Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

sábado, 8 de febrero de 2014

Ascenso a los infiernos

Bonsoir mes amis

¿Les apetece saber que han hecho David y Armand? ¿Cuál es el pecado de ambos? ¡Aquí tienen!


Lestat de Lioncourt 

Ascenso a los infiernos

Las fuertes ráfagas de viento agitaban violentamente los árboles cercanos a la biblioteca. Fuera se escuchaban aullidos semejantes a los de un lobo, pero era sólo el aire entre las ramas y arbustos recorriendo las estrechas galerías de las distintas zonas de ocio de la vivienda. La mansión estaba en silencio. Un silencio que caía pesadamente sobre sus hombros y que le hacían recordar las viejas noches situado tras su antiguo escritorio, bebiendo Whisky irlandés o Brandy y con un puro entre sus dedos. Durante algunos segundos tuvo esa antigua visión.

El largo pasillo que atravesaba la casa sede de Londres que la atravesaba de una punta a la otra, con sus losas de mármol negro y blanco, las lámparas de pared iluminaban suavemente la galería y el murmullo de los pasos apresurados de Joan Cross, la cual ya actualmente yacía inválida en una silla de ruedas, con sus altos tacones negros y su dorado cabello recogido en un moño alto.

Se recordó a sí mismo con cuarenta años sentado en aquel despacho, siendo aún demasiado joven para ser el director de la Orden, y viendo pasar las horas en el reloj de pared del fondo. La pequeña librería que se tendía a sus espaldas era encantadora pero no como la de la mansión que tenía su estimado amigo Lestat.

Por unos momentos no estaba allí, sino en su amado hogar. Un lugar que no volvería a recorrer ni sentir. Él lo sabía. El verdadero David, ese que era gentil con sus compañeros y extremadamente serio en su trabajo, había muerto hacía mucho tiempo y todos lo habían llorado. Muchos habían conocido ya la verdad y a los nuevos novicios se les intentaba disuadir de leer sus memorias. Nadie quería que quedaran inmersos en un mundo de tinieblas como él.

Pasó su mano derecha por su rostro y apretó las cuencas de sus ojos con el dedo pulgar e índice, para luego acomodarse en el cómodo sillón de línea ejecutiva que había adquirido. Era un sillón cómodo, pero destacaba horriblemente con los muebles barrocos y renacentistas que poblaban la vivienda.

Llevaba un elegante traje azul de china, el cual era una tonalidad inferior al marino y azafata, que destacaba sus rasgos y la camisa de algodón blanca. No llevaba chaleco, cosa que no era costumbre en él, y la corbata estaba mal anudada. Sin duda alguna meditaba. No podía olvidar aquellos años de investigación porque eran parte de sí mismo. Muchas noches fantaseaba como hubiese sido su vida con ochenta años y si hubiese tenido fuerzas para seguir dirigiendo aquel lugar, soportando los murmullos de la muerte y alegre cántico de la paz que ésta ofrecía.

El viento seguía rugiendo con un vendaval demasiado poderoso. Sabía que algunos árboles se troncharían, los más jóvenes quedarían doblados y los robustos simplemente verían como algunas de sus ramas dañadas. Pero dentro la chimenea calentaba sutilmente la fría estancia. La casa era demasiado grande para no encender un poco el fuego y quedarse ensimismado contemplándolo, sintiendo su fuerza y también como elevaba rápidamente la temperatura.

Unos pasos distintos a los de los criados, los cuales a veces iban y venían solícitos, elegantes y con el uniforme impecable dispuestos a satisfacer a los diversos invitados, sonaron sobre el suelo de mármol. Reconoció la presencia que se aproximaba y se reclinó sobre la mesa apoyando los codos en los brazos del sofá.

Las dos enormes, pesadas y detalladas puertas de la biblioteca estaban abiertas así que cuando vio su cuerpo menudo ensanchó una de sus mejores sonrisas. Los ojos pardos, de fiera indomable cargados de irresistible belleza y curiosidad, se posaron en los suyos mientras respondía al gesto con otra sonrisa aunque algo más tímida. Entró acomodándose sus cabellos rojos con sus hábiles y delgados dedos de mármol. Parecía un ángel sacado de uno de los cuadros que con insistencia pintaba Marius. Él era su inspiración pese a todo. El amor de ambos, aunque en ocasiones cruel y extrañamente sensual, era intenso y no conocía límites. No obstante Armand era un ser libre de la pesada condena de Marius, el cual a veces lo arrastraba hasta llevarlo al borde de la locura.

