—¿Dónde estoy?—pregunté
experimentando cierto temor.
Jamás he tenido miedo a nada salvo en
mi juventud. Cuando era tan sólo un muchacho tuve que enfrentarme a
una jauría de lobos, cosa que ya os he contado, y a Magnus. Pero
jamás un miedo tan paralizante, pues ni siquiera Akasha logró
entumecer de ese modo mis músculos y hundirme en el dolor.
—Digamos que he decidido que
deberíamos conversar con mayor sosiego. Tenemos toda la eternidad
para dialogar de la forma que más te agrade. Dime ¿qué paisaje
deseas? Puedo concederte ese capricho—aquella voz me intranquilizó
aún más. Quise llorar y lo hice.
Me creía a salvo caminando por la
habitación, sentándome cansado en el sillón y logrando narrar mi
historia a aquellos que quisieron oírla. Inclusive la escribí. ¡Yo
la escribí! Deje por escrito mis memorias y el dolor agudo que sentí
en aquellos momentos. La máquina de escribir echaba humo, casi
literalmente, cuando decidí tumbarme en aquel lugar donde creí que
encontraría a Dios. Una capilla era lo más cercano a un lugar
sagrado y él me encontró.
—Oh, no llores—su voz mostraba unos
matices de sincera angustia cuando yo lloraba de esa forma.
Él dijo que estaba cansado de amar y
que lo habían juzgado de forma precipitada. Su trabajo era terrible,
doloroso, pesado y angustioso para cualquiera. Incluso un ángel pudo
volverse loco en un laberinto como aquel lleno de rostros y manos
cubiertas de desesperanza, hundiéndose y alzándose en ríos de lava
y azufre.
—No llores porque mi corazón se
fragmenta—hasta ese momento estábamos en completa oscuridad.
Pero se encendió una luz, como si
fuera primero una cerilla, que iluminó todo hasta prácticamente
cegarme. Pensé que me quemaría, pero no ocurrió nada. Él estaba
allí con sus cabellos del mismo color que las arenas de las playas
caribeñas, un rubio algo apagado pero a la vez dorado, y esos ojos
de impactante mirada encajados en unos pómulos marcados. Tenía una
túnica blanca como si fuera el mismísimo Mesías y sus manos
estaban extendidas hacia mí.
—Abrázame. No te haré daño—susurró
con una sonrisa bondadosa.
—¡Déjame! ¡Quiero volver a
casa!—grité furioso temblando por el miedo y también por el frío.
Sentía que el frío congelaba inclusive mi alma.
—Estás en casa. Mis brazos serán tu
cama y abrigo—dio un par de pasos hacia mí y yo intenté alejarme
prácticamente gateando porque no me funcionaban las piernas.
Entonces, en medio de ese caos, me
percaté que estaba desnudo como si fuera el primer hombre sobre la
tierra. Él caminó más rápido y terminó alcanzándome mientras me
recogía como si fuera la Piedad y yo su hijo muerto entre sus
brazos. Me apartó los cabellos del rostro y me besó jurándome que
me amaba. Sus burdas mentiras no tuvieron efecto en mí y el dolor
comenzó.
Me torturó haciéndome contemplar el
dolor, la miseria y también haciéndome sentir sus manos por toda mi
figura. Notaba como sus dedos se hundían entre los pliegues de mi
cuerpo cuando me retorcía, como sus labios rozaban mi cuello y la
cruz de mi espalda mientras me hacía sentir su peso. No logro
recordar que más ocurrió pero aquellos días terribles jamás se
acababan. Ni siquiera podía ser consciente de lo que ocurría a mi
alrededor. No recuerdo nada.
Lestat de Lioncourt
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