Siempre que escucho el nombre de Ophelia, disfruto un cuadro sobre la obra o simplemente me dejo deleitar por la representación me viene un nombre de mujer a la cabeza: Mona.
Mona, la Ophelia Inmortal, seduciéndome moribunda en un lecho cubierto de rosas y flores silvestres. Mona dejándose llevar por el encanto y la fascinación de la noche. ¡Mona la fiera! ¡Mona la descarada chiquilla de hermoso cuerpo! ¡Esa maldita arpía! La misma que me secuestró cualquier pensamiento.
Si me preguntan ¿la quieres? debería responder: ¿Qué? ¿Si la quiero? Sí, la quiero con locura pero no estamos hechos para convivir el uno con el otro durante mucho tiempo. Ella es parte de Tarquin, es su compañera, y yo sólo soy el estúpido que cayó de rodillas ante su belleza e inteligencia. Una criatura salvaje y seductora que te arranca el corazón.
La amo porque es mi chiquilla, mi hija, mi obra y sin duda la mejor que he hecho. Aún así me arrodillo frente a su belleza y lloro. Lloro porque es incapaz de ver todo lo que he hecho por ella.
Soy incapaz de odiarla aunque ella parece tener esa cualidad. Me odia. Yo sé que me odia, pero dentro de ese mar de odio ciego hay un amor que vale lo mismo que un enorme diamante de formas perfectas. Dentro de su odio, rabia y desilusión hacia mí hay un amor infinito que nos perturba. La quiero porque es mi hija y ella me quiere a pesar que impongo mis caprichos sobre cualquier deseo suyo.
Lestat de Lioncourt
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