Vestía como cualquier chico de la ciudad. Nada podía hacer sospechar que aquel muchacho era un vampiro de quinientos años. Un vampiro que se había enfundado unas botas bajas de cuero negras, pantalones tejanos, jersey de rayas negras y grises y chaqueta de cuero. Su cabello era la nota de color, igual que sus cejas perfectamente delineadas y que se encontraban arqueadas en símbolo de sorpresa. Sus dientes eran pequeños, perfectos y ensombrecían sus colmillos que intentaba ocultar a toda costa, incluso frente a David.

Era el ángel de la muerte. Se podía decir que quien conocía a Armand podía perder rápidamente su vida. En ocasiones la perdían de forma súbita y en otras, las más frecuentes, él decidía que quería jugar para distraer su mente de las largas y aburridas noches que se hacían eternas. Era despiadado y cruel, pero mostraba siempre su faceta más encantadora con aquellos que se aproximaban. Sin duda era el peor enemigo que podía tener un mortal o un vampiro joven y débil.

—Espero no interrumpir tu trabajo—dijo acercándose con elegancia medida hacia David.

Talbot se hallaba sereno, pero su mente siempre bullía. Los misterios estaban sin resolver en sus archivos menos célebres y deseaba esclarecer al fin que había ocurrido. Pero aquello no podía considerarse un trabajo importante, aunque para él sí lo era, porque ya no había nadie que estuviera atento a sus nuevas indagaciones y victorias.

—En absoluto—respondió abriendo una de las carpetas para zambullirse en su propia letra.

Aún recordaba cuando sus archivos se hacían a mano y se pasaban a máquina, como mucho, pero ahora todo estaba informatizado y perdía parcialmente el encanto. Para él las viejas carpetas aún pertenecían a un presente que, a pesar de estar cargado de polvo, le conducía a recuerdos no siempre del todo agradables.

—Lestat posee una mejor biblioteca y he decidido tomar prestado algún libro—comentó encogiéndose de hombros mientras se acercaba peligrosamente a la mesa. Se inclinó apoyando los codos sobre el escritorio, puso sus manos cerradas bajo su mentón y lo miró con una sonrisa algo infantil—. ¿Qué me recomiendas?

—Muchos de los libros de Lestat son una buena elección—argumentó.

—¿Qué haces?—dijo estirando su brazo derecho hacia las carpetas para abrirlas y aproximar algunas hacia él.

—No toques eso. Están ordenadas alfabéticamente y por fechas—comentó prácticamente resignado. Por mucho que se pusiera un alto al pelirrojo este lo desconocía, así como no comprendía que era el espacio personal o mantener la mente en blanco por más de cinco minutos.

—David...—murmuró incorporándose para dar la vuelta a la mesa, empujar suavemente el sillón ejecutivo y sentarse en sus rodillas quedando frente a frente.

Talbot parecía desconcertado. Aquella bestia se hallaba sentado de forma encantadora, por no decir infantil, sobre él con sus ojos desafiantes buscando los suyos mientras sus manos comenzaban a jugar con su corbata. Tiraba suavemente de ésta y la anudaba mejor, para luego prácticamente deshacer el nudo y jugar con la punta de ambos extremos. Una pequeña risotada hizo eco y acto de presencia en la sala.

Ambos quedaron en silencio mirándose sin saber que decir. Las manos de Talbot se vieron intranquilas. No sabía donde colocarlas y finalmente optó por colocarla en los brazos del asiento, aferrándose al borde plano y sintiendo deseos de huir. Si bien Armand decidió que estaban mejor sobre su cuerpo, y lo tomó por la muñeca derecha, llevando la mano diestra sobre la cintura del pantalón y con la izquierda hizo lo mismo. Las manos de aquel centenario vampiro se echaron a su cuello, apoyando sus brazos sobre sus hombros y mirándolo fijamente dejando su frente contra la suya.

—¿Qué pretendes?—preguntó algo aturdido.

