Cada vez que recuerdo aquella noche un
escalofrío recorre mi columna vertebral y mis manos tiemblan
sintiéndose calientes. Mis ojos jamás habían contemplado mujer
alguna como ella. Sus senos eran firmes, algo pequeños, blancos como
si los hubiese empolvado y con un aroma delicioso que provocaba el
deseo de cualquier hombre. Sus pezones eran diminutos botones que
parecían querer deshacerse en mi boca. Eran tan rosados y suaves
como sus mejillas sonrosadas. Recuerdo que comparé con guindas sus
labios como si fuese pleno verano en su rostro, pues sus ojos azules
igual que el cielo me entumecían en un sueño similar al de
Shakespeare. Por ello, cada vez que la recuerdo desnuda y agitada,
con sus piernas algo cerradas y flexionadas, siento deseos de
penetrarla hasta hacerla gritar como aquella noche.
Cuando la transformé en mi hija
desconocía quien era en realidad, pese a los años que habíamos
vivido juntos y sus sonrisas algo frías mientras me contemplaba
jugando. Ella era mi madre y yo me convertí en su padre. Provoqué
que la libertad del Don Oscuro la hiciera una mujer diferente, o
quizás libre, deseando acariciar la locura con la punta de sus finos
dedos. Sus cabellos dejaron de ser cenicientos y cobraron un tono más
dorado, su rostro demacrado se convirtió en el de una hermosa muñeca
de porcelana, su estrecha cintura se hizo más evidente al colocarme
ropa masculina y sus piernas parecían bailar sobre los tejados. Pero
lo más impactante fueron sus ojos y como me miraba.
Ella inspeccionaba el mundo como si
fuese la reina de una selva, ya no de un jardín, y se dispusiera a
domarlo para sus propios beneficios. Reía colándose en las casas
ajenas, probándose la ropa de burgueses que habían decidido subir
hacia la pomposidad de la nobleza, tocando las pelucas bien peinadas
de aquellos que habían decidido esa noche salir de fiesta sin ellas,
jugando entre las sábanas de camas inmensas y brincando sobre
muebles tan caros como maravillosos. Sin embargo, los momentos más
increíbles eran cuando se detenía frente a los jarrones repletos de
flores, las pequeñas plantas interiores y los cuadros que
representaban el mar, ríos o lagos.
Entré tras ella en una lujosa mansión
en el centro de París. Era un pequeño palacete en realidad, tenía
hermosos balcones de hierro negro cargado de flores que perfumaban
todas las estancias. Las cortinas se movían suavemente como si
fuesen la tela de un fantasma. En el salón habían hermosos divanes,
sofá de terciopelo recubiertos de pan de oro en sus patas retorcidas
y cómodos brazos, un hermoso reloj de pie que movía suavemente su
péndulo generando un murmullo mágico, unos enormes jarrones con
rosas recién abiertas, alfombras delicadas y pequeñas mesas que
sostenían algunos libros que aún desconocía. Poseía una alcoba
principal digna de un rey. Las colchas eran de seda y el colchón
parecía mullido. Había un tocador repleto de perfumes y maquillaje
en polvo. El guardarropa era una delicia, tanto el del hombre como el
de la mujer, y ella se deshacía en elogios ante las telas,
estampados y costuras. Pronto se desnudó para probar algunas de
aquellas lujosas prendas mientras yo reprobaba su comportamiento.
-Es una locura, madre-dije entrando en
la habitación sin permiso.
-Me siento como una niña. Es igual que
cuando nadie me veía y me escapaba a las cuadras-susurró
acariciando la camisa abierta de aquel hombre, muy menudo y de
hombros estrechos.
Me aproximé a ella quedando tras su
espalda mientras provocaba que la camisa cayera. Sus pechos parecían
delicados y perfectos como si fuese una jovencita. Ella a penas tenía
cuarenta años, pues las mujeres de su época se casaban demasiado
jóvenes y morían rápido debido a los embarazos. Una vida dura que
en ella no había hecho mella con sobrepeso, pues su cuerpo era
delicado.
Mis labios rozaron su esbelto cuello,
pues se había recogido el cabello con cierta gracia intentando
despejar su rostro, mientras mis manos acariciaban suavemente sus
hombros. Ella quedó confusa con sus manos sobre su vientre, las
cuales pronto acabaron sobre las mías apartándolas de su figura.
