Lestat de Lioncourt
Tenía seis años cuando él se marchó.
Recuerdo aún como me alzaba con orgullo como si no pesara nada. Me
sentía una pluma en sus manos. Aún puedo escuchar su voz. Es
extraño que recuerde su voz después de tanto tiempo. Como extraño
el levantarme cada noche y ver mi rostro, tan parecido al suyo,
mirándome con cierto recelo. Sus manos eran ásperas, llenas de
cayos y tenía un olor a hierro muy fuerte. Siempre con la espada en
las manos, limpiándola y luchando con ella, para que las tierras que
eran nuestras siguieran siéndolo.
No puedo olvidar como mi madre se
palpaba el vientre. Aquel hermano nació muerto, pero en aquellos
momentos era brote de vida. Mi padre se despedía de todos, incluso
de su hermano druida y de su mujer, la cual era estéril como un
campo de batalla. El sol resplandecía iluminando el mundo, colándose
por las ramas de los árboles e incidiendo en las escasas armaduras
que llevaban los hombres del poblado.
—Hermano, se quedan grandes guerreros
para proteger el poblado. Ustedes también son fuertes y sabios.
El murmullo de su voz es tan firme como
lo era en aquel entonces. A mi edad había visto partir a mi padre en
varias ocasiones. Eran fieros y siempre regresaban, aunque no todos y
muchos llenos de heridas. Yo confiaba en su regreso, al igual que mi
tío.
—Descuida. No sucederá nada malo.
Respondió con la voz áspera
concentrado en mantenerse firme, pues era una misión peligrosa y
bien sabía que podía acabar en tragedia.
—Si muero cuida de mis hijos. Ella
sabrá valerse sola porque es como una loba herida, pero ellos no.
Se abrazaron, quedé entre ambos
aferrado a la pierna de mi padre mientras mi madre acariciaba mis
cabellos. Todo estaba bien entonces. Nada malo ocurriría de momento.
El viento traía malos augurios, pero el sol aún lucía firme.
—Haré todo lo que esté en mis
manos.
—Papá, papá...
Mis manos buscaban las suyas, pero el
momento de la despedida debía ser breve. Ellos se marcharon y yo me
quedé allí, con mi madre y mi tío, esperando pacientemente que
regresara. Mi tío se casó con mi madre mucho después de la muerte
en el parto de mi hermano, de saber que mi padre no regresaría y que
yo cumpliera ocho años.
Si soy druida es porque mi tío me
influyó, pero jamás dejé de ser un guerrero dispuesto a luchar por
mi pueblo. Por eso acepté la misión del nuevo Dios y por eso mismo
huí cuando supe mi fatal destino, pero no lo hice solo. Me llevé
conmigo a otro guerrero, un ser que habían escondido como si fuera
la salvación del mundo y sólo era un vampiro que se marchitaba
quemado y sediento. Mi vida fue fácil, pero ahora rodeado de lujos
me pregunto si queda algo de la inocencia de mis seis años.
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