Lestat de Lioncourt
Me encontraba sentada en aquella
deleznable pieza. Observaba por la ventana los copos de nieve caer.
Era como aquellos días, tan fría y tan lóbrega. No obstante, al
menos tenía leña en la chimenea para encenderla y calentarme las
manos. Si había ido hasta donde se encontraba mi hijo era únicamente
por el único deseo de conversar unas pocas horas con él, pero no se
hallaba en el castillo. El silencio era sobrecogedor, pero a la vez
sentía que todos los recuerdos me hablaban.
Por un momento creí haber regresado al
pasado cuando me quedé perdida en el ilustre pendón que colgaba de
la pared. El símbolo de los Lioncourt, un pequeño león con las
patas delanteras levantadas, se veía como antaño pero sin los
rasguños del paso del tiempo. No entendía como mi hijo había
reproducido todo, aunque había muebles mejores y luz eléctrica.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia
atrás mientras mi cuerpo se intentaba relajar en el sofá. Con mi
mente prendí la leña y dejé que esta comenzara a caldear la
habitación. Mis botas sucias habían dejado huellas por el hall, el
pasillo y el enorme salón donde me hallaba; las mismas botas que
tenía sobre el coqueto revistero mientras intentaba relajarme.
Habían pasado muchas cosas y aún así
todo parecía igual. El mundo estaba regido por los hombres y las
mujeres estaban empezando a convertirse en locas fanáticas como
Akasha. Algunas empezaban a exigir recato a las demás porque mostrar
su cuerpo era exponerse al patriarcado, a sus deseos y necesidades, y
eso me recordaba a los mensaje que el asqueroso párroco lanzaba en
la iglesia. Hablaba de pecado, depravación y necesidad de ocultar el
cuerpo de forma recatada para que los hombres no pecaran. Nosotras
teníamos la culpa, pues nosotras nos mostrábamos lozanas y fáciles
de alcanzar. Era curioso que ahora algunas feministas empezaran a
esgrimir esas mismas consignas entretanto otras se desnudaban,
mostrando sus pechos al aire y sus piernas desnudas, para exigir
libertad porque se sentían oprimidas. Sentía que era un duelo de
doble moral, de doble forma de entender el mundo y muchas estaban en
el centro intentando sobrevivir.
Recordé como él me golpeaba con el
bastón furioso por haberse quedado ciego, pero eso intentaba que no
lo viesen mis hijos. Una vieja historia que también se repite hoy
día en algunas viviendas, las mismas que muchos conocen e ignoran
porque “son asuntos de familia”. Debí haberme ido antes, huyendo
con un hombre que realmente me desease, pero me quedé porque era mi
deber. Además, él era un pobre imbécil y aguardaba su muerte para
liberarme. Al final le llegó la hora creyendo que yo ya estaba
muerta.
El crepitar del fuego hizo que abriese
nuevamente los ojos y me quedase observando como las llamas danzaban.
Amaba bailar cuando era una niña, ir a recitales de teatro y
aferrarme al brazo de mi padre sintiendo que siempre me protegería.
Fui una estúpida. Él creyó que podría darme un futuro digno este
marqués y por eso él se fue a Italia, a llorar la muerte de mi
madre, y una vez allí no duró demasiado. No pude ir siquiera a su
funeral, pues tenía que hacer de digna esposa y parir a los siete
vástagos que logré concebir.
La vida de una mujer de mi época no
valía nada, pero ahora tampoco lo es. Siguen oprimidas y esto es
gracias a la religión. Esa religión machista impuesta a golpes para
someter a la mujer a su esposo y nada más. La hegemonía del varón
frente a su esclava. Ojalá la liberación de esta secta católica,
como de otras tantas, llegue pronto porque con ello llegará la
liberación de la mujer.
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