Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 28 de abril de 2013

Ma mère


Cada vez que recuerdo aquella noche un escalofrío recorre mi columna vertebral y mis manos tiemblan sintiéndose calientes. Mis ojos jamás habían contemplado mujer alguna como ella. Sus senos eran firmes, algo pequeños, blancos como si los hubiese empolvado y con un aroma delicioso que provocaba el deseo de cualquier hombre. Sus pezones eran diminutos botones que parecían querer deshacerse en mi boca. Eran tan rosados y suaves como sus mejillas sonrosadas. Recuerdo que comparé con guindas sus labios como si fuese pleno verano en su rostro, pues sus ojos azules igual que el cielo me entumecían en un sueño similar al de Shakespeare. Por ello, cada vez que la recuerdo desnuda y agitada, con sus piernas algo cerradas y flexionadas, siento deseos de penetrarla hasta hacerla gritar como aquella noche.

Cuando la transformé en mi hija desconocía quien era en realidad, pese a los años que habíamos vivido juntos y sus sonrisas algo frías mientras me contemplaba jugando. Ella era mi madre y yo me convertí en su padre. Provoqué que la libertad del Don Oscuro la hiciera una mujer diferente, o quizás libre, deseando acariciar la locura con la punta de sus finos dedos. Sus cabellos dejaron de ser cenicientos y cobraron un tono más dorado, su rostro demacrado se convirtió en el de una hermosa muñeca de porcelana, su estrecha cintura se hizo más evidente al colocarme ropa masculina y sus piernas parecían bailar sobre los tejados. Pero lo más impactante fueron sus ojos y como me miraba.

Ella inspeccionaba el mundo como si fuese la reina de una selva, ya no de un jardín, y se dispusiera a domarlo para sus propios beneficios. Reía colándose en las casas ajenas, probándose la ropa de burgueses que habían decidido subir hacia la pomposidad de la nobleza, tocando las pelucas bien peinadas de aquellos que habían decidido esa noche salir de fiesta sin ellas, jugando entre las sábanas de camas inmensas y brincando sobre muebles tan caros como maravillosos. Sin embargo, los momentos más increíbles eran cuando se detenía frente a los jarrones repletos de flores, las pequeñas plantas interiores y los cuadros que representaban el mar, ríos o lagos.

Entré tras ella en una lujosa mansión en el centro de París. Era un pequeño palacete en realidad, tenía hermosos balcones de hierro negro cargado de flores que perfumaban todas las estancias. Las cortinas se movían suavemente como si fuesen la tela de un fantasma. En el salón habían hermosos divanes, sofá de terciopelo recubiertos de pan de oro en sus patas retorcidas y cómodos brazos, un hermoso reloj de pie que movía suavemente su péndulo generando un murmullo mágico, unos enormes jarrones con rosas recién abiertas, alfombras delicadas y pequeñas mesas que sostenían algunos libros que aún desconocía. Poseía una alcoba principal digna de un rey. Las colchas eran de seda y el colchón parecía mullido. Había un tocador repleto de perfumes y maquillaje en polvo. El guardarropa era una delicia, tanto el del hombre como el de la mujer, y ella se deshacía en elogios ante las telas, estampados y costuras. Pronto se desnudó para probar algunas de aquellas lujosas prendas mientras yo reprobaba su comportamiento.

-Es una locura, madre-dije entrando en la habitación sin permiso.

-Me siento como una niña. Es igual que cuando nadie me veía y me escapaba a las cuadras-susurró acariciando la camisa abierta de aquel hombre, muy menudo y de hombros estrechos.

Me aproximé a ella quedando tras su espalda mientras provocaba que la camisa cayera. Sus pechos parecían delicados y perfectos como si fuese una jovencita. Ella a penas tenía cuarenta años, pues las mujeres de su época se casaban demasiado jóvenes y morían rápido debido a los embarazos. Una vida dura que en ella no había hecho mella con sobrepeso, pues su cuerpo era delicado.

