Bonsoir mes amis
Armand ha decidido escribir sobre Sybelle. Ella desea hundirse en las teclas de su piano y él posee un rico debate sobre si ella es un ángel realmente.
Lestat de Lioncourt
El ángel del piano
La música inundaba la sala, la cual
estaba bañada tan sólo por el suave hilo de luz que penetraba de
los altos ventanales. Las cortinas de seda color borgoña estaban
echadas a un lado, atadas con aquellas cuerdas de hilo dorado,
dándole un toque de color y elegancia a la sala más sencilla,
aunque hermosa, de toda la mansión. Había varios candelabros de pie
en las esquinas, pero no estaban encendidos, al igual que no
iluminaba la enorme lámpara que colgaba del techo con absoluta
magnificencia.
Las losas del suelo parecían un espejo
de lo pulidas que estaban. El piano se hallaba a un lado, cerca de
uno de los enormes ventanales. La suave luz nocturna que se
introducía por el cristal caía mágicamente sobre la partitura, el
piano y la pianista. Ella se hallaba absorta y muda con una expresión
de felicidad. Podía decirse que Sybelle sentía las mariposas en el
estómago como las enamoradas, un ligero cosquilleo que iba desde su
vientre hasta sus pechos y se excitaba mágicamente con cada
movimiento de sus manos sobre las teclas.
Él la miraba en poderoso silencio. Sus
labios se contraían con una sonrisa mientras su rostro era el de un
ángel que admiraba la más bella creación. Eso era ella para él.
Una hermosa y divina creación. Tal vez ella era el ángel y él sólo
un demonio que la acosaba ofreciéndole sus más tiernos y sinceros
besos. Sí, tenía que ser así sin duda. La frente despejada de
Sybelle, sus hombros desnudos y sus pies descalzos eran sin duda los
de un ángel. Aquella cintura marcada de caderas algo estrechas, con
piernas largas de atractivos muslos, era provocadora. Cualquier
hombre en su sano juicio desearía poseer aquel encantador ser entre
sus brazos, quitar su ligero vestido y besar sus pezones rosados.
La piel lechosa de Sybelle parecía
seda, como su camisón, y la suya era como la de mármol duro. Miró
sus manos unos instantes con esas uñas puntiagudas, dedos algo
largos y mano un tanto pequeña. Él tenía la apariencia de un niño
y la belleza de una jovencita. Confundía a todos con la inocencia
que podía llegar a esbozar, siempre fingida claro, y a la vez la
brutalidad de sus actos provocaba que su nombre fuese un rezo de
pánico para quien se topaba con él. Ella era el único motivo por
el cual se sentía cercano a Dios.
El amor puro, y casi cristalino, que
ella le ofrecía sin reparos era para él la prueba inequívoca que
incluso el Señor ama a sus demonios. No sólo por ser hijos suyos
sino porque son parte de él. Siente que es una lucha que continua
entre el odio, el amor y el cansancio. Ellos sin embargo no luchan
porque sólo desean sentirse, contemplarse y seguir el mismo sendero
que puede llevarlos a la destrucción.
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