La noche había caído de nuevo
otorgándome nuevamente una sed insaciable. El oscuro tormento que
era mis males también era el salvavidas de mi alma. Me había
convertido en un ser sin escrúpulos, alienado y con unos ojos pardos
que asechaban en cualquier esquina deseando agarrar a una nueva
víctima, atraiéndola hacia mí con trucos poco ortodoxos y
provocando que sucumbiera entre horribles maldiciones. Había salido
de mi ataúd forrado en raso rojo y con hermosas molduras talladas de
una misma pieza. Tenía algo más que un horrible crucifijo en la
tapa, sino que poseía calaveras y ánimas errantes en los laterales
y unas hermosas patas doradas que parecían ser de oro.
No había salido de mi habitación, la
cual era parte de las catacumbas que daban al teatro. Armand las
había encontrado en el trazado que estaba bajo la ciudad y dado con
el lugar exacto donde se podía derrumbar parte del suelo para
acceder a los túneles. Tenía una gran estancia tallada en la roca
con una puerta de hierro pesada, la cual cerraba a cal y canto a
pesar que éramos vampiros y ninguno de nosotros se expondría a tal
locura como matar a otro mientras descansa.
Aquel habitáculo inmundo poseía una
acústica fantástica y podía escuchar que sucedía a pocos metros
sobre mi cabeza. El murmullo del público en la puerta del teatro me
provocaba cierta emoción. Quería demostrarle a Lestat que yo podía
brillar en la oscuridad, pues ella siempre fue mi madre y me amamantó
mucho antes que él me convirtiera en un ser con cualidades
sobrehumanas. Me paseaba como un animal enjaulado dando vueltas a mis
ideas, como cada noche, cuando escuché pasos por la galería
cercana. Era Armand, pues conocía sus pequeños pasos rozando el
polvoriento suelo con aquellos zapatos negros con hebilla dorada que
tanto amaba.
Todo un aristócrata con el cabello
perfectamente colocado, con sus bucles rojizos cayendo despampanantes
sobre sus hombros y rozando suavemente sus mejillas, unos ojos color
avellana con brillos dorados que denotaban su malicia y una boca
suculenta, la cual siempre tenía una mueca de indiferencia terrible.
Sin duda todo un muchacho que cualquier hombre o mujer desearía
tener en su pensión gimiendo cual puta barata, sobre todo los
hombres que lo contemplaban como si fuera la mayor de las zorras en
un espectáculo decadente.
Había escuchado mil veces de boca de
todos que parecía un ángel misericordioso, como los ángeles que
yacían mudos e hieráticos en el cementerio. Esos mismos que con sus
alas extendidas mostraban la grandeza de Dios, si es que había
alguno al cual adorar, y con un rostro sumamente tranquilo miraban
las estrellas, el sol o dejaban que la lluvia curtiera su cutis. Sin
embargo, esos ojos que parecían mirarte y perseguirte, como si
fueran ánimas intranquilas, acongojaba incluso al enterrador más
veterano.
Sin embargo, mi aspecto era más
mundano. Mi camisa blanca mal acomodada, el chaleco negro con bordado
plateado tirado a un lado, mis medias blancas con un remiendo y unos
pantalones negros que comencé a llevar después del estreno de mi
primera obra. Tenía el pelo castaño, casi negro, desordenado y mis
manos temblaban moviéndose en el aire. Recuerdo que incluso brincaba
deseando dar con la solución a una obra que trataba de la
depravación, el horror, la vida y los ángeles. ¿Cómo podía
escribir un demonio como yo algo sobre ángeles? Era algo impensable
para mí.
Sin embargo, ese golpeteo por el
pasillo me hizo abrir la puerta y atrapar a Armand para meterlo en mi
habitación. No hizo nada por evitar mis dedos sobre sus elegantes
prendas, pero una vez dentro de mi celda intentó apartarse lo máximo
posible mirándome con desagrado y desconfianza. Su rostro de
porcelana tenía las mejillas sonrojadas y aún en la comisura de sus
labios había una gota de sangre. Con elegancia envidiable se sacudió
las huellas invisibles de mis dedos y después se acomodó la capa
oscura de terciopelo.
-Si me disculpas tengo asuntos
importantes que atender en la asamblea-dijo girándose-Mucho más
importantes que escuchar a un demente tocar el violín.
