Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 30 de octubre de 2013

La noche de la perdición

La noche había caído de nuevo otorgándome nuevamente una sed insaciable. El oscuro tormento que era mis males también era el salvavidas de mi alma. Me había convertido en un ser sin escrúpulos, alienado y con unos ojos pardos que asechaban en cualquier esquina deseando agarrar a una nueva víctima, atraiéndola hacia mí con trucos poco ortodoxos y provocando que sucumbiera entre horribles maldiciones. Había salido de mi ataúd forrado en raso rojo y con hermosas molduras talladas de una misma pieza. Tenía algo más que un horrible crucifijo en la tapa, sino que poseía calaveras y ánimas errantes en los laterales y unas hermosas patas doradas que parecían ser de oro.

No había salido de mi habitación, la cual era parte de las catacumbas que daban al teatro. Armand las había encontrado en el trazado que estaba bajo la ciudad y dado con el lugar exacto donde se podía derrumbar parte del suelo para acceder a los túneles. Tenía una gran estancia tallada en la roca con una puerta de hierro pesada, la cual cerraba a cal y canto a pesar que éramos vampiros y ninguno de nosotros se expondría a tal locura como matar a otro mientras descansa.

Aquel habitáculo inmundo poseía una acústica fantástica y podía escuchar que sucedía a pocos metros sobre mi cabeza. El murmullo del público en la puerta del teatro me provocaba cierta emoción. Quería demostrarle a Lestat que yo podía brillar en la oscuridad, pues ella siempre fue mi madre y me amamantó mucho antes que él me convirtiera en un ser con cualidades sobrehumanas. Me paseaba como un animal enjaulado dando vueltas a mis ideas, como cada noche, cuando escuché pasos por la galería cercana. Era Armand, pues conocía sus pequeños pasos rozando el polvoriento suelo con aquellos zapatos negros con hebilla dorada que tanto amaba.

Todo un aristócrata con el cabello perfectamente colocado, con sus bucles rojizos cayendo despampanantes sobre sus hombros y rozando suavemente sus mejillas, unos ojos color avellana con brillos dorados que denotaban su malicia y una boca suculenta, la cual siempre tenía una mueca de indiferencia terrible. Sin duda todo un muchacho que cualquier hombre o mujer desearía tener en su pensión gimiendo cual puta barata, sobre todo los hombres que lo contemplaban como si fuera la mayor de las zorras en un espectáculo decadente.

Había escuchado mil veces de boca de todos que parecía un ángel misericordioso, como los ángeles que yacían mudos e hieráticos en el cementerio. Esos mismos que con sus alas extendidas mostraban la grandeza de Dios, si es que había alguno al cual adorar, y con un rostro sumamente tranquilo miraban las estrellas, el sol o dejaban que la lluvia curtiera su cutis. Sin embargo, esos ojos que parecían mirarte y perseguirte, como si fueran ánimas intranquilas, acongojaba incluso al enterrador más veterano.

Sin embargo, mi aspecto era más mundano. Mi camisa blanca mal acomodada, el chaleco negro con bordado plateado tirado a un lado, mis medias blancas con un remiendo y unos pantalones negros que comencé a llevar después del estreno de mi primera obra. Tenía el pelo castaño, casi negro, desordenado y mis manos temblaban moviéndose en el aire. Recuerdo que incluso brincaba deseando dar con la solución a una obra que trataba de la depravación, el horror, la vida y los ángeles. ¿Cómo podía escribir un demonio como yo algo sobre ángeles? Era algo impensable para mí.

Sin embargo, ese golpeteo por el pasillo me hizo abrir la puerta y atrapar a Armand para meterlo en mi habitación. No hizo nada por evitar mis dedos sobre sus elegantes prendas, pero una vez dentro de mi celda intentó apartarse lo máximo posible mirándome con desagrado y desconfianza. Su rostro de porcelana tenía las mejillas sonrojadas y aún en la comisura de sus labios había una gota de sangre. Con elegancia envidiable se sacudió las huellas invisibles de mis dedos y después se acomodó la capa oscura de terciopelo.

-Si me disculpas tengo asuntos importantes que atender en la asamblea-dijo girándose-Mucho más importantes que escuchar a un demente tocar el violín.