Con cuidado giró su silueta quedando frente a mí mostrándose aún
más apetecible. Sus ojos eran los de una fiera salvaje y sus labios
estaban entreabiertos. Compadecí a mi padre por su ceguera, la cual
terminó agarrando por sífilis. No comprendía como un hombre podía
estar con las fulanas del pueblo teniendo una mujer mucho mejor en su
cama, pero después con los años le comprendería porque yo tenía
la sangre demasiado caliente y una libertad insaciable idéntica a la
de mi madre.
-¿Qué se supone que haces?-preguntó
cubriéndose con sus brazos mientras daba un par de pasos hacia
atrás, intentando en vano alejarse de mí.
-Hacer algo que deseo- susurré
tomándola de la cintura antes que pudiese huir-. Pues en realidad ya
no somos lo que éramos, los juicios morales no sirven de nada, y ya
estoy más que condenado.
Me aproximé más a ella rodeándola
con deseo. Mis labios buscaron los suyos contaminándola mientras se
retorcía igual que una serpiente de cascabel. Podía sentir sus
muslos rozar mi entrepierna completamente endurecida con tan sólo
oler su perfume y sentir el contoneo de sus caderas.
-No- colocó sus manos sobre mi torso
lo cual me hizo rozarme con mayor firmeza.
-¿Lo notas? Mi muerto corazón está
bombeando por ti, deliro por tu culpa, y deseo hacerte una mujer
plena -murmuré cerca de sus suculentos labios-. Madre, ¿desde
cuando padre no te ha hecho gemir como puta siendo una dama?
-Nunca, tu padre nunca lo ha logrado-
replicó mirándome a los ojos mientras soltaba un suave quejido.
-Entonces, es hora que limpie el honor
de mi apellido- sonreí descarado desabrochando los cordones del
pantalón que llevaba.
-No, te he dicho que no. Éste capricho
no puedo cumplirlo- deseaba deshacerse de mí, pero algo en ella la
obligaba a no ser constante en sus quites.
Rápidamente introduje en uno de mis
largos y fríos dedos en su vagina comprobando que estaba húmeda. No
dudé en reír con descaro mientras buscaba sus labios, los cuales se
abrieron para mi sorpresa deseando ser saciados. Mi lengua y la suya
se enfrascaron en un torbellino que nos arrancaba el aliento, del
mismo modo que la escasa cordura que ambos teníamos. Sus caderas se
balancearon buscando mayor contacto mientras sus brazos, los cuales
antes me intentaban alejar en un desagradable rechazo, en esos
momentos me abrazaron como si fuese un ángel llorando por su alma
maldita.
-Quiero convertirte en una puta en la
cama, porque sólo así apreciarás el placer que nunca te han dado.
Comprenderás para que otras cosas sirven las mujeres, a parte de
parir y cuidar hijos- ella resoplaba como un gato arañando un mueble
mientras yo deslizaba mi lengua por su cuello.
Mis murmullos y sus jadeos eran un
constante. Pronto la desnudé por completo dejándola frente a mí.
Su esbelta silueta era la de una sirena que salía del mar hacia la
tierra, promulgando murmullos que eran cánticos para mis dedos y mi
lengua. El escaso bello de su monte de venus era espeso, rubio y
sedoso. Sus muslos eran algo redondos y poseía unas hermosas
rodillas que parecían temblar.
-¡No! ¡He dicho que no!-gritó
abofeteándome provocando que mi rostro se arañara con sus uñas
largas.
-¡Yo digo sí! ¡Maldición! ¡Digo
sí!-vociferé arrojándome contra ella, pero se apartó y tan sólo
naufragué entre docenas de pantalones, camisas y chalecos de un
burgués idiota.
-¡Soy tu madre!-replicó con la mirada
llena de fuego azul.
-¡Eres mi compañera! ¡Y como tal vas
a complacerme!-decía mientras corría por la habitación tras ella.
-¡Hablas mal de tu padre pero a veces
eres idéntico a él! ¡Sólo queda que te saquen los ojos para
acompañarlo en esa noche eterna que él posee!-sus cabellos se
habían soltado y tenía la melena de una leona.
Eso me hirió, pero no lloré como
cuando era un niño sino que caí sobre ella contra la cama. En
escasos segundos tenía el pantalón bajado y mi pene erecto dentro
de su vagina. Estaba húmeda y apretada. Sus piernas se habían
abierto por el golpe y sus cabellos estaban esparcidos por el
colchón.