Mis labios rozaron su esbelto cuello, pues se había recogido el cabello con cierta gracia intentando despejar su rostro, mientras mis manos acariciaban suavemente sus hombros. Ella quedó confusa con sus manos sobre su vientre, las cuales pronto acabaron sobre las mías apartándolas de su figura. Con cuidado giró su silueta quedando frente a mí mostrándose aún más apetecible. Sus ojos eran los de una fiera salvaje y sus labios estaban entreabiertos. Compadecí a mi padre por su ceguera, la cual terminó agarrando por sífilis. No comprendía como un hombre podía estar con las fulanas del pueblo teniendo una mujer mucho mejor en su cama, pero después con los años le comprendería porque yo tenía la sangre demasiado caliente y una libertad insaciable idéntica a la de mi madre.

-¿Qué se supone que haces?-preguntó cubriéndose con sus brazos mientras daba un par de pasos hacia atrás, intentando en vano alejarse de mí.

-Hacer algo que deseo- susurré tomándola de la cintura antes que pudiese huir-. Pues en realidad ya no somos lo que éramos, los juicios morales no sirven de nada, y ya estoy más que condenado.

Me aproximé más a ella rodeándola con deseo. Mis labios buscaron los suyos contaminándola mientras se retorcía igual que una serpiente de cascabel. Podía sentir sus muslos rozar mi entrepierna completamente endurecida con tan sólo oler su perfume y sentir el contoneo de sus caderas.

-No- colocó sus manos sobre mi torso lo cual me hizo rozarme con mayor firmeza.

-¿Lo notas? Mi muerto corazón está bombeando por ti, deliro por tu culpa, y deseo hacerte una mujer plena -murmuré cerca de sus suculentos labios-. Madre, ¿desde cuando padre no te ha hecho gemir como puta siendo una dama?

-Nunca, tu padre nunca lo ha logrado- replicó mirándome a los ojos mientras soltaba un suave quejido.

-Entonces, es hora que limpie el honor de mi apellido- sonreí descarado desabrochando los cordones del pantalón que llevaba.

-No, te he dicho que no. Éste capricho no puedo cumplirlo- deseaba deshacerse de mí, pero algo en ella la obligaba a no ser constante en sus quites.

Rápidamente introduje en uno de mis largos y fríos dedos en su vagina comprobando que estaba húmeda. No dudé en reír con descaro mientras buscaba sus labios, los cuales se abrieron para mi sorpresa deseando ser saciados. Mi lengua y la suya se enfrascaron en un torbellino que nos arrancaba el aliento, del mismo modo que la escasa cordura que ambos teníamos. Sus caderas se balancearon buscando mayor contacto mientras sus brazos, los cuales antes me intentaban alejar en un desagradable rechazo, en esos momentos me abrazaron como si fuese un ángel llorando por su alma maldita.

-Quiero convertirte en una puta en la cama, porque sólo así apreciarás el placer que nunca te han dado. Comprenderás para que otras cosas sirven las mujeres, a parte de parir y cuidar hijos- ella resoplaba como un gato arañando un mueble mientras yo deslizaba mi lengua por su cuello.

Mis murmullos y sus jadeos eran un constante. Pronto la desnudé por completo dejándola frente a mí. Su esbelta silueta era la de una sirena que salía del mar hacia la tierra, promulgando murmullos que eran cánticos para mis dedos y mi lengua. El escaso bello de su monte de venus era espeso, rubio y sedoso. Sus muslos eran algo redondos y poseía unas hermosas rodillas que parecían temblar.

-¡No! ¡He dicho que no!-gritó abofeteándome provocando que mi rostro se arañara con sus uñas largas.

-¡Yo digo sí! ¡Maldición! ¡Digo sí!-vociferé arrojándome contra ella, pero se apartó y tan sólo naufragué entre docenas de pantalones, camisas y chalecos de un burgués idiota.

-¡Soy tu madre!-replicó con la mirada llena de fuego azul.

-¡Eres mi compañera! ¡Y como tal vas a complacerme!-decía mientras corría por la habitación tras ella.

-¡Hablas mal de tu padre pero a veces eres idéntico a él! ¡Sólo queda que te saquen los ojos para acompañarlo en esa noche eterna que él posee!-sus cabellos se habían soltado y tenía la melena de una leona.

Eso me hirió, pero no lloré como cuando era un niño sino que caí sobre ella contra la cama. En escasos segundos tenía el pantalón bajado y mi pene erecto dentro de su vagina. Estaba húmeda y apretada. Sus piernas se habían abierto por el golpe y sus cabellos estaban esparcidos por el colchón.