-¿Y si este demente pudiera escribir una sensacional obra mucho más grande que esa que representas? ¿Qué harías? ¿Lo dejarías atrás para discutir durante horas sobre el nuevo decorado o te quedarías?-noté que la curiosidad le taladró aunque supo mantener su pose de indiferencia hasta el último segundo- Sólo preciso de tu ayuda.

-¿Mi ayuda? ¿No eres tan gran escritor que no precisas siquiera de un escriba que transcriba cada una de tus sandeces?-reprochó con una sonrisa cínica-¿En qué deseas que te ayude?

-Necesito comprender a los ángeles pero somos demonios, lo sabes Armand. Somos seres crueles y sanguinarios. Somos los asesinos de París. Una ciudad infectada de asesinos que roban a niños de sus cunas para ofrecerlos para el sacrificio de nuestra propia vida, matamos doncellas para robar su belleza por siempre y a jóvenes valientes sólo porque los detestamos al tener una vida mortal. Incluso matamos a los ancianos y a cualquier estúpido rufián. Somos demonios. Somos hijos de la ira y la perdición. Depravados que con palabras retorcidas llenas de elegancia matamos a los que vienen a darnos su aliento y aplausos-él frunció el ceño y luego relajó su rostro en una mueca de cansancio.

-No voy a discutir contigo sobre lo correcto y lo incorrecto, la moral y la ética. Estoy cansado de hablar contigo- guardó silencio apretando su mandíbula y después se cubrió mejor con su capa-Más bien no quiero hacerlo.

-¿Sabes que puedo oler la maldad surgiendo de tus hermosos rizos? Y sin embargo pareces un ángel. Deja que te arranque las alas ésta noche. ¿No te lamentas que Lestat no te tomara entre sus brazos y te adorara como esos hombres que desean poseerte inclusive frente a sus amadas esposas?-alcé mis oscuras cejas y coloqué mis manos en sus hombros-¡Imagina la cara de Lestat!

-No-reprochó- No sé que pretendes ni quieres, pero no.

-¡Puedo hacer llorar al diablo con mi violín!-aquella confesión no le intrigó, sino que se burló el malnacido.

-Y a mí también. ¡Pero por cansancio!-espetó empujándome-Déjame en paz.

-¡Te digo que puedo llamarlo!-repetí con vehemencia agarrando el violín para empezar a tocar para él-¡Míralo surgir en cada una de las notas!

Armand me miró incrédulo mientras danzaba a su alrededor. Su ceño se frunció suavemente y se echó a reír provocando que su risa me desconcentrara. Ese maldito hijo de puta se estaba burlando de mi verdad. Yo veía al demonio brincar a mi lado con sus patas de carnero y sus alas negras como las de un cuervo.

-Lo único que veo es un loco- chistó.

Solté mi violín y me arrojé contra él. La puerta se había vuelto a cerrar por la corriente y su peso, por lo tanto terminamos contra ella mientras él luchaba por alejarme. Mi sangre era la de Lestat, y la sangre de Lestat era fuerte, pero la suya tenía más años y poseía mayor fortaleza. Desgarré su capa dejando que cayera al suelo y mis botas de suela gastada, así como sus delicados zapatos, terminaron dejando la huella en ellos.

-¡Déjame!-gritó golpeándome.

-¡Te burlas del diablo! ¡Te burlas de su violinista!-exclamé.

Nuestras miradas se cruzaron mientras sus puños se alzaban para golpear con ira mi pecho. Me dolía el torso y cada empujón que me ofrecía, pero estaba fuera de mí. Creo que temió que tuviera algún arma oculta, o simplemente que usara las escasas velas que poseía, para prenderle fuego. Escuché entonces como se rasgaba una tela y era la de mi camisa, la cual ya quedó por completo inservible.

-¡Ayúdame a comprender a los ángeles!-estaba convencido que él comprendería a los ángeles pues era su contrario.

-¡Yo no soy uno de ellos!-replicó empujándome contra mi ataúd, el cual se astilló y quedó inservible.

-¡Pero te asemejas con esa indiferencia cínica que posees!

Había visto como se inclinaba sobre un asiento, con sus manos colocadas en el borde y sus labios rozando las mejillas de los elegidos. Sus ojos tenían una caída oportuna y sonreía como lo haría el mismo Dios ante un mundo que se rinde ante él. Sólo un ángel, o un demonio, sería capaz de hacer algo así.

