Cuando sostuve aquel pequeño vestido
amarillo manchado de sangre y cubierto de polvo deseé que su
pequeños brazos se alzaran hasta mi cuello, me rodeara como en
aquellas magníficas noches en las cuales salíamos a cazar juntos, y
besara mi mejilla tranquilizando de ese modo mi corazón. Me sentía
un ángel desposeído de cielo y un demonio desterrado de los
infiernos. La angustia cubrió mi cuerpo y me hizo vibrar. Mi pequeña
Claudia, aquella que me condenó al pantano y la divina soledad del
fuego, había desaparecido como si fuera una estrella fugaz.
El amor que sentía por ella me hacía
imposible ver el odio que pronto empezó a cubrir con una pátina
oscura su alma. Mis brazos la estrechaban cada noche, acariciaba sus
cabellos dorados y observaba sus inmensos ojos claros. Me perturbaba
su belleza y la simpleza infantil de su cuerpo. Jamás amé a de esa
forma tan inocente e intensa, pues me sentía un padre que cumplía
todos los caprichos de su hija y eso me enorgullecía.
Me reprocho haberla convertido, pero si
no lo hubiese hecho habría muerto en aquella cama rodeada de
podredumbre y fiebres. Decidí que fuera nuestra muñeca a la cual
vestir, educar y contemplar como si fuera una bailarina de una caja
musical que cobra vida por si misma. Sin embargo, no me arrepiento de
sus recuerdos ni del aroma que viene a mi mente cuando creo verla a
lo lejos bailando entre la multitud.
Lestat de Lioncourt
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