Liita posee un par de pianos, sabe tocarlo, y uno de ellos se llama Lestat. Estuve presente cuando Lestat llegó a su vida y lo feliz que era con este piano. A ella le gustan las historias sobre música, historias agradables o trágicas, pero sé que la música siempre va con ella.
El pianista
La melodía lejana de un piano hacía
que la lluvia se escuchara más salvaje, la dulzura del ayer caía
sobre un presente temible. El último pétalo de la rosa caía
bailoteando en el aire hasta caer sobre las manos frágiles del
pianista. Sus ojos ávidos de esperanza dejaron caer sus párpados
hacia una sensación injusta de dolor en su quebradizo corazón. La
melodía no paró, como si fuera el murmullo del discurrir de sus
pensamientos. Malas críticas para sus obras más geniales y
genuinas, donde había mostrado su alma y dejado sin piel ni huesos
su cuerpo.
Por cada tecla una lágrima, por cada
partitura un sueño roto, y por cada no un paso hacia la tumba. Sin
embargo, él se había empeñado en tocar su última pieza. Tenía ya
treinta años, una salud pésima y su frágil corazón pendía de un
hilo. Se agitó al escuchar los pasos por el pasillo, incluso creyó
ver la sonrisa dulce de la mujer que más amo intentando
reconfortarlo. Pero tan sólo era la cortina moviéndose enrabietada.
Después de terminar de tocar sintió
su aroma. Se levantó corriendo hacia su cuarto pero allí no había
nada, sólo cajas apiladas esperando ser llevadas a beneficencia.
Cayó de rodillas llorando hasta que se llevó una mano al pecho. No
pudo soportarlo más y murió en soledad, con los recuerdos.
Años más tarde otras manos tocaban la
pieza que tituló “Canción de cuna para un ángel”, la melodía
que él tocó el día de su muerte en honor a la mujer que más amó,
su hija de cinco años fallecida por una larga enfermedad difícil de
superar por él y por su esposa. Entre el público los ojos café de
una mujer delgada se llenaban de lágrimas, podía ver en el
escenario al pianista bailando con su pequeña.
La niña vestía de azul como en el día
de su quinto y último cumpleaños, estaba subida sobre los pies de
su padre y ambos sonreían. Al fin se habían vuelto a encontrar en
un día que también llovía con furia, quizás el clima tan sólo
estaba intentando lavar con caricias el rostro de una madre
compungida.
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