-¿Y si este demente pudiera escribir
una sensacional obra mucho más grande que esa que representas? ¿Qué
harías? ¿Lo dejarías atrás para discutir durante horas sobre el
nuevo decorado o te quedarías?-noté que la curiosidad le taladró
aunque supo mantener su pose de indiferencia hasta el último
segundo- Sólo preciso de tu ayuda.
-¿Mi ayuda? ¿No eres tan gran
escritor que no precisas siquiera de un escriba que transcriba cada
una de tus sandeces?-reprochó con una sonrisa cínica-¿En qué
deseas que te ayude?
-Necesito comprender a los ángeles
pero somos demonios, lo sabes Armand. Somos seres crueles y
sanguinarios. Somos los asesinos de París. Una ciudad infectada de
asesinos que roban a niños de sus cunas para ofrecerlos para el
sacrificio de nuestra propia vida, matamos doncellas para robar su
belleza por siempre y a jóvenes valientes sólo porque los
detestamos al tener una vida mortal. Incluso matamos a los ancianos y
a cualquier estúpido rufián. Somos demonios. Somos hijos de la ira
y la perdición. Depravados que con palabras retorcidas llenas de
elegancia matamos a los que vienen a darnos su aliento y aplausos-él
frunció el ceño y luego relajó su rostro en una mueca de
cansancio.
-No voy a discutir contigo sobre lo
correcto y lo incorrecto, la moral y la ética. Estoy cansado de
hablar contigo- guardó silencio apretando su mandíbula y después
se cubrió mejor con su capa-Más bien no quiero hacerlo.
-¿Sabes que puedo oler la maldad
surgiendo de tus hermosos rizos? Y sin embargo pareces un ángel.
Deja que te arranque las alas ésta noche. ¿No te lamentas que
Lestat no te tomara entre sus brazos y te adorara como esos hombres
que desean poseerte inclusive frente a sus amadas esposas?-alcé mis
oscuras cejas y coloqué mis manos en sus hombros-¡Imagina la cara
de Lestat!
-No-reprochó- No sé que pretendes ni
quieres, pero no.
-¡Puedo hacer llorar al diablo con mi
violín!-aquella confesión no le intrigó, sino que se burló el
malnacido.
-Y a mí también. ¡Pero por
cansancio!-espetó empujándome-Déjame en paz.
-¡Te digo que puedo llamarlo!-repetí
con vehemencia agarrando el violín para empezar a tocar para
él-¡Míralo surgir en cada una de las notas!
Armand me miró incrédulo mientras
danzaba a su alrededor. Su ceño se frunció suavemente y se echó a
reír provocando que su risa me desconcentrara. Ese maldito hijo de
puta se estaba burlando de mi verdad. Yo veía al demonio brincar a
mi lado con sus patas de carnero y sus alas negras como las de un
cuervo.
-Lo único que veo es un loco- chistó.
Solté mi violín y me arrojé contra
él. La puerta se había vuelto a cerrar por la corriente y su peso,
por lo tanto terminamos contra ella mientras él luchaba por
alejarme. Mi sangre era la de Lestat, y la sangre de Lestat era
fuerte, pero la suya tenía más años y poseía mayor fortaleza.
Desgarré su capa dejando que cayera al suelo y mis botas de suela
gastada, así como sus delicados zapatos, terminaron dejando la
huella en ellos.
-¡Déjame!-gritó golpeándome.
-¡Te burlas del diablo! ¡Te burlas de
su violinista!-exclamé.
Nuestras miradas se cruzaron mientras
sus puños se alzaban para golpear con ira mi pecho. Me dolía el
torso y cada empujón que me ofrecía, pero estaba fuera de mí. Creo
que temió que tuviera algún arma oculta, o simplemente que usara
las escasas velas que poseía, para prenderle fuego. Escuché
entonces como se rasgaba una tela y era la de mi camisa, la cual ya
quedó por completo inservible.
-¡Ayúdame a comprender a los
ángeles!-estaba convencido que él comprendería a los ángeles pues
era su contrario.
-¡Yo no soy uno de ellos!-replicó
empujándome contra mi ataúd, el cual se astilló y quedó
inservible.
-¡Pero te asemejas con esa
indiferencia cínica que posees!
Había visto como se inclinaba sobre un
asiento, con sus manos colocadas en el borde y sus labios rozando las
mejillas de los elegidos. Sus ojos tenían una caída oportuna y
sonreía como lo haría el mismo Dios ante un mundo que se rinde ante
él. Sólo un ángel, o un demonio, sería capaz de hacer algo así.
-¡Estás loco!
