Bonsoir mes amis
¿Les apetece saber que han hecho David y Armand? ¿Cuál es el pecado de ambos? ¡Aquí tienen!
Lestat de Lioncourt
Ascenso a los infiernos
Las fuertes ráfagas de viento agitaban
violentamente los árboles cercanos a la biblioteca. Fuera se
escuchaban aullidos semejantes a los de un lobo, pero era sólo el
aire entre las ramas y arbustos recorriendo las estrechas galerías
de las distintas zonas de ocio de la vivienda. La mansión estaba en
silencio. Un silencio que caía pesadamente sobre sus hombros y que
le hacían recordar las viejas noches situado tras su antiguo
escritorio, bebiendo Whisky irlandés o Brandy y con un puro entre
sus dedos. Durante algunos segundos tuvo esa antigua visión.
El largo pasillo que atravesaba la casa
sede de Londres que la atravesaba de una punta a la otra, con sus
losas de mármol negro y blanco, las lámparas de pared iluminaban
suavemente la galería y el murmullo de los pasos apresurados de Joan
Cross, la cual ya actualmente yacía inválida en una silla de
ruedas, con sus altos tacones negros y su dorado cabello recogido en
un moño alto.
Se recordó a sí mismo con cuarenta
años sentado en aquel despacho, siendo aún demasiado joven para ser
el director de la Orden, y viendo pasar las horas en el reloj de
pared del fondo. La pequeña librería que se tendía a sus espaldas
era encantadora pero no como la de la mansión que tenía su estimado
amigo Lestat.
Por unos momentos no estaba allí, sino
en su amado hogar. Un lugar que no volvería a recorrer ni sentir. Él
lo sabía. El verdadero David, ese que era gentil con sus compañeros
y extremadamente serio en su trabajo, había muerto hacía mucho
tiempo y todos lo habían llorado. Muchos habían conocido ya la
verdad y a los nuevos novicios se les intentaba disuadir de leer sus
memorias. Nadie quería que quedaran inmersos en un mundo de
tinieblas como él.
Pasó su mano derecha por su rostro y
apretó las cuencas de sus ojos con el dedo pulgar e índice, para
luego acomodarse en el cómodo sillón de línea ejecutiva que había
adquirido. Era un sillón cómodo, pero destacaba horriblemente con
los muebles barrocos y renacentistas que poblaban la vivienda.
Llevaba un elegante traje azul de
china, el cual era una tonalidad inferior al marino y azafata, que
destacaba sus rasgos y la camisa de algodón blanca. No llevaba
chaleco, cosa que no era costumbre en él, y la corbata estaba mal
anudada. Sin duda alguna meditaba. No podía olvidar aquellos años
de investigación porque eran parte de sí mismo. Muchas noches
fantaseaba como hubiese sido su vida con ochenta años y si hubiese
tenido fuerzas para seguir dirigiendo aquel lugar, soportando los
murmullos de la muerte y alegre cántico de la paz que ésta ofrecía.
El viento seguía rugiendo con un
vendaval demasiado poderoso. Sabía que algunos árboles se
troncharían, los más jóvenes quedarían doblados y los robustos
simplemente verían como algunas de sus ramas dañadas. Pero dentro
la chimenea calentaba sutilmente la fría estancia. La casa era
demasiado grande para no encender un poco el fuego y quedarse
ensimismado contemplándolo, sintiendo su fuerza y también como
elevaba rápidamente la temperatura.
Unos pasos distintos a los de los
criados, los cuales a veces iban y venían solícitos, elegantes y
con el uniforme impecable dispuestos a satisfacer a los diversos
invitados, sonaron sobre el suelo de mármol. Reconoció la presencia
que se aproximaba y se reclinó sobre la mesa apoyando los codos en
los brazos del sofá.
Las dos enormes, pesadas y detalladas
puertas de la biblioteca estaban abiertas así que cuando vio su
cuerpo menudo ensanchó una de sus mejores sonrisas. Los ojos pardos,
de fiera indomable cargados de irresistible belleza y curiosidad, se
posaron en los suyos mientras respondía al gesto con otra sonrisa
aunque algo más tímida. Entró acomodándose sus cabellos rojos con
sus hábiles y delgados dedos de mármol. Parecía un ángel sacado
de uno de los cuadros que con insistencia pintaba Marius. Él era su
inspiración pese a todo. El amor de ambos, aunque en ocasiones cruel
y extrañamente sensual, era intenso y no conocía límites. No
obstante Armand era un ser libre de la pesada condena de Marius, el
cual a veces lo arrastraba hasta llevarlo al borde de la locura.
