Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 30 de mayo de 2013

La caja del hombre humo.

La Caja del Hombre Humo
David Talbot


Tenía la pequeña caja en sus manos y la observaba con minuciosidad. Era de madera tallada por manos expertas. Poseía cuatro pequeños rostros de ángeles cuyas alas destacaban por su belleza, así como porque eran distintas unas a otras. Posiblemente eran Gabriel, Rafael, Miguel y Uriel representando la oración que todo niño realizaba antes antes de acostarse en su pequeña cama y mullido, en ocasiones, colchón con sábanas pulcras mientras su madre lo arropaba con cierta delicadeza. Estaba seguro que estuvo en manos infantiles por los poemas que podía leerse en latín en cada lateral.

Al desprender la tapadera sintió un extraño, pero delicioso, escalofrío. La habitación pareció descender un par de grados. Sus dedos acariciaban las esquinas redondeadas de la caja, miraba con orgullo el satén que se hallaba en el interior forrado. Era un color rojo tan intenso que parecía ser la propia sangre derramada de algún pobre inocente. Pero lo más extraño era el pequeño ramillete de cabellos. Era una trenza diminuta de cabello negro, espeso, suave y que parecía aún tener un aroma similar a la canela mezclado con un toque de margaritas o manzanilla. Al ser una caja musical y accionarse por el peso que se dejase sobre ella una melodía jamás escuchada antes, como si viniese de otro mundo, sonaba adormeciéndolo.

John había comprado la caja días atrás en una tienda de antigüedades bastante peculiar en un barrio al sur de Londres. Era amigo mío desde la infancia y solíamos conversar sobre literatura en el jardín hasta bien entrada la noche. Hacía días que había cumplido veinte años y con el sobre de dinero que le habían entregado algunos familiares decidió darse un capricho. Aquella caja de música tenía algo especial, el dueño de la tienda solía decir que desde que la había descubierto hacía más de treinta años nadie la había querido adquirir, pues siempre al abrir su interior se hallaban con aquellos cabellos de los cuales ni siquiera él conocía su procedencia.

Escuchó pasos por la escalera y pensó que era su madre, con la cual aún vivía debido a sus problemas de salud. Cerró la tapadera con rapidez y la dejó bajo la cama. Con cuidado tomó uno de los libros de la estantería y se dispuso a leer, para que ella no preguntase porque extraño objeto había despilfarrado su dinero.

Para la señora Sally Mcgregor su hijo John era una especie de loco por las antigüedades y libros apócrifos. La buena señora llamaba sacrílegas a las novelas de Dickens, Wilde o cualquier autor que pudiese tener ideas revolucionarias y mostrasen la verdadera lacra de la sociedad, así como los sueños y deseos que todos llevamos dentro. Si no era la biblia o un libro de poemas dedicados a Dios lo veía deshonesto. Sin embargo, su hijo era adulto y no podía regañarle como cuando era un niño y venía a mi casa a leer poemas, relatos de misterio e incluso pequeños cuentos que todo niño desea conocer aunque no sean leídos por sus padres.

Sin embargo, los pasos cesaron y pronto se escuchó la puerta. Pensó que Sally, su madre, se había marcado de nuevo pero a decir verdad entraba. Sintió un escalofrío terrible al oír a su madre con el típico “John, acabo de llegar ¿estás en casa?”. Sabía bien que sólo podía ayudarlo yo.

Desde pequeños le había contado como podía ver espíritus como si fuesen parte de la realidad. Cuando uno es muy pequeño no distingue ambos planos, pero cuando logré explicárselo a alguien que no fuese mi madre, la cual siempre estaba asustada por mis poderes heredados por ella, tenía doce años. Él se había mudado al barrio hacía casi dos años, en su casa siempre había un hombre que paseaba en pijama hasta el robusto árbol de tronco negro. Durante todo ese tiempo guardé el secreto de ver a un espectro, o más bien un eco, todos los días cada pocas horas dar los mismos pasos y desvanecerse tras el sonido indiscutible de un ahorcado. Una noche, cuando él se quedó a dormir en casa, le hablé del árbol que se movía incluso cuando no había viento y él me confesó que había escuchado que hacía casi una década el antiguo propietario decidió acabar con su vida ahorcándose.

En definitiva, John vino con la caja entre sus manos temblorosas y las dejó sobre mis palmas alzadas. Me dijo en titubeos que había escuchado una música extraña que no identificaba con nada, también me habló del pelo que podía ver en su interior y como alguien rondaba su vivienda desde que él levantó la tapa. Sus ojos eran los de un loco, pero sabía que no mentía. Podía leer su mente confusa y revuelta mientras me hablaba a arrollando cada palabra.

La sensación de aquella caja sobre mis manos fue terrible. Mis manos no temblaron pero sabía que aquello que estaba sosteniendo era sin duda maligno. No destapé siquiera la tapadera, ella salió despedida hacia la esquina cercana a la puerta. Unas fuertes pisadas sonaron por toda la casa y una risa tétrica se alzó. De nuevo esa sensación. Me sentí paralizado y el humo me rodeó, pero acabó por pasar por alto mi presencia para anclarse en él. Cuando la nube paró, la cual no podía tocar por mis miembros completamente agarrotados, él se desplomó.

John no volvió a despertar, pero tampoco murió aquel día. Pasaron cincuenta años en silencio postrado en una habitación de hospital. Los médicos jamás pudieron solucionar los grandes traumatismos y lesiones que tuvo su cerebro. Una enfermedad rara e incurable, dijeron, pero yo sabía que fue el ataque de un demonio. Aquel ente no era más que un demonio.


Descubrí dónde estaba situada aquella tienda de antigüedades, y objetos de segunda mano, y me asombré al ver que estaba a pocos metros de la encantadora floristería, la elegante cafetería y la librería siempre repleta de clientes. Me pregunté si esa cosa estaba buscándolo a él, rondando jóvenes de mi edad o simplemente se alimentaba de almas cargadas de ciertos deseos por el misterio. Es un suceso que jamás he llegado a poder esclarecer, ni siquiera en memoria de mi buen amigo.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt