré que al regresar amaría, pero finalmente no
logré más que un nuevo calvario.
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