-¡Gime!-grité moviéndome dentro de ella, por el mismo lugar donde salí veintidós años atrás-. ¡Gime!

-Si quieres que gima vas a tener que moverte mejor- susurró clavando las uñas de su mano derecha en mi espalda.

-Entonces, deja que haga algo más que penetrarte- mis manos acariciaban sus senos y ella jadeaba bajo.

Salí de entre sus piernas y las abrí colocando ambas sobre mis hombros. Pronto tenía abiertos sus labios inferiores y mi lengua se hundía en su vagina. Su clítoris pedía atención de mis dedos, pero no tardó también en tener a la punta de mi lengua jugando en círculos sobre éste. Sus manos fueron a mis cabellos, los cuales estaban tan alborotados como los de ella, tirando desde de la raíz.

-¡Lestat!-gritó al fin moviendo su pelvis sintiéndose llena de sorpresa. Mi padre nunca le había hecho algo así, no tenía porque decirlo porque se notaba.

Cuando me aparté de ella la noté sobresaltada. Sus pechos se movían como deliciosos pudings mientras sus talones parecían clavados en el colchón, sus piernas completamente abiertas y sus manos acariciando su vientre. Sentía el ardor del placer y la pasión, mientras yo sólo sentía el sabor de su interior en mi boca.

Me arrojé de nuevo contra ella mordiendo sus pezones. Ella gritó por la sorpresa y pronto gimió encantada dejando que se endurecieran en mi boca. Su cabeza se movía de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si negara pero no me contradecía en mis juegos. Pronto la levanté dejándola arrodillada frente a mí y le obsequié mi miembro. Su lengua se pasó por la punta de mi glande y con lentitud la llevó hasta la base. Acarició mi vello púbico con sus largos dedos mientras me miraba como una gata en celo. Tenía los testículos inflamados deseando descargar sobre su cara, pero me contuve porque había hecho una promesa. Hacía que ella gimiera cual puta sin dejar de ser una dama. Sin embargo, cuando lengueteó antes de introducirlo, hasta la base entre sus cálidos labios, estuve a punto de mancharla.

Salí de su boca jadeando y gimiendo su nombre como si fuese una letanía. No podía dejar de llamarla como cuando era un niño y sentía miedo. Recuerdo que no sentía vergüenza sino un deseo insaciable. Cuando la levanté del piso no tardé en colocarla contra el colchón acariciando su espalda, la cual antes parecía encorvada, pero el milagro de la eternidad la había restaurado como cuando era tan sólo una joven italiana en busca de su Marqués francés. Mis dedos se movían rápidos desde su nuca hasta sus costados, de sus costados al inicio de sus nalgas y desde éstas a su vagina que ya estaba aún más húmeda. Sus fluidos eran cálidos y apetecibles, más que los de cualquier mujer, y cuando me hube deleitado bastante la penetré.

Desde el primer momento llevé un ritmo rápido y constante, intentando ser profundo y placentero. Ella gritaba agarrada a las sábanas completamente perlada por el sudor sanguinolento, yo estaba igualmente empapado. No pude controlarme y comencé a dejar varios azotes en su trasero, el cual temblaba en cada golpe. En ese instante me sentí domando a una amazona o cualquier criatura salvaje que únicamente aparecen en libros de ocultismo y brujería. Tras varios minutos de goce intenso me vacié inclinado sobre ella, sus gemidos fueron tan fueres como los tirones que dio a las sábanas, éstas ya estaban en el suelo revueltas y manchadas.

Después de acabar sentí como me apartaba incorporándose, acariciando mi rostro suavemente y dejando leves besos en mi rostro. Me miraba como la Verónica miró a Jesús mientras iba al Monte Calvario. Ella sonrió con ternura y picardía, caminó hacia donde se hallaba el baño y se acicaló en menos de cinco minutos vistiendo las ropas de hombre que yo mismo le había quitado. Decidí hacer lo mismo y marcharme junto a ella, sin decir nada pues no sabía que significaba todo aquello. Aún hoy desconozco porque no se ha dado otra vez y tampoco sé porque se dio de nuevo.

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt