De tus manos grises y agrietadas
nacieron las flores, como cuando la escarcha quiere matar la belleza
y sólo reaviva su fortaleza. Tu cabello de trigo era el sol en
aquellas ruinas, la oscuridad latente y cruel se arremolinaba entre
las faldas de tu vestido y tu cuerpo débil, tan débil como hermoso,
se rompía en pedazos. ¿Cómo no desear estrecharte entre mis
brazos? Te convertiste en mi doncella en la torre, la reina de mi
mundo y la única que comprendía el agravio de la penuria sin
libertad.
Tras tus hermosos ojos grises podías
ver el mundo de un tono oscuro, ceniciento, melancólico y dolido. El
verde resplandeciente de los campos, los tejados de pizarra y los
muros de piedra, el riachuelo y la marea de tierra color acre al ser
removida por los apeos de labranza eran el paisaje, tu paisaje, y tú
mirabas con amargura hacia el horizonte. Quizás podías imaginar las
góndolas y viejos romances, de los cuales jamás disfrutaste pero sí
imaginaste, como a toda Italia vestida de luto si tú te tirabas por
la ventana. Si bien tu fortaleza te negó esos actos y permaneciste
firme.
Tus caricias hechas flores, tan
hermosas como delicadas, me hicieron temblar. Recuerdo que el mundo
entero temblaba de frío y yo de calor. Te amaba. Jamás he negado el
amor que siento por ti, la desesperanza que agrietaba mi corazón
clavando su lanza, y el dolor terrible de mis pensamientos al pensar
que te perdía.
Te hice mía. No lo pensé ni por un
momento. Tú me diste la vida y yo te devolvería el favor.
Por siempre serás más que mi madre...
más que mi vida... serás el símbolo de la fortaleza a pesar del
daño y la ruina.
Lestat de Lioncourt
A Gabrielle de Lioncourt
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