Ah el amor, el amor... ¡el amor! Esos dos se aman demasiado aunque a veces discutan. Acepto que a veces quien discute soy yo con ella y la vuelve loca. Es divertido ver a Mona desquiciada ¿sabían? Muy divertido.
Lestat de Lioncourt
Dueños de la eternidad
Meditaba sobre ciertos negocios que
podían ser provechosos para el futuro de su familia. Su hijo
necesitaba tener un patrimonio aún más elevado que él a su edad.
Jerome sí iría a la universidad y sabía que con su carisma
arrollador lograría cualquier meta que se propusiera en la vida. No
era tan tímido y tampoco recaía sobre él maldición alguna. Su
hijo era su gran proeza aunque logró hacerla siendo un muchacho
inexperto, estúpido y hundido en bajas pasiones más que en un amor
idílico.
El teléfono sonó. Tarquin miró
lánguidamente como vibraba sobre la mesa. Aquel móvil de última
generación era especial por muchos motivos. Ya no podía regresar a
su mansión, ni recorrer los diversos pisos y habitaciones. Habían
pasado más de diez años y él seguía siendo el mismo muchacho. Era
imposible engañar. Ya no podía quedarse allí. Por eso era especial
aquel teléfono porque le ponía en contacto con aquellos que tanto
habían amado.
—Padre—escuchó al otro lado del
aparato cuando aceptó la llamada.
Las lágrimas de Tarquin acudieron
rápidamente a sus ojos, como si él las hubiese llamado y estas ni
siquiera se hubiesen planteado el aparecer. Sus manos de mármol,
finas y perfectas de niño bien, temblaron mientras su corazón de
vampiro bombeaba el último trago de su víctima. A sus pies había
una mujer de unos veinte años con el cuello roto, los ojos bien
abiertos y la mirada vidriosa.
Mon estaba en la habitación de brazos
cruzados bajo sus encantadores senos. Sus zapatos de tacón la
sostenían elevándola varios centímetros y dándole un aspecto más
espigado. Tenía los labios sensualmente pintados con carmín y unas
pestañas postizas rizadas que chocaban casi con sus párpados.
Encantadora, sensual, erótica y sobre todo silenciosa. Quería
abrazar a Tarquin, su noble Abelardo, pero decidió que debía darle
espacio para que hablara con el joven.
—Jerome—dijo con la voz
entrecortada.
—¿Ocurre algo malo? ¿Padre?—preguntó
notablemente preocupado al sentir el nerviosismo de su padre, amigo y
confidente.
—Estaba leyendo un libro muy triste.
Sólo es eso—sonrió como si el chico pudiera escucharle y ella se
giró caminando hacia el jardín.
Allí, en medio de la oscuridad,
observaba la maleza moverse suavemente. Era una mansión comprada con
el dinero que ambos habían conseguido. Asignaciones que manejaban
con destreza gracias al ingenio de Mona. Era una Mayfair sin duda
alguna: guapa, seductora e inteligente. No había nada que Mona no
pudiese hacer y nada que Tarquin no hiciese por ella.
Cuando la llamada finalizó se acercó
a ella rodeándola con sus brazos, acariciando su cuello con sus
labios tibios y sintiendo el fresco de aquella noche de invierno
atípica. Hacía algo más de veinte grados, en el sur era normal los
cambios de temperatura y más en el invierno. Se podía decir que era
agradable. El carnaval estaba a punto de llenar las calles y ellos
sabían que el mundo entero les pertenecía.
—Te amo mi Ophelia Inmortal. Te amo
como siempre te he amado. La pasión que yace en mi corazón rebosa y
se derrama sobre tu alma. Lamento que mis lágrimas te molesten, pero
entiende...
—No me molestan. Tarquin no me
molestan. Tus lágrimas sólo me preocupan—dijo tajante apretando
sus manos sobre las de él, las cuales habían terminado sobre su
vientre—. Sé cual es el dolor de un padre separado de un hijo. Lo
sé porque tuve que sufrir el estar lejos de Morrigan.
El silencio se hizo entre ambos y los
besos prosiguieron. Ella sonrió terminando por reír girándose para
quedar frente a frente. Lo rodeó con sus delgados brazos y lo besó
como cualquier mujer besa a su príncipe azul, al galán de su vida y
en definitiva a su compañero para el resto de la eternidad.
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