Vestía como cualquier chico de la
ciudad. Nada podía hacer sospechar que aquel muchacho era un vampiro
de quinientos años. Un vampiro que se había enfundado unas botas
bajas de cuero negras, pantalones tejanos, jersey de rayas negras y
grises y chaqueta de cuero. Su cabello era la nota de color, igual
que sus cejas perfectamente delineadas y que se encontraban arqueadas
en símbolo de sorpresa. Sus dientes eran pequeños, perfectos y
ensombrecían sus colmillos que intentaba ocultar a toda costa,
incluso frente a David.
Era el ángel de la muerte. Se podía
decir que quien conocía a Armand podía perder rápidamente su vida.
En ocasiones la perdían de forma súbita y en otras, las más
frecuentes, él decidía que quería jugar para distraer su mente de
las largas y aburridas noches que se hacían eternas. Era despiadado
y cruel, pero mostraba siempre su faceta más encantadora con
aquellos que se aproximaban. Sin duda era el peor enemigo que podía
tener un mortal o un vampiro joven y débil.
—Espero no interrumpir tu
trabajo—dijo acercándose con elegancia medida hacia David.
Talbot se hallaba sereno, pero su mente
siempre bullía. Los misterios estaban sin resolver en sus archivos
menos célebres y deseaba esclarecer al fin que había ocurrido. Pero
aquello no podía considerarse un trabajo importante, aunque para él
sí lo era, porque ya no había nadie que estuviera atento a sus
nuevas indagaciones y victorias.
—En absoluto—respondió abriendo
una de las carpetas para zambullirse en su propia letra.
Aún recordaba cuando sus archivos se
hacían a mano y se pasaban a máquina, como mucho, pero ahora todo
estaba informatizado y perdía parcialmente el encanto. Para él las
viejas carpetas aún pertenecían a un presente que, a pesar de estar
cargado de polvo, le conducía a recuerdos no siempre del todo
agradables.
—Lestat posee una mejor biblioteca y
he decidido tomar prestado algún libro—comentó encogiéndose de
hombros mientras se acercaba peligrosamente a la mesa. Se inclinó
apoyando los codos sobre el escritorio, puso sus manos cerradas bajo
su mentón y lo miró con una sonrisa algo infantil—. ¿Qué me
recomiendas?
—Muchos de los libros de Lestat son
una buena elección—argumentó.
—¿Qué haces?—dijo estirando su
brazo derecho hacia las carpetas para abrirlas y aproximar algunas
hacia él.
—No toques eso. Están ordenadas
alfabéticamente y por fechas—comentó prácticamente resignado.
Por mucho que se pusiera un alto al pelirrojo este lo desconocía,
así como no comprendía que era el espacio personal o mantener la
mente en blanco por más de cinco minutos.
—David...—murmuró incorporándose
para dar la vuelta a la mesa, empujar suavemente el sillón ejecutivo
y sentarse en sus rodillas quedando frente a frente.
Talbot parecía desconcertado. Aquella
bestia se hallaba sentado de forma encantadora, por no decir
infantil, sobre él con sus ojos desafiantes buscando los suyos
mientras sus manos comenzaban a jugar con su corbata. Tiraba
suavemente de ésta y la anudaba mejor, para luego prácticamente
deshacer el nudo y jugar con la punta de ambos extremos. Una pequeña
risotada hizo eco y acto de presencia en la sala.
Ambos quedaron en silencio mirándose
sin saber que decir. Las manos de Talbot se vieron intranquilas. No
sabía donde colocarlas y finalmente optó por colocarla en los
brazos del asiento, aferrándose al borde plano y sintiendo deseos de
huir. Si bien Armand decidió que estaban mejor sobre su cuerpo, y lo
tomó por la muñeca derecha, llevando la mano diestra sobre la
cintura del pantalón y con la izquierda hizo lo mismo. Las manos de
aquel centenario vampiro se echaron a su cuello, apoyando sus brazos
sobre sus hombros y mirándolo fijamente dejando su frente contra la
suya.
—¿Qué pretendes?—preguntó algo
aturdido.
—Quiero que me acompañes al cielo,
David—dijo hundiendo su rostro en el recodo derecho de su cuello.