—Quiero que me acompañes al cielo, David—dijo hundiendo su rostro en el recodo derecho de su cuello. Pudo sentir su frío aliento, como este acariciaba el borde de la camisa y su nariz rozaba el lóbulo de su oreja—. ¿Conoces el cielo?—preguntó dejando que sus labios acariciaran de forma erótica su piel mientras todo el cuerpo empezaba a hormiguear.

—¿El cielo?—balbuceó con los ojos cerrados—. No, no conozco el cielo.

—Yo puedo hacer que lo conozcas de una forma escasamente usual—dijo riendo bajo mientras sus caderas oscilaban suavemente en círculos.

Sus nalgas estaban sobre la bragueta de David. Éste no había movido sus manos de la figura de Armand. Parecía estar paralizado por la sensación y la extraña oferta. Tembló bajo aquel cuerpo joven, pero duro y frío como el mármol.

—Mírate—dijo tomándolo del rostro para mirarle a los ojos—. Tiemblas como si fueras un chiquillo. ¿Qué temes David?—la puerta seguía abierta y uno de los empleados cruzó el pasillo sin siquiera detenerse a observar quien había en la biblioteca—. David cálmate. No te haré daño.

—¿Qué perversiones cruzan tu mente? Eso es lo que temo. No deberías estar encima mía proponiéndome ciertas cosas. Soy un hombre...—antes que pudiera seguir hablando Armand había colocado su largo dedo índice sobre sus labios, sellándolos mágicamente mientras sonreía con algo de picardía.

—Enamorado de una mujer que ha olvidado tu existencia y, sin embargo, aquí estás atado a su recuerdo esperando noche tras noche que se obre un milagro—negó con su cabeza creando para él un movimiento hipnótico de sus cabellos rojizos—. Dime David ¿desde cuando no te hacen sentir la chispa de la vida?

—Yo...

—Silencio—dijo retrocediendo unos centímetros para verlo bien. Sus frías y aterciopeladas manos acariciaron sus rasgos. Sus ojos tenían unas terribles pestañas que parecían de muñeca de porcelana. David sintió otro escalofrío cuando se percató que estaba escudriñando su alma—. Quieres que te amen al menos una noche—murmuró en un tono quedo muy sutil—. Tan parecido a mí y tan distinto.

—¿Te burlas de mí?—si pudiese salir corriendo de allí lo habría hecho, pero Armand lo hechizaba.

—En absoluto—negó suavemente con su cabeza y la inclinó para acostarse sobre su ancho pecho—. Yo siempre he deseado que me amen, pero sólo he conseguido miseria. Ahora tengo algo de amor aunque ya soy una bestia. Una bestia que camina por las calles buscando que todos lo amen—su mano derecha acariciaba el torso de David por encima de la camisa, pero empezó a desabrochar algunos botones para hacerlo por dentro—. Hazme tuyo. Quiero llevar tu marca—dijo incorporándose para mirarlo de nuevo a los ojos—. Hazme tuyo y te prometo hacerte tocar los cielos con algo más que la punta de tus dedos. Sentirás que tu alma finalmente se libera de la pesada carga de un amor tempestuoso.

—Yo aún la amo demasiado—musitó.

—Eres un necio—apartó sus manos y se bajó de él—. Un necio que está perdiendo una gran oportunidad.

Aquel vampiro atemporal, con el rostro igual de lampiño que el de un eunuco y con los ojos profundos de un anciano, le provocaba escalofríos. Era todo un misterio que él había intentado desenmarañar pero no lo logró. Sólo tenía trozos entre sus dedos. Unos trozos sensuales que olían a especias, sonaba como las góndolas al pasar por los canales Venecianos y eran cálidos como el fuego que usaba a veces con sus víctimas.

Se movió hacia las estanterías a las espaldas de David, el cual aún temblaba pensando en aquellas sutiles palabras. Le estaba ofreciendo su cuerpo a cambio de la salvación, como si realmente fuera un ángel y eso ayudara a mejorar la situación en la cual vivía. David no podía olvidar los cabellos de la bruja que le había condenado al amor. Una vez más se había enamorado de una Mayfair y estaba pagando caro el precio de su estupidez. Armand lo sabía. Sabía que él sufría horriblemente de una soledad similar a la que aún padecía, pues ni Benji ni Sybelle le alivianaban. No podías sacar un clavo con otro clavo y más cuando ese clavo siempre lo llevabas presente.

