La Caja del Hombre Humo
David Talbot
Tenía la pequeña caja en sus manos y
la observaba con minuciosidad. Era de madera tallada por manos
expertas. Poseía cuatro pequeños rostros de ángeles cuyas alas
destacaban por su belleza, así como porque eran distintas unas a
otras. Posiblemente eran Gabriel, Rafael, Miguel y Uriel
representando la oración que todo niño realizaba antes antes de
acostarse en su pequeña cama y mullido, en ocasiones, colchón con
sábanas pulcras mientras su madre lo arropaba con cierta delicadeza.
Estaba seguro que estuvo en manos infantiles por los poemas que podía
leerse en latín en cada lateral.
Al desprender la tapadera sintió un
extraño, pero delicioso, escalofrío. La habitación pareció
descender un par de grados. Sus dedos acariciaban las esquinas
redondeadas de la caja, miraba con orgullo el satén que se hallaba
en el interior forrado. Era un color rojo tan intenso que parecía
ser la propia sangre derramada de algún pobre inocente. Pero lo más
extraño era el pequeño ramillete de cabellos. Era una trenza
diminuta de cabello negro, espeso, suave y que parecía aún tener un
aroma similar a la canela mezclado con un toque de margaritas o
manzanilla. Al ser una caja musical y accionarse por el peso que se
dejase sobre ella una melodía jamás escuchada antes, como si
viniese de otro mundo, sonaba adormeciéndolo.
John había comprado la caja días
atrás en una tienda de antigüedades bastante peculiar en un barrio
al sur de Londres. Era amigo mío desde la infancia y solíamos
conversar sobre literatura en el jardín hasta bien entrada la noche.
Hacía días que había cumplido veinte años y con el sobre de
dinero que le habían entregado algunos familiares decidió darse un
capricho. Aquella caja de música tenía algo especial, el dueño de
la tienda solía decir que desde que la había descubierto hacía más
de treinta años nadie la había querido adquirir, pues siempre al
abrir su interior se hallaban con aquellos cabellos de los cuales ni
siquiera él conocía su procedencia.
Escuchó pasos por la escalera y pensó
que era su madre, con la cual aún vivía debido a sus problemas de
salud. Cerró la tapadera con rapidez y la dejó bajo la cama. Con
cuidado tomó uno de los libros de la estantería y se dispuso a
leer, para que ella no preguntase porque extraño objeto había
despilfarrado su dinero.
Para la señora Sally Mcgregor su hijo
John era una especie de loco por las antigüedades y libros
apócrifos. La buena señora llamaba sacrílegas a las novelas de
Dickens, Wilde o cualquier autor que pudiese tener ideas
revolucionarias y mostrasen la verdadera lacra de la sociedad, así
como los sueños y deseos que todos llevamos dentro. Si no era la
biblia o un libro de poemas dedicados a Dios lo veía deshonesto. Sin
embargo, su hijo era adulto y no podía regañarle como cuando era un
niño y venía a mi casa a leer poemas, relatos de misterio e incluso
pequeños cuentos que todo niño desea conocer aunque no sean leídos
por sus padres.
Sin embargo, los pasos cesaron y pronto
se escuchó la puerta. Pensó que Sally, su madre, se había marcado
de nuevo pero a decir verdad entraba. Sintió un escalofrío terrible
al oír a su madre con el típico “John, acabo de llegar ¿estás
en casa?”. Sabía bien que sólo podía ayudarlo yo.
Desde pequeños le había contado como
podía ver espíritus como si fuesen parte de la realidad. Cuando uno
es muy pequeño no distingue ambos planos, pero cuando logré
explicárselo a alguien que no fuese mi madre, la cual siempre estaba
asustada por mis poderes heredados por ella, tenía doce años. Él
se había mudado al barrio hacía casi dos años, en su casa siempre
había un hombre que paseaba en pijama hasta el robusto árbol de
tronco negro. Durante todo ese tiempo guardé el secreto de ver a un
espectro, o más bien un eco, todos los días cada pocas horas dar
los mismos pasos y desvanecerse tras el sonido indiscutible de un
ahorcado. Una noche, cuando él se quedó a dormir en casa, le hablé
del árbol que se movía incluso cuando no había viento y él me
confesó que había escuchado que hacía casi una década el antiguo
propietario decidió acabar con su vida ahorcándose.
En definitiva, John vino con la caja
entre sus manos temblorosas y las dejó sobre mis palmas alzadas. Me
dijo en titubeos que había escuchado una música extraña que no
identificaba con nada, también me habló del pelo que podía ver en
su interior y como alguien rondaba su vivienda desde que él levantó
la tapa. Sus ojos eran los de un loco, pero sabía que no mentía.
Podía leer su mente confusa y revuelta mientras me hablaba a
arrollando cada palabra.
La sensación de aquella caja sobre mis
manos fue terrible. Mis manos no temblaron pero sabía que aquello
que estaba sosteniendo era sin duda maligno. No destapé siquiera la
tapadera, ella salió despedida hacia la esquina cercana a la puerta.
Unas fuertes pisadas sonaron por toda la casa y una risa tétrica se
alzó. De nuevo esa sensación. Me sentí paralizado y el humo me
rodeó, pero acabó por pasar por alto mi presencia para anclarse en
él. Cuando la nube paró, la cual no podía tocar por mis miembros
completamente agarrotados, él se desplomó.
John no volvió a despertar, pero
tampoco murió aquel día. Pasaron cincuenta años en silencio
postrado en una habitación de hospital. Los médicos jamás pudieron
solucionar los grandes traumatismos y lesiones que tuvo su cerebro.
Una enfermedad rara e incurable, dijeron, pero yo sabía que fue el
ataque de un demonio. Aquel ente no era más que un demonio.
Descubrí dónde estaba situada aquella
tienda de antigüedades, y objetos de segunda mano, y me asombré al
ver que estaba a pocos metros de la encantadora floristería, la
elegante cafetería y la librería siempre repleta de clientes. Me
pregunté si esa cosa estaba buscándolo a él, rondando jóvenes de
mi edad o simplemente se alimentaba de almas cargadas de ciertos
deseos por el misterio. Es un suceso que jamás he llegado a poder
esclarecer, ni siquiera en memoria de mi buen amigo.
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