Pudo sentir su frío aliento, como este acariciaba el borde de la
camisa y su nariz rozaba el lóbulo de su oreja—. ¿Conoces el
cielo?—preguntó dejando que sus labios acariciaran de forma
erótica su piel mientras todo el cuerpo empezaba a hormiguear.
—¿El cielo?—balbuceó con los ojos
cerrados—. No, no conozco el cielo.
—Yo puedo hacer que lo conozcas de
una forma escasamente usual—dijo riendo bajo mientras sus caderas
oscilaban suavemente en círculos.
Sus nalgas estaban sobre la bragueta de
David. Éste no había movido sus manos de la figura de Armand.
Parecía estar paralizado por la sensación y la extraña oferta.
Tembló bajo aquel cuerpo joven, pero duro y frío como el mármol.
—Mírate—dijo tomándolo del rostro
para mirarle a los ojos—. Tiemblas como si fueras un chiquillo.
¿Qué temes David?—la puerta seguía abierta y uno de los
empleados cruzó el pasillo sin siquiera detenerse a observar quien
había en la biblioteca—. David cálmate. No te haré daño.
—¿Qué perversiones cruzan tu mente?
Eso es lo que temo. No deberías estar encima mía proponiéndome
ciertas cosas. Soy un hombre...—antes que pudiera seguir hablando
Armand había colocado su largo dedo índice sobre sus labios,
sellándolos mágicamente mientras sonreía con algo de picardía.
—Enamorado de una mujer que ha
olvidado tu existencia y, sin embargo, aquí estás atado a su
recuerdo esperando noche tras noche que se obre un milagro—negó
con su cabeza creando para él un movimiento hipnótico de sus
cabellos rojizos—. Dime David ¿desde cuando no te hacen sentir la
chispa de la vida?
—Yo...
—Silencio—dijo retrocediendo unos
centímetros para verlo bien. Sus frías y aterciopeladas manos
acariciaron sus rasgos. Sus ojos tenían unas terribles pestañas que
parecían de muñeca de porcelana. David sintió otro escalofrío
cuando se percató que estaba escudriñando su alma—. Quieres que
te amen al menos una noche—murmuró en un tono quedo muy sutil—.
Tan parecido a mí y tan distinto.
—¿Te burlas de mí?—si pudiese
salir corriendo de allí lo habría hecho, pero Armand lo hechizaba.
—En absoluto—negó suavemente con
su cabeza y la inclinó para acostarse sobre su ancho pecho—. Yo
siempre he deseado que me amen, pero sólo he conseguido miseria.
Ahora tengo algo de amor aunque ya soy una bestia. Una bestia que
camina por las calles buscando que todos lo amen—su mano derecha
acariciaba el torso de David por encima de la camisa, pero empezó a
desabrochar algunos botones para hacerlo por dentro—. Hazme tuyo.
Quiero llevar tu marca—dijo incorporándose para mirarlo de nuevo a
los ojos—. Hazme tuyo y te prometo hacerte tocar los cielos con
algo más que la punta de tus dedos. Sentirás que tu alma finalmente
se libera de la pesada carga de un amor tempestuoso.
—Yo aún la amo demasiado—musitó.
—Eres un necio—apartó sus manos y
se bajó de él—. Un necio que está perdiendo una gran
oportunidad.
Aquel vampiro atemporal, con el rostro
igual de lampiño que el de un eunuco y con los ojos profundos de un
anciano, le provocaba escalofríos. Era todo un misterio que él
había intentado desenmarañar pero no lo logró. Sólo tenía trozos
entre sus dedos. Unos trozos sensuales que olían a especias, sonaba
como las góndolas al pasar por los canales Venecianos y eran cálidos
como el fuego que usaba a veces con sus víctimas.
Se movió hacia las estanterías a las
espaldas de David, el cual aún temblaba pensando en aquellas sutiles
palabras. Le estaba ofreciendo su cuerpo a cambio de la salvación,
como si realmente fuera un ángel y eso ayudara a mejorar la
situación en la cual vivía. David no podía olvidar los cabellos de
la bruja que le había condenado al amor. Una vez más se había
enamorado de una Mayfair y estaba pagando caro el precio de su
estupidez. Armand lo sabía. Sabía que él sufría horriblemente de
una soledad similar a la que aún padecía, pues ni Benji ni Sybelle
le alivianaban. No podías sacar un clavo con otro clavo y más
cuando ese clavo siempre lo llevabas presente.
Sin embargo no dijo nada más. Dejó
que el azar eligiera los libros y pasó por su lado. No obstante
David se movió rápido y lo tomó del brazo derecho arrastrándolo
hacia él. Los libros cayeron como si fueran plumas hacia la alfombra
persa que presidía la sala.
—¿Qué haces?—preguntó con cierta
curiosidad e indignación.
Atrajo aquel cuerpo hacia él y lo
besó. Ese beso fue rudo como los besos que se dan con rabia o
desesperación. David era un hombre desesperado y descorazonado.
Armand dejó que él tomara la iniciativa aunque terminó sentado en
la misma posición, abriendo velozmente la camisa y tirando de su
corbata hacia él. La boca de David tenía un sabor especial para
Armand. Nunca había besado a su amigo, aunque más que amigo podía
asegurar que era confidente. Él le había revelado cosas que nunca
antes había dicho a otro ser y éste las había reunido todas para
explicarlas al gran público. David se apoderaba voraz de la boca del
querubín de Marius. Sin duda era un ángel y quizás podía llevarlo
a ese cielo prometido.
—Hazme vibrar—dijo casi sin aliento
mientras permitía que David levantara su jersey.
La prenda rápidamente quedó tirada a
un lado de la habitación, igual que los libros, y pudo sentir la
experta lengua de David. El pelirrojo se echó hacia atrás presa de
la excitación que estaba ofreciéndole. Tenía los pezones
sensibles, algo gruesos, rosados y salpicados de pequeñas pecas. Su
torso no tenía vello alguno, al igual que sus partes a penas tenía
una pelusa rojiza que coronaba la base. Era un cuerpo de un ángel.
Marius no se había equivocado jamás en llamarlo querubín a solas,
cuando le desnudaba para arrancarle la escasa inocencia que aún
permanecía contenida en su alma.
Desnudaba aquel cuerpo sin prisa y
dejaba las caricias oportunas. Armand, sin embargo, se desesperaba e
intentaba arrancarle cada prenda como si fueran harapos. Las
inquietas manos de ambos tuvieron como resultado a un cuerpo desnudo
y otro aún cubierto de algunas prendas, como una camisa desabotonada
y arrugada y unos pantalones con la bragueta bajada mostrando su
virilidad. Armand jadeaba sintiendo los besos y caricias de David, el
cual parecía hipnotizado por completo por el sabor que poseía su
sudor sanguinolento y lo agradable que era al tacto. La piel de su
compañero era como pétalos de flores mientras que la suya era algo
más gruesa y áspera.
El pelirrojo se deslizó entre sus
piernas de forma escurridiza, para abrirlas y acomodar su brazo
izquierdo entorno a su cadera. Mirándolo a los ojos, completamente
perdido en el fuego del deseo y la pasión, acabó tomando con su
mano derecha el sexo de David para llevarlo a su boca. Notó
rápidamente como se hinchaba aún más tomando forma, endureciéndose
y ofreciéndole un miembro de proporciones más que aceptables. Era
algo mayor que el de otros amantes y singularmente parecido al de
Marius, su maestro.
David tenía una visión perfecta, por
no decir endemoniadamente atractiva, de la felación que estaba
ofreciéndole. Aquella agradable estimulación de su sexo con
aquellos labios gruesos, casi femeninos, le arrancaba suspiros y
gemidos bajos. Los blancos y estrechos hombros de Armand eran puro
pecado. Quería morder sus redondeces, estirar sus manos por su
espalda y palpar el inicio de su entrada con la yema de los dedos.
Sin embargo se hallaba tirando del pelo rizado y húmedo. Armand ya
sudaba desde hacía rato debido a la poderosa excitación. La puerta
continuaba abierta y varias mujeres del servicio pasaron conversando,
mirando de reojo hacia la habitación y coloreándose al comprobar
que estaba ocurriendo. David no reaccionó. Mr. Talbot había quedado
en algún lugar perdido en sus pensamientos y la fiera, el vampiro
desesperado que era, surgía ansioso de sexo y sangre. Tenía su
víctima apresada con sus manos gruesas y grandes, apretando sin
importarle nada su cabeza contra su bragueta y percibiendo como su
amante disfrutaba.
Hacía más de seis meses que no
disfrutaba de caricias ni mimos. Había perdido por completo la
cuenta cuando fue la última vez que pudo tener algo similar. Y en
esos momentos sólo bullía un pensamiento y era el hacer que él
alcanzara el cielo que tanto le había prometido y ofrecido. Era
capaz de contemplar los ligeros suspiros que provocaban que el cuerpo
de Armand temblara. La boca que tenía atrapado su miembro estaba
humedeciéndolo, tirando de su piel y dejando escalofríos por el
roce de sus dientes al mordisquear el glande.
—No—dijo apartándolo de inmediato.
Estaba a punto de llegar al final y
ofrecerle, sin remedio, un cálido torrente con su esencia y el sabor
que este guardaba celosamente. Armand le miró aturdido y embelesado,
pero eso no le detuvo. Levantó con rabia a su igual del suelo, tiró
las carpetas al suelo sin importarle nada por la pasión del momento
y pegó el torso liso, suave y blanco de su amante. Las piernas
largas y de muslos redondeados se abrieron para él, sus nalgas eran
grandes y redondas ofreciéndole el paraíso en un cálido y estrecho
agujero. Palpó su entrada y hundió dos de sus dedos sacando a
Armand un largo gemido similar al de un soprano cuando inicia el
canto.
—Tienes la entrada al paraíso en tus
manos—balbuceó agitado moviendo sutilmente su pelvis.
David no lo pensó más y entró en él.
Sus manos se habían situado en sus caderas, rodeando como buenamente
podía aquella cintura marcada como si fuera una jovencita y comenzó
a moverse firme, rudo y desesperado. La corbata aún estaba atada a
su cuello y rozaba la columna vertebral de Armand, el cual gemía con
el rostro girado para ver la lujuriosa furia que emanaba de la mirada
de David. Sí, al fin era suyo. Al fin los dos estaban sintiendo un
pacer innegable en un acto sucio y cargado de significado.
Los testículos de David chocaban
contra aquellas redondeadas nalgas y el miembro de Armand se rozaba
sobre la mesa, así como su torso de pezones sensibles y las palmas
de sus manos. Deseaba aferrarse al borde de la mesa, pues David
estaba siendo especialmente duro con él, pero no lograba
concentrarse y ni siquiera podía ver ya con sus ojos pardos. Movía
sus caderas de frenético buscando el placer más intenso y empezó a
gemir mucho más alto y seguido. Tuvo que cerrar sus ojos, dejar que
aquello pasara y sentir como al fin ambos llegaban al cielo retozando
sobre aquella mesa.
Armand llegó primero debido a las
poderosas sensaciones que le arrancaba cada centímetro de aquel
sexo, grueso y largo, que él mismo había endurecido. David llegó
después tras unas cuantas estocadas más, pero no lo hizo dentro de
su trasero. Él no quería bañar sus entrañas sino que llevaba su
sabor para siempre en su boca. Por ello, se salió de su amante y lo
arrodilló hundiendo el glande entre sus labios.
Él tenía las mejillas sonrojadas como
si hubiese usado maquillaje, sus labios estaban rojos por los besos y
la presión en ellos y sus ojos vidriosos por la lujuria. Tenía el
pelo bastante alborotado y empapado. Algunos mechones caían sobre
sus cejas dándole un aspecto de ángel en plena caída hacia los
infiernos. Con cuidado David apartó los mechones y movió sus
caderas dejando mientras que él saboreara su esperma.
Pasado algo más de un minuto se sentó
en su sillón, algo cansado, y Armand decidió tomar sus ropas para
huir de allí. No lograba entenderlo. Había sentido el mismo cielo
caer sobre él y a la vez el infierno porque no era Marius. Por mucho
tiempo que pasase no podría comprender porque sufría de ese modo
por alguien que era un tirano, un déspota y un engendro que sólo
dictaba órdenes sin pensar en sus sentimientos. Si es que aún
quedaban sentimientos en Armand. Aunque, a pesar de eso, había
disfrutado y si se volvía a repetir no dudaría en alargar el
momento. El sabor que llevaba en sus labios era salado y sentía que
hacía que ardiera por dentro.
Por otro lado David imaginó a Mona en
sus brazos, recostada contra él acariciando su torso y rostro. No
quiso llorar, pero finalmente lo hizo. Había sido un error
enamorarse de ese modo cuando ella jamás sería de otro que no fuera
Tarquin. Necesitaba olvidar a esa mujer, centrarse en sus asuntos y
de momento tenía varios. Debía recuperar el orden en la habitación
y calmar el revuelto que habían generado entre la servidumbre. Si
Armand regresaba a sus brazos lo aceptaría, pero sabía bien que a
pesar de todo él tenía su corazón enjaulado entre las manos del
milenario Marius Romanus.
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