Admitamos que Julien tenía labia.
Lestat de Lioncourt
Inesperadamente al abrir la puerta de
su apartamento, pequeño y para nada diáfano, encontró aquellas
flores sobre el escritorio que usaba para comer y estudiar algunos
libros que lograba adquirir con gran esfuerzo. Las flores eran
frescas y reconocí la banda lavanda de su floristería favorita.
Junto a las flores había una nota doblada que dudó durante unos
segundos en tomarla y leerla. Al final, lo hizo.
Reunió fuerzas, respiró profundamente
y se encaminó al escritorio para tomarla. Eso sí, primero acarició
algunos pétalos de las diversas flores que allí estaban reunidas,
en un ramo heterogéneo y abundante. Después agarró la nota y se
sentó a leerla. Sus manos temblaban, las letras se emborronaban
mientras leía y acabó llorando. Algunas lágrimas salpicaron el
papel, pero este se reproducía una y otra vez con la voz del hombre
que le había robado el corazón, por no decir el alma y todos sus
pensamientos cuerdos.
«Desnudé tu alma más allá de la
primera capa, inoculé tu recuerdo en cada pensamiento y dejé que el
virus nos contaminara a los dos. La droga del amor se convirtió en
lo único que teníamos para combatir los malos momentos, la tortura
de una sociedad ciega y convulsa en años difíciles, oscuros e
imposibles para que germinara cualquier sentimiento que no fuese
odio, decepción, soledad y desarraigo. La sociedad que yo conocía
no era la misma en la cual naciste, la diferencia era abismal entre
ambos y aún así me tomaste de la mano, me sonreíste y decidiste
manchar de carmín mi boca; la misma boca con la cual te he recitado
canciones como si fueran poemas, te he dicho reproches para que te
embravecieras y he confesado el tormento que sentía cuando te
hallaba lejos de mis brazos, del borde de mi cama o no escuchaba tus
tacones marcando un compás casi sagrado.
Aquí me tienes con los brazos
abiertos, el alma en un puño y las lágrimas convertidas en flores.
Me tienes de rodillas, rogándote que me creas, porque tal vez no soy
el mejor de los hombres, ni el perfecto amante y ni mucho menos el
honesto hombre de negocios que todos ven. Tras mi fachada de hombre
con carisma, de soberbio y filibustero hay un pobre diablo que sólo
piensa en tu sonrisa, en el encanto de tus pensamientos y en la
pasión de tu mirada.
Me tienes en tus manos suaves y
perfumadas. Lo sabes. Me tienes ahí, al alcance de tus dedos y a un
sólo “te quiero”. »
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