Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

miércoles, 21 de mayo de 2014

Todo por amor

Todo por amor son las memorias nuevas de Arion y Petronia. Pronto habrá otras de Mael y Marius en plena discusión y otro más que aún no ha sido acordado, pero quizás mañana podamos avisarles.

Lestat de Lioncourt 


Todo por amor


Habíamos regresado a Nápoles con la extraña sensación que nuestro mundo, por pequeño que fuese, se había agrietado como si fuese un espejo a punto de estallar. Petronia decidió alejarse de mí, de Manfred y de sus labores habituales. Podía ver en su rostro que estaba a punto de desquebrajarse, hundirse y enfurecerse a la vez. Era como una fuerte ventisca de nieve en pleno verano, cuando nadie lo esperaba ya, arrasando con todo allá donde caminaba furiosa, llena de ira y dolor. La calma se hizo, en apariencia, y Manfred decidió guardar silencio observando el tablero de ajedrez con las piezas colocadas cada una en su lugar habitual.

—¿Piensas decirle algo?—preguntó arrugando su frente mientras se llevaba un pañuelo de algodón blanco, el que solía llevar en el ojal, a sus labios—. Ha sido doloroso—musitó llevando el pedazo de tela a los ojos para secar sus lágrimas—. Necesito salir y...

—Márchate unos días—le comuniqué quedando de pie frente al balcón.

La agradable brisa primaveral estaba cargada de miles de aromas, pero el que reinaba en nuestra vivienda era terrible. Habíamos olido la traición, sentido la ira y apreciado con nuestros propios ojos la flor de la mentira. Sí, habíamos caído rodando por las escaleras de Babilonia después de la reunión.

No me giré cuando él se marchó, pero sí escuché como sus pasos rápidos se alejaban hacia el pasillo y la puerta se cerraba a sus espaldas. La preocupación golpeaba mis sienes y prácticamente no podía respirar. Con Manfred fuera podía acercarme a ella en la intimidad e intentar conversar de algún modo. Sentía la necesidad de sofocar su dolor, pero en esos momentos sólo podía recurrir a estrecharla contra mí y jurarle que no permitiría que los planes de Tarquin se cumplieran.

Me giré dejando el balcón a mis espaldas, y toda Napoles encendida para los numerosos turistas, buscando a Petronia y sintiéndola en una de las habitaciones donde solíamos guardar algunos recuerdos. Ella paseaba de un lado a otro, podía escuchar sus pies desnudos contra el mármol, y sabía que eso era síntoma de molestia e intranquilidad. Suspiré tocando los pomos de la puerta de doble hoja, salí de la habitación y crucé el pasillo sin echar la mirada hacia atrás. No podía ser cobarde y permitir que el silencio fuese su única compañía.

Cuando llegué a la habitación la puerta estaba abierta y ella se encontraba frente a un espejo de cuerpo entero. No llevaba uno de sus maravillosos vestidos, sino un traje de chaqueta que le daba un aspecto recio y masculino. Tras su silueta aparecía la mía con aquella camisa de algodón blanco, el pantalón de vestir y los tirantes negros. Mi figura oscura y alta destacaba con la suya, mucho más menuda y de piel marmórea.

—No quiero verte—dijo tocando el chaleco de estampado blanco sobre oscuro que llevaba—. Ni a ti ni a nadie.

—Petronia, no es sensato hundirse en el dolor—intenté hablar con ella mientras me aproximaba, pues necesitaba calmarla de algún modo.

—Si me tocas te rompo cada hueso de tus manos—comentó girándose hacia mí. Sus ojos eran profundos y oscuros, sus labios parecían mucho menos carnosos que días atrás y toda su fisionomía cambiaba. Era un hombre lo que tenía allí, el reflejo de un varón que deseaba alejar sus miedos sin lágrimas para no verse débil—. Vete.

—No—aseguré abarcando su rostro con mis manos para sentir sus pómulos duros, pues estaba tensa, y su mentón algo puntiagudo a punto de temblar. Iba a llorar, lo sabía—. ¿Por qué no lo olvidas? No merece tu dolor.

—¿Y qué merezco? ¡Qué!—dijo agarrándome de las muñecas para apartarlas de su cara—. ¡Dime! ¡Dime!—decía furiosa empujándome ofreciéndome algunos golpes sin siquiera mirar hacia la dirección que lo hacía.

—Te comportas como si él lo fuese todo—aquello hizo que rompiera a llorar—. No es él tu mundo, ni la persona que soporta tus arranques de furia o quien ha velado cada uno de tus pasos.

—¡No lo entiendes! ¡Yo le quiero! ¡Es mi hijo!—respondió al fin dejando que el dolor la invadiera y se liberara llorando.

Petronia era hermosa a pesar de todo, por mucho que otros la hubiesen humillado y despreciado por tener ambos sexos. Sin embargo, cuando lloraba se veía terriblemente hermosa y yo sentía que todo mi mundo caía a sus pies. Ella era una mujer tan fuerte como temible, pero también tenía un corazón frágil lleno de sentimientos que se estaban convirtiendo en espinas. Quise estrecharla, pero aún no era el momento y sabía que si lo hacía me rechazaría.

—Sí que entiendo tu dolor, pues también es hijo mío—bajo la mirada cuando me escuchó y tembló. Aquella expresión dócil no era más que una prueba de su fracaso. Ella estaba herida, querría una venganza acorde al dolor que sentía y a la vez deseaba seguir protegiendo a ese estúpido que no había visto cuánto lo quería, se desvivía por enriquecerlo y complacer sus caprichos de señorito campestre.

—Pero maestro...

Coloqué mis dedos sobre los botones de su chaqueta, desabrochándola con cuidado, para luego hacer lo mismo con el chaleco. Con cuidado quité ambas prendas y dejé su cuerpo esbelto, casi como el de un niño, frente a mí. Sus pequeños pechos se podían ver bajo la tela de su camisa, tan pequeños y redondos como siempre. Su mirada fue directamente a la mía dejando de llorar, para concentrarse en cada una de mis acciones.

—Ven—susurré acariciando su rostro mientras lo despejaba de algunos mechones sueltos, pues tenía el pelo recogido y trenzado—. Debes descansar.

La habitación estaba llena de cuadros que nos escrutaban desde lo más profundo de sus almas, como si cobraran vida y estuvieran juzgando cada una de nuestras acciones. Varios de ellos los habíamos comprado cuando tan sólo eran pintores vacíos, carentes de renombre, hasta que con el paso del tiempo se convirtieron en obras incunables. Algunos pergaminos, guardados bajo cristal, hablaban del desastre de Pompeya en los primeros años tras su desaparición.

—Petronia—fruncí el ceño tomándola entre mis brazos, estrechándola contra mí y dejando que mis labios rozaran su rostro bañándola en besos.

Estaba rota, como una muñeca con la que jugaron demasiado. Había puesto todas sus esperanzas en él, obsequiándole un legado inmenso y su fuerza. Ella había confiado y su confianza se había visto rota, ultrajada por completo por los caprichos de una consentida. Mi hermosa hija, la mujer que amaba y que había cuidado desde el primer día cuando la encontré, se veía envuelta en una trama en la cual sólo podía salir perjudicada.

—¿Qué hice mal?—preguntó ocultando su rostro en mi pecho antes de derrumbarse por completo.

Cada lágrima sería un castigo para Tarquin, pues detestaba saber que ella sufría. El olor de éstas, corriendo por sus mejillas dejando marcas sanguinolentas, era terrible. No me importaba en absoluto que mi camisa quedase arruinada, pues podía conseguir otra. Sin embargo, el alma de Petronia era única y había sido torturada por la codicia y ruindad. Me había decepcionado el muchacho de forma terrible, del mismo modo que me asombraba que Manfred pudiese encajar el golpe tan terrible. El chico ya no era un Blackwood, sino un Mayfair.

—Elegir mal—susurré deslizando mis manos por su espalda para intentar consolarla.

Ella levantó el rostro y parecía mis labios, mientras sus manos palparon mis pómulos y hundieron las yemas de sus dedos en éstos. Tenía dos gemas negras tan hermosas como diamantes y me cautivaba su forma de contemplarme, sin importarme siquiera parecer desnudo y débil. Petronia era mi punto débil.

—¿Y si tú elegiste mal?—preguntó apartándose de mí.

—No, no lo hice—respondí.

Ella se giró dándome la espalda, pero eso no me impidió que me acercara y volviese a estrecharla. Mis manos fueron diestras abriendo su camisa, sacándola del interior de sus pantalones y finalmente echándola a un lado. Bajo aquella tela estaban sus pequeños pechos, firmes y de pezones cafés, esperando que los tocara del mismo modo que haría con su vientre plano y sus escasas caderas. Amaba acariciar su piel y por supuesto dejar que mis dedos fueran un peine, y se enredaran en sus mechones.

—No, no...—balbuceó intentando contener mis bajos instintos, pero cuando desabroché el pantalón e introduje mi mano dentro de su ropa íntima suspiró.

Sus pequeños hombros se encogieron ayudando a sus clavículas a marcarse, su espalda se encorvó como si fuera el lomo de un gato a punto de atacar y sus piernas se abrieron. El diminuto jadeo escapado de sus labios coloreó sus mejillas y provocó que moviera sutilmente sus caderas. Mi piel oscura resaltaba contra la suya, mucho más clara y de aspecto lechoso. Hundí dos de mis dedos en su húmeda obertura y busqué estimularla como tanto le agradaba.

—Sí—dije deslizando mi zurda por su vientre hasta sus pechos, sus caderas se movieron suavemente balanceando su cuerpo y podía notar el vello de su nuca erizado—. No puedes huir del dolor, pero sí eliminarlo.

Estimulaba su clítoris provocando que mi miembro se endureciera dentro de mis pantalones, sus nalgas podían notarlo golpeando estas con cada movimiento de su pelvis, pero también crecía su otro sexo. Ella gemía tomándome de los brazos para sostenerse mientras sus piernas flaqueaban. Rápidamente, con un movimiento casi inapreciable, desaté su pelo e hice que cayera sobre su rostro mientras la doblegaba a quedar recostada en el suelo.

Colocó ambas manos sobre el mármol y sus brazos se doblaron, pues no podía soportar las caricias que repartía y la forma en la que estaba siendo domada. Mordí entonces su oreja derecha y el hueco de su cuello al hombro, para después cubrir parte de su espalda con caricias indecentes con mi lengua. Saqué mi mano de sus pantalones y agarré su seno derecho, para hacer lo mismo con la izquierda, de ese modo la incorporé masajeando sus estos mientras se miraba reflejada en el espejo. Acabé quedándome de rodillas, pegando su delgado cuerpo al mío, para comenzar a desabrochar por completo su pantalón y quitárselo junto a los zapatos.

—Maestro—balbuceó cerrando los ojos mientras vibraba comenzando a estar sudorosa.

—Petronia—respondí cerrando los ojos para hundir mi cara en su pelo.

Olía a flores de cementerio y pantano. Ella había querido visitar el viejo cementerio cerca de la finca de los Blackwood, algunos de ellos los había conocido en sus noches alejadas de mí y de todo lo que éramos. Tarquin ni siquiera sabía quienes estaban enterrados allí, pero se habían presentado ante él en varias ocasiones. Petronia guardaba silencio al respecto, sin embargo tenía cierto vínculo. Después de la conversación con Lestat, no muy lejos de la vivienda Blackwood, sintió que él había traicionado incluso a todos los que se hallaban allí bajo el suelo de sus propiedades. Debía hacer que el olor y los recuerdos, sobre todo los recuerdos, se alejaran de una vez.

Al alzar la vista la vi observándonos con sus manos sobre las mías, las mismas que estaban sujetando y dejando deliciosos masajes en sus senos. Echó la cabeza hacia atrás y se movió insinuante, lo cual me descolocó; me descolocaba porque ella no solía ser sensual, pero cuando lo hacía yo perdía cualquier pensamiento racional. Recosté su cuerpo contra el mármol, dejando su rostro a la altura del espejo, mientras me quitaba la ropa dejándola amontonada junto a la suya. Sus piernas habían quedado flexionadas y abiertas, de ese modo me daba unas vistas excepcionales de sus sexos, mientras me arrodillaba de nuevo para besar sus muslos e ingles.

Tan hermosa, tan frágil y tan dispuesta a ser mía olvidando todo por unos minutos. Posiblemente esa era su forma de permanecer fuerte ante el aguacero que se preparaba. Besé su vientre y mordí uno de sus pezones, para luego hundirme entre sus piernas lamiendo su clítoris y enterrando mi lengua entre sus labios inferiores. Ella llevó sus manos a mi espeso cabello rizado mientras gemía. La punta acariciaba lentamente, pero finalmente las lamidas eran más intensas y rápidas.

—Maestro... maestro... te necesito—dijo con las mejillas como dos granadas, con sus ojos brillando en la penumbra de aquella fastuosa habitación que era una obra de arte dentro de otra. Bajo nosotros había una cúpula cubierta con hermosos decorados pintados con pintura pastel, engarzados en bordes dorados y repletos de detalles. Eran escenas sacadas de nuestra memoria, de los días gloriosos en los cuales Roma era el corazón del mundo, y lo habían pintado para nosotros. Ella se perdía en el techo, pero también en su reflejo. Creo que intentaba normalizar sus pensamientos, pero no podía. Ella me necesitaba—. Por favor, calma mi dolor.

Cubrí su figura, la cual se retorcía por los espasmos que le habían provocado mis juegos, para introducirme en ella mirándola a los ojos sin perder detalle a su expresión. Pude notar como abría su boca y sus párpados se echaban, quedando con los ojos cerrados, para pegar sus hombros al suelo y levantar su cadera a la vez. Sus manos fueron directamente a mis omóplatos y clavó sus uñas. Eché la cabeza hacia atrás arrugando mi nariz antes de besarla, lo hice como si fuese la primera vez y fuese a consumirse el mundo en ese momento. Era un beso intenso y desmesurado, del mismo modo que el ritmo que ambos decidimos emprender.

Siempre he sentido que su cuerpo encaja con el mío, aunque es mucho más frágil. No me interesa como ven a Petronia cuando se presenta ante ellos, con ese rostro lleno de belleza y crueldad, sino lo que siento cuando gime mi nombre animándome a seguir consumiéndonos en un deseo excitante, algo sucio y lleno de amor. Amor era la palabra clave, sí, amor. Amaba a Petronia por encima de mí mismo, pues ella era todo mi mundo y mi gran legado.

Sus pequeños pechos se aplastaban contra mi torso, rozándose a la vez, mientras nuestras caderas chocaban y el murmullo de nuestros gemidos estaban acompañados por el sonido de mi miembro penetrándola, mis testículos golpeando con fuerza y el rasguño