Sin embargo no dijo nada más. Dejó que el azar eligiera los libros y pasó por su lado. No obstante David se movió rápido y lo tomó del brazo derecho arrastrándolo hacia él. Los libros cayeron como si fueran plumas hacia la alfombra persa que presidía la sala.

—¿Qué haces?—preguntó con cierta curiosidad e indignación.

Atrajo aquel cuerpo hacia él y lo besó. Ese beso fue rudo como los besos que se dan con rabia o desesperación. David era un hombre desesperado y descorazonado. Armand dejó que él tomara la iniciativa aunque terminó sentado en la misma posición, abriendo velozmente la camisa y tirando de su corbata hacia él. La boca de David tenía un sabor especial para Armand. Nunca había besado a su amigo, aunque más que amigo podía asegurar que era confidente. Él le había revelado cosas que nunca antes había dicho a otro ser y éste las había reunido todas para explicarlas al gran público. David se apoderaba voraz de la boca del querubín de Marius. Sin duda era un ángel y quizás podía llevarlo a ese cielo prometido.

—Hazme vibrar—dijo casi sin aliento mientras permitía que David levantara su jersey.

La prenda rápidamente quedó tirada a un lado de la habitación, igual que los libros, y pudo sentir la experta lengua de David. El pelirrojo se echó hacia atrás presa de la excitación que estaba ofreciéndole. Tenía los pezones sensibles, algo gruesos, rosados y salpicados de pequeñas pecas. Su torso no tenía vello alguno, al igual que sus partes a penas tenía una pelusa rojiza que coronaba la base. Era un cuerpo de un ángel. Marius no se había equivocado jamás en llamarlo querubín a solas, cuando le desnudaba para arrancarle la escasa inocencia que aún permanecía contenida en su alma.

Desnudaba aquel cuerpo sin prisa y dejaba las caricias oportunas. Armand, sin embargo, se desesperaba e intentaba arrancarle cada prenda como si fueran harapos. Las inquietas manos de ambos tuvieron como resultado a un cuerpo desnudo y otro aún cubierto de algunas prendas, como una camisa desabotonada y arrugada y unos pantalones con la bragueta bajada mostrando su virilidad. Armand jadeaba sintiendo los besos y caricias de David, el cual parecía hipnotizado por completo por el sabor que poseía su sudor sanguinolento y lo agradable que era al tacto. La piel de su compañero era como pétalos de flores mientras que la suya era algo más gruesa y áspera.

El pelirrojo se deslizó entre sus piernas de forma escurridiza, para abrirlas y acomodar su brazo izquierdo entorno a su cadera. Mirándolo a los ojos, completamente perdido en el fuego del deseo y la pasión, acabó tomando con su mano derecha el sexo de David para llevarlo a su boca. Notó rápidamente como se hinchaba aún más tomando forma, endureciéndose y ofreciéndole un miembro de proporciones más que aceptables. Era algo mayor que el de otros amantes y singularmente parecido al de Marius, su maestro.

David tenía una visión perfecta, por no decir endemoniadamente atractiva, de la felación que estaba ofreciéndole. Aquella agradable estimulación de su sexo con aquellos labios gruesos, casi femeninos, le arrancaba suspiros y gemidos bajos. Los blancos y estrechos hombros de Armand eran puro pecado. Quería morder sus redondeces, estirar sus manos por su espalda y palpar el inicio de su entrada con la yema de los dedos. Sin embargo se hallaba tirando del pelo rizado y húmedo. Armand ya sudaba desde hacía rato debido a la poderosa excitación. La puerta continuaba abierta y varias mujeres del servicio pasaron conversando, mirando de reojo hacia la habitación y coloreándose al comprobar que estaba ocurriendo. David no reaccionó. Mr. Talbot había quedado en algún lugar perdido en sus pensamientos y la fiera, el vampiro desesperado que era, surgía ansioso de sexo y sangre. Tenía su víctima apresada con sus manos gruesas y grandes, apretando sin importarle nada su cabeza contra su bragueta y percibiendo como su amante disfrutaba.

Hacía más de seis meses que no disfrutaba de caricias ni mimos. Había perdido por completo la cuenta cuando fue la última vez que pudo tener algo similar. Y en esos momentos sólo bullía un pensamiento y era el hacer que él alcanzara el cielo que tanto le había prometido y ofrecido. Era capaz de contemplar los ligeros suspiros que provocaban que el cuerpo de Armand temblara. La boca que tenía atrapado su miembro estaba humedeciéndolo, tirando de su piel y dejando escalofríos por el roce de sus dientes al mordisquear el glande.