-¡Al menos estoy dispuesto a tocarte!
¡Ningún inmortal lo haría! ¡Nadie lo haría si supieras la clase
de monstruo que eres!-mis hirientes palabras tuvieron peso en él.
Pronto sus lozanas mejillas se
cubrieron de hilos rojizos que iban a parar el borde de su mentón,
cruzando su garganta y rozando sus caros ropajes. Sus manos se
cerraron en puño mientras negaba airadamente.
-¡No! ¡Mientes!
-Estás más loco que yo, Armand-dije
gateando hasta él mientras me echaba el pelo hacia atrás y lo
miraba desde abajo- Eres un terrible ser con apariencia hermosa. Pero
¿no te abandonó tu creador? Oh, sí. Todos saben esa trágica
historia de tu vida. Tu creador permitió que te arrastraran con un
ser que te hizo ser quien eres. Ni siquiera ese extraño que te dijo
amar quizás, como me dijo Lestat que me amaba a mí y fue mentira,
esté vivo y burlándose ahora mismo de tus lágrimas.
-Mientes-siseó antes de derribarme con
una patada proveniente de su pierna derecha.
-¡No miento!-exclamé- Piensa ¿no son
los ángeles amados y a la vez temidos? ¿No eres eso tú? Una
apariencia hermosa con una fuerza inconmensurable que puede
destruirnos a todos-quería regalarle el oído para que acabara
cediendo-Necesito escribir una obra, pero antes debo saber si un
ángel puede sentirse tentado ante la lujuria.
-Te detesto-dijo mirando su capa
destrozada.
-Es mutuo-reconocí levantándome para
llevar mis manos a las blondas de su camisa. Tenía un elegante
pañuelo color champán rodeando su cuello, el cual iba a juego con
el bordado su chaqueta y chaleco. Era como tocar un maniquí de una
cara tienda de confecciones.
-No me toques la ropa- apartó mis
manos de él y se quedó a varios pasos con el rostro pensativo-Puedo
hacerlo yo- indicó.
Rápidamente se dispuso a desnudarse
dejando sus ropas con cuidado en una pequeña mesa, la cual estaba
algo destartalada, que poseía en un rincón y donde guardaba parte
de las partituras en sus desvencijados cajones. Cuando pude ver sus
pezones sonrosados, su torso salpicado de algunas pecas y su miembro
sosegado con tan poco vello sonreí para mí. A penas le había
salido pelo en sus partes y parecía sedoso, aunque en sus axilas era
aún más escasos sus mechones.
No obstante no me quedé parado. Me
quité la camisa, botas, pantalones y medias dejándolas a un lado
sin siquiera cuidado. Mi miembro era de mayor envergadura que el
suyo, tenía el vello negro y algo áspero, mi cuerpo tenía más
forma de hombre que de chiquillo y mis pezones eran color café. Creo
que tuvo miedo entonces de sucumbir a los gemidos que le ofrecería,
porque se pegó aún más a la puerta dejando su espalda
completamente recta a ésta.
-¿Qué sucede?-pregunté tomando mi
pene con la mano derecha- ¿Te parece insignificante para que lo
prueben tu candorosa lengua?
Dio un paso al frente y después hubo
unos cuantos más. Aún dudaba de aquello, pero yo podía enviarle al
demonio si quería. Podía torturarlo e incluso incendiar el teatro
para que ardiera como una pira funeraria en medio de París. Y entre
dudas siguió caminando hasta quedar arrodillado frente a mí como
una beata que desea consagrarse con el cuerpo de Dios Nuestro Señor.
Abrió la boca llevándose la punta de aquel miembro flácido que
rogaba que lo despertaran.
Nunca olvidaría esos ojos embarrados
en lágrimas. Rogaba que fuese mentira mi cruel verdad, la cual le
había arrojado sin importarme siquiera si lo desmoralizaba por
completo arrastrándolo conmigo a la demencia. Para mí era un
enemigo y aquella mi victoria. Me miraba dejando que su boca fuese
acaparando mi pene, lamiendo sensualmente mi glande y retirando el
pellejo que iba quedando atrás. Lentamente quedó con el pene duro y
enterrado por completo en aquella boca carnosa y sonrosada.
Mi mano derecha cayó sobre sus
cabellos que parecían hechos con las ascuas de las fogatas que
ocasionalmente encendía, allí seguía lanzando a vampiros que iban
en contra de sus normas o parecían disgustarle. Atrapé varios
mechones en mi mano con el puño cerrado y con la izquierda saqué mi
miembro de su boca para acariciar sus labios, rozar sus mejillas
manchadas aún con sus lágrimas y volver a introducirlo para llevar
el ritmo con mi pelvis.
-Así, se como dicen la puta más
deliciosa que jamás ha podido retener ningún hombre en su lecho-sus
ojos se cerraron al oír tal frase y sentí una honda de ira que le
hizo temblar, sin embargo siguió mamando. Mi vello púbico rozaba su
nariz perfectamente delineada y también su boca que parecía
succionar con esmero cada milímetro de mí.
Gemía bajo y él ahogaba su deseo.
Tenía su miembro erecto entre sus delgadas piernas de muslos
blancos, los cuales parecían desesperados por apretar mi cuerpo
entre ellos. Por eso mismo lo aparté, con cierta repulsión y a la
vez con un deseo insondable de romperlo como si fuera un títere
viejo.
Armand perdió el equilibrio y cayó
sobre la capa que habíamos destrozado con nuestras pisadas en el
forcejeo. Su cabello rojo se esparció sobre la tela de la prenda, la
cual resaltaba su tez blanca y ese pelo tan llamativo. Sus tetillas
tenían los pezones algo duros y yo me incliné sobre él, quedando
en cuclillas, para estirar mis manos por su torso y pellizcar con
rabia sus pezones. Varios largos gemidos rompieron el silencio que
únicamente acogía los suaves jadeos de ambos. Se abrió de piernas
esperando recibirme, pero mi respuesta fue girarlo dejándolo de
espaldas, lo cual me daba ventaja sobre él, para comenzar a dejar
azotes en sus redondeadas nalgas.
Jamás había escuchado gemidos
similares. Parecía disfrutar del dolor cruel que le estaba
administrando. Inclusive disfrutó al introducir tres de mis dedos
mientras arañaba y golpeaba allá donde la espalda pierde su nombre,
pero también en ella y sobre todo en sus omóplatos. Parecía un
ángel, pero sin duda gozaba como un auténtico demonio.
Estaba apoyado con sus rodillas y
codos, pero algo sucedió y terminó con el pecho pegado al suelo,
rozando la suave y gruesa tela de su capa, mientras sus caderas se
movían. Rápidamente saqué mis dedos de él y me introduje
sintiendo lo apretado que me encontraría allí. Su entrada aceptó
gustosa, casi como una planta carnívora a un insecto, mi pene.
Cada vena, trozo de piel y músculo que
rozaba su interior parecía arrancarle algún que otro gemido. Sus
manos estaban aferradas a la capa mientras intentaba morderla, para
poder callar mi nombre entre sus gemidos. Que gozara conmigo era algo
totalmente ilógico para él, además de desafortunado. Sabía que el
odio era intenso, en ambas direcciones y creciente; por eso no le
quitaba hierro al asunto sino que lo aumentaba. Parecía que el odio
que nos tenía era proporcional al deseo y el placer que nos hacía
sentir en aquel momento.
Él gemía desesperado intentando
buscar apoyo, pero cada estocada lo hacía recostarse con la cabeza
girada para poder mirar por encima de su hombro. Sus ojos eran
fieros, pero no quería hacerme daño en esos instantes sino que
parecía necesitar que dijera algún halago. No dije nada, su nombre
moría en mi boca cada vez que sentía que iba a decirlo.
Tras varios minutos noté que cerraba
los dedos de sus pies, su espalda se encobraba como la de un gato
asustado y profería un gemido gutural mientras su miembro, el cual
ni siquiera había sido tocado, expulsaba su esperma sobre su prenda.
Los músculos de su trasero se contrajeron y desencadenó mi orgasmo.
Enterré mi miembro en él dejando que mi esperma rellenara su
orificio, el cual al sacar mi miembro mostró como brotaba, igual que
un extraño panal, parte del espeso semen.
Noches más tarde Armand entró airado
en mi habitáculo y me lanzó la obra a la cara. Finalmente no
versaba de ángeles sino de una puta parisina. Al comprender que
estaba basado en él, en su rostro de placer y sus miradas llenas de
lujuria, se volvió colérico. Me había burlado, según siempre su
palabra, de él y de su belleza confundiéndole con una zorra
cualquiera que se abre de piernas ante cualquier hombre. Poco después
ocurriría la desgracia de mis manos. No quiero achacarlo a esa
noche, pero sin duda creo que fue la noche de mi perdición.
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