-¡Gime!-grité moviéndome dentro de
ella, por el mismo lugar donde salí veintidós años atrás-. ¡Gime!
-Si quieres que gima vas a tener que
moverte mejor- susurró clavando las uñas de su mano derecha en mi
espalda.
-Entonces, deja que haga algo más que
penetrarte- mis manos acariciaban sus senos y ella jadeaba bajo.
Salí de entre sus piernas y las abrí
colocando ambas sobre mis hombros. Pronto tenía abiertos sus labios
inferiores y mi lengua se hundía en su vagina. Su clítoris pedía
atención de mis dedos, pero no tardó también en tener a la punta
de mi lengua jugando en círculos sobre éste. Sus manos fueron a mis
cabellos, los cuales estaban tan alborotados como los de ella,
tirando desde de la raíz.
-¡Lestat!-gritó al fin moviendo su
pelvis sintiéndose llena de sorpresa. Mi padre nunca le había hecho
algo así, no tenía porque decirlo porque se notaba.
Cuando me aparté de ella la noté
sobresaltada. Sus pechos se movían como deliciosos pudings mientras
sus talones parecían clavados en el colchón, sus piernas
completamente abiertas y sus manos acariciando su vientre. Sentía el
ardor del placer y la pasión, mientras yo sólo sentía el sabor de
su interior en mi boca.
Me arrojé de nuevo contra ella
mordiendo sus pezones. Ella gritó por la sorpresa y pronto gimió
encantada dejando que se endurecieran en mi boca. Su cabeza se movía
de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si negara pero
no me contradecía en mis juegos. Pronto la levanté dejándola
arrodillada frente a mí y le obsequié mi miembro. Su lengua se pasó
por la punta de mi glande y con lentitud la llevó hasta la base.
Acarició mi vello púbico con sus largos dedos mientras me miraba
como una gata en celo. Tenía los testículos inflamados deseando
descargar sobre su cara, pero me contuve porque había hecho una
promesa. Hacía que ella gimiera cual puta sin dejar de ser una dama.
Sin embargo, cuando lengueteó antes de introducirlo, hasta la base
entre sus cálidos labios, estuve a punto de mancharla.
Salí de su boca jadeando y gimiendo su
nombre como si fuese una letanía. No podía dejar de llamarla como
cuando era un niño y sentía miedo. Recuerdo que no sentía
vergüenza sino un deseo insaciable. Cuando la levanté del piso no
tardé en colocarla contra el colchón acariciando su espalda, la
cual antes parecía encorvada, pero el milagro de la eternidad la
había restaurado como cuando era tan sólo una joven italiana en
busca de su Marqués francés. Mis dedos se movían rápidos desde su
nuca hasta sus costados, de sus costados al inicio de sus nalgas y
desde éstas a su vagina que ya estaba aún más húmeda. Sus fluidos
eran cálidos y apetecibles, más que los de cualquier mujer, y
cuando me hube deleitado bastante la penetré.
Desde el primer momento llevé un ritmo
rápido y constante, intentando ser profundo y placentero. Ella
gritaba agarrada a las sábanas completamente perlada por el sudor
sanguinolento, yo estaba igualmente empapado. No pude controlarme y
comencé a dejar varios azotes en su trasero, el cual temblaba en
cada golpe. En ese instante me sentí domando a una amazona o
cualquier criatura salvaje que únicamente aparecen en libros de
ocultismo y brujería. Tras varios minutos de goce intenso me vacié
inclinado sobre ella, sus gemidos fueron tan fueres como los tirones
que dio a las sábanas, éstas ya estaban en el suelo revueltas y
manchadas.
Después de acabar sentí como me
apartaba incorporándose, acariciando mi rostro suavemente y dejando
leves besos en mi rostro. Me miraba como la Verónica miró a Jesús
mientras iba al Monte Calvario. Ella sonrió con ternura y picardía,
caminó hacia donde se hallaba el baño y se acicaló en menos de
cinco minutos vistiendo las ropas de hombre que yo mismo le había
quitado. Decidí hacer lo mismo y marcharme junto a ella, sin decir
nada pues no sabía que significaba todo aquello. Aún hoy desconozco
porque no se ha dado otra vez y tampoco sé porque se dio de nuevo.
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