—No—dijo apartándolo de inmediato.

Estaba a punto de llegar al final y ofrecerle, sin remedio, un cálido torrente con su esencia y el sabor que este guardaba celosamente. Armand le miró aturdido y embelesado, pero eso no le detuvo. Levantó con rabia a su igual del suelo, tiró las carpetas al suelo sin importarle nada por la pasión del momento y pegó el torso liso, suave y blanco de su amante. Las piernas largas y de muslos redondeados se abrieron para él, sus nalgas eran grandes y redondas ofreciéndole el paraíso en un cálido y estrecho agujero. Palpó su entrada y hundió dos de sus dedos sacando a Armand un largo gemido similar al de un soprano cuando inicia el canto.

—Tienes la entrada al paraíso en tus manos—balbuceó agitado moviendo sutilmente su pelvis.

David no lo pensó más y entró en él. Sus manos se habían situado en sus caderas, rodeando como buenamente podía aquella cintura marcada como si fuera una jovencita y comenzó a moverse firme, rudo y desesperado. La corbata aún estaba atada a su cuello y rozaba la columna vertebral de Armand, el cual gemía con el rostro girado para ver la lujuriosa furia que emanaba de la mirada de David. Sí, al fin era suyo. Al fin los dos estaban sintiendo un pacer innegable en un acto sucio y cargado de significado.

Los testículos de David chocaban contra aquellas redondeadas nalgas y el miembro de Armand se rozaba sobre la mesa, así como su torso de pezones sensibles y las palmas de sus manos. Deseaba aferrarse al borde de la mesa, pues David estaba siendo especialmente duro con él, pero no lograba concentrarse y ni siquiera podía ver ya con sus ojos pardos. Movía sus caderas de frenético buscando el placer más intenso y empezó a gemir mucho más alto y seguido. Tuvo que cerrar sus ojos, dejar que aquello pasara y sentir como al fin ambos llegaban al cielo retozando sobre aquella mesa.

Armand llegó primero debido a las poderosas sensaciones que le arrancaba cada centímetro de aquel sexo, grueso y largo, que él mismo había endurecido. David llegó después tras unas cuantas estocadas más, pero no lo hizo dentro de su trasero. Él no quería bañar sus entrañas sino que llevaba su sabor para siempre en su boca. Por ello, se salió de su amante y lo arrodilló hundiendo el glande entre sus labios.

Él tenía las mejillas sonrojadas como si hubiese usado maquillaje, sus labios estaban rojos por los besos y la presión en ellos y sus ojos vidriosos por la lujuria. Tenía el pelo bastante alborotado y empapado. Algunos mechones caían sobre sus cejas dándole un aspecto de ángel en plena caída hacia los infiernos. Con cuidado David apartó los mechones y movió sus caderas dejando mientras que él saboreara su esperma.

Pasado algo más de un minuto se sentó en su sillón, algo cansado, y Armand decidió tomar sus ropas para huir de allí. No lograba entenderlo. Había sentido el mismo cielo caer sobre él y a la vez el infierno porque no era Marius. Por mucho tiempo que pasase no podría comprender porque sufría de ese modo por alguien que era un tirano, un déspota y un engendro que sólo dictaba órdenes sin pensar en sus sentimientos. Si es que aún quedaban sentimientos en Armand. Aunque, a pesar de eso, había disfrutado y si se volvía a repetir no dudaría en alargar el momento. El sabor que llevaba en sus labios era salado y sentía que hacía que ardiera por dentro.


Por otro lado David imaginó a Mona en sus brazos, recostada contra él acariciando su torso y rostro. No quiso llorar, pero finalmente lo hizo. Había sido un error enamorarse de ese modo cuando ella jamás sería de otro que no fuera Tarquin. Necesitaba olvidar a esa mujer, centrarse en sus asuntos y de momento tenía varios. Debía recuperar el orden en la habitación y calmar el revuelto que habían generado entre la servidumbre. Si Armand regresaba a sus brazos lo aceptaría, pero sabía bien que a pesar de todo él tenía su corazón enjaulado entre las manos del milenario Marius Romanus.  

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Lestat de Lioncourt