Ella es un texto que ha realizado David Talbot y dedicado a Merrick. Él me permite subirlo aquí ya que ha accedido a ello. ¡Disfruten!
Lestat de Lioncourt
Los recuerdos a veces se agolpan uno
tras otro, amontonándose como si fueran viejas fotografías en una
caja de zapatos, y desfilan con elegancia medida dejándote un sabor
amargo en los labios y un profundo dolor en el pecho. Sientes como si
te arrancaran el corazón atrapándolo entre unos dedos fríos,
largos y huesudos. Tal vez es la propia vida quien te dice que debes
recordarlos en ciertos momentos. Es posible que sea parte de un juego
que se llama crecer y endurecerse.
Desde que ella murió me he convertido
en una persona más firme. La carga por mis malas jugadas y el sabor
amargo de la derrota, esa maldita derrota ante el amor, me han hecho
crear un muro gigantesco de color gris plomizo. Ese muro tan sólo ha
sido tras pasado una vez, como si empezara a agrietarse, cuando
conocí a otra Mayfair. Siempre ellas. Es como una maldición
terrible.
Cualquier hombre se enamoraría de una
chica como Mona. Una cascada de cabello ondulado de un color tan rojo
como el carmín. Sus labios trémulos, seductores en forma de
corazón, provoca que evoques sueños de pasión y lujuria. Sí, ella
provoca una lujuria insospechada en quien posa sus ojos en sus
pequeños hombros, cintura estrecha y bonitas caderas. Es como una
muñeca que deseas tener para protegerla y a la vez destrozarla con
caricias, mordiscos y besos tan profundos como la soledad que cargo.
Sin embargo, si hablo del gran amor de
mi vida debo hablar de Merrick. Ella fue el gran amor que desató la
locura en mí. Recuerdo como otros compañeros de la orden habían
desfilado por mi cama. Tuve múltiples amantes, jamás seguí las
reglas habituales en el amor y derroché mis minutos de diversión
con alcohol, tabaco y sexo. Aún si cierro los ojos puedo sentir las
diversas manos que han recorrido mi rostro como si quisieran
retenerlo entre sus dedos, añadir a sus pensamientos cada una de mis
arrugas y llevárselas consigo.
Ella era tan sólo una niña con un
vestido florido y los pies descalzos. Tenía una mirada intensa
aunque parecía tranquila, decidida a soportar cualquier método
estricto que la hiciera aún más fuerte y aprender con la ansiedad
de un moribundo que quiere conocer que ocurrirá con su alma. Se
entregaba de una forma tan apasionada que yo mismo sentí rejuvenecer
a su lado. Sus labios tenían una sensualidad impropia en una
chiquilla y sus manos eran hábiles. Juro que deseé contenerme, pero
cuando tenía tan sólo dieciocho años la hice mía. Hice mío su
cuerpo y creo que también parte de su alma.
Cuando nuestras vidas se fueron
dividiendo, alejándonos uno del otro, quise creer que era cosa del
destino y no de mi estupidez. Ella se sintió sola como nunca antes
se había sentido. Una mujer que ya no poseía la misma esperanza
que en su juventud, la misma que yo secuestré por el deseo que me
contagiaba, cuando me aparecí ante ella con otro rostro, distintas
caricias y una petición insólita.
No puedo olvidar ese taxi hasta el
hotel. Sus manos acariciaban sin sutileza mi cuerpo y mi boca se
fundía en la suya. Ese sabor a ron en aquellos labios tan dulces y
cálidos, muy entregados a la causa, me hicieron temblar como un
chiquillo y sudar como jamás lo había hecho. Ella robó ese sudor
para sus rituales. Me hizo ver lo fuerte que era y me atormentó.
Pero su venganza aún fue más terrible. Y sin embargo, pese a todo,
me encuentro llorando su muerte sin percatarme.
Observo el fuego de la chimenea y me
pregunto que provocó que hiciera aquello. Las llamas la consumieron
por completo. No debí dejarla sola y menos acompañar a Lestat a ese
encuentro con un fantasma adicto a la sangre. No debí. Me culpo por
ello todos los días. Yo era el encargado de cuidarla mientras iba de
aquí para allá con mis misterios, un trabajo que jamás he dejado y
que ha sido asombro de muchos. Supongo que cuando uno nace con
ciertos dones y aprende a usarlos jamás puede dejar de utilizarlos.
He estado tentado a invocar su espíritu
en más de una ocasión. Me he encontrado meditabundo frente a un
altar que ni siquiera sé como he construido, con los ojos llenos de
lágrimas y los puños cerrados. No obstante no lo he hecho. No he
podido cometer ese delito contra sus deseos. Ella deseaba irse y yo
debo aceptar que esos recuerdos me acompañarán siempre, que debo
sonreír al recordar su mirada verde clavada en mí y por supuesto
aceptar que el mundo sigue y yo debo seguir con él.
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