-¡Estás loco!

-¡Al menos estoy dispuesto a tocarte! ¡Ningún inmortal lo haría! ¡Nadie lo haría si supieras la clase de monstruo que eres!-mis hirientes palabras tuvieron peso en él.

Pronto sus lozanas mejillas se cubrieron de hilos rojizos que iban a parar el borde de su mentón, cruzando su garganta y rozando sus caros ropajes. Sus manos se cerraron en puño mientras negaba airadamente.

-¡No! ¡Mientes!

-Estás más loco que yo, Armand-dije gateando hasta él mientras me echaba el pelo hacia atrás y lo miraba desde abajo- Eres un terrible ser con apariencia hermosa. Pero ¿no te abandonó tu creador? Oh, sí. Todos saben esa trágica historia de tu vida. Tu creador permitió que te arrastraran con un ser que te hizo ser quien eres. Ni siquiera ese extraño que te dijo amar quizás, como me dijo Lestat que me amaba a mí y fue mentira, esté vivo y burlándose ahora mismo de tus lágrimas.

-Mientes-siseó antes de derribarme con una patada proveniente de su pierna derecha.

-¡No miento!-exclamé- Piensa ¿no son los ángeles amados y a la vez temidos? ¿No eres eso tú? Una apariencia hermosa con una fuerza inconmensurable que puede destruirnos a todos-quería regalarle el oído para que acabara cediendo-Necesito escribir una obra, pero antes debo saber si un ángel puede sentirse tentado ante la lujuria.

-Te detesto-dijo mirando su capa destrozada.

-Es mutuo-reconocí levantándome para llevar mis manos a las blondas de su camisa. Tenía un elegante pañuelo color champán rodeando su cuello, el cual iba a juego con el bordado su chaqueta y chaleco. Era como tocar un maniquí de una cara tienda de confecciones.

-No me toques la ropa- apartó mis manos de él y se quedó a varios pasos con el rostro pensativo-Puedo hacerlo yo- indicó.

Rápidamente se dispuso a desnudarse dejando sus ropas con cuidado en una pequeña mesa, la cual estaba algo destartalada, que poseía en un rincón y donde guardaba parte de las partituras en sus desvencijados cajones. Cuando pude ver sus pezones sonrosados, su torso salpicado de algunas pecas y su miembro sosegado con tan poco vello sonreí para mí. A penas le había salido pelo en sus partes y parecía sedoso, aunque en sus axilas era aún más escasos sus mechones.

No obstante no me quedé parado. Me quité la camisa, botas, pantalones y medias dejándolas a un lado sin siquiera cuidado. Mi miembro era de mayor envergadura que el suyo, tenía el vello negro y algo áspero, mi cuerpo tenía más forma de hombre que de chiquillo y mis pezones eran color café. Creo que tuvo miedo entonces de sucumbir a los gemidos que le ofrecería, porque se pegó aún más a la puerta dejando su espalda completamente recta a ésta.

-¿Qué sucede?-pregunté tomando mi pene con la mano derecha- ¿Te parece insignificante para que lo prueben tu candorosa lengua?

Dio un paso al frente y después hubo unos cuantos más. Aún dudaba de aquello, pero yo podía enviarle al demonio si quería. Podía torturarlo e incluso incendiar el teatro para que ardiera como una pira funeraria en medio de París. Y entre dudas siguió caminando hasta quedar arrodillado frente a mí como una beata que desea consagrarse con el cuerpo de Dios Nuestro Señor. Abrió la boca llevándose la punta de aquel miembro flácido que rogaba que lo despertaran.

Nunca olvidaría esos ojos embarrados en lágrimas. Rogaba que fuese mentira mi cruel verdad, la cual le había arrojado sin importarme siquiera si lo desmoralizaba por completo arrastrándolo conmigo a la demencia. Para mí era un enemigo y aquella mi victoria. Me miraba dejando que su boca fuese acaparando mi pene, lamiendo sensualmente mi glande y retirando el pellejo que iba quedando atrás. Lentamente quedó con el pene duro y enterrado por completo en aquella boca carnosa y sonrosada.

Mi mano derecha cayó sobre sus cabellos que parecían hechos con las ascuas de las fogatas que ocasionalmente encendía, allí seguía lanzando a vampiros que iban en contra de sus normas o parecían disgustarle. Atrapé varios mechones en mi mano con el puño cerrado y con la izquierda saqué mi miembro de su boca para acariciar sus labios, rozar sus mejillas manchadas aún con sus lágrimas y volver a introducirlo para llevar el ritmo con mi pelvis.

-Así, se como dicen la puta más deliciosa que jamás ha podido retener ningún hombre en su lecho-sus ojos se cerraron al oír tal frase y sentí una honda de ira que le hizo temblar, sin embargo siguió mamando. Mi vello púbico rozaba su nariz perfectamente delineada y también su boca que parecía succionar con esmero cada milímetro de mí.

Gemía bajo y él ahogaba su deseo. Tenía su miembro erecto entre sus delgadas piernas de muslos blancos, los cuales parecían desesperados por apretar mi cuerpo entre ellos. Por eso mismo lo aparté, con cierta repulsión y a la vez con un deseo insondable de romperlo como si fuera un títere viejo.

Armand perdió el equilibrio y cayó sobre la capa que habíamos destrozado con nuestras pisadas en el forcejeo. Su cabello rojo se esparció sobre la tela de la prenda, la cual resaltaba su tez blanca y ese pelo tan llamativo. Sus tetillas tenían los pezones algo duros y yo me incliné sobre él, quedando en cuclillas, para estirar mis manos por su torso y pellizcar con rabia sus pezones. Varios largos gemidos rompieron el silencio que únicamente acogía los suaves jadeos de ambos. Se abrió de piernas esperando recibirme, pero mi respuesta fue girarlo dejándolo de espaldas, lo cual me daba ventaja sobre él, para comenzar a dejar azotes en sus redondeadas nalgas.

Jamás había escuchado gemidos similares. Parecía disfrutar del dolor cruel que le estaba administrando. Inclusive disfrutó al introducir tres de mis dedos mientras arañaba y golpeaba allá donde la espalda pierde su nombre, pero también en ella y sobre todo en sus omóplatos. Parecía un ángel, pero sin duda gozaba como un auténtico demonio.

Estaba apoyado con sus rodillas y codos, pero algo sucedió y terminó con el pecho pegado al suelo, rozando la suave y gruesa tela de su capa, mientras sus caderas se movían. Rápidamente saqué mis dedos de él y me introduje sintiendo lo apretado que me encontraría allí. Su entrada aceptó gustosa, casi como una planta carnívora a un insecto, mi pene.

Cada vena, trozo de piel y músculo que rozaba su interior parecía arrancarle algún que otro gemido. Sus manos estaban aferradas a la capa mientras intentaba morderla, para poder callar mi nombre entre sus gemidos. Que gozara conmigo era algo totalmente ilógico para él, además de desafortunado. Sabía que el odio era intenso, en ambas direcciones y creciente; por eso no le quitaba hierro al asunto sino que lo aumentaba. Parecía que el odio que nos tenía era proporcional al deseo y el placer que nos hacía sentir en aquel momento.

Él gemía desesperado intentando buscar apoyo, pero cada estocada lo hacía recostarse con la cabeza girada para poder mirar por encima de su hombro. Sus ojos eran fieros, pero no quería hacerme daño en esos instantes sino que parecía necesitar que dijera algún halago. No dije nada, su nombre moría en mi boca cada vez que sentía que iba a decirlo.

Tras varios minutos noté que cerraba los dedos de sus pies, su espalda se encobraba como la de un gato asustado y profería un gemido gutural mientras su miembro, el cual ni siquiera había sido tocado, expulsaba su esperma sobre su prenda. Los músculos de su trasero se contrajeron y desencadenó mi orgasmo. Enterré mi miembro en él dejando que mi esperma rellenara su orificio, el cual al sacar mi miembro mostró como brotaba, igual que un extraño panal, parte del espeso semen.


Noches más tarde Armand entró airado en mi habitáculo y me lanzó la obra a la cara. Finalmente no versaba de ángeles sino de una puta parisina. Al comprender que estaba basado en él, en su rostro de placer y sus miradas llenas de lujuria, se volvió colérico. Me había burlado, según siempre su palabra, de él y de su belleza confundiéndole con una zorra cualquiera que se abre de piernas ante cualquier hombre. Poco después ocurriría la desgracia de mis manos. No quiero achacarlo a esa noche, pero sin duda creo que fue la noche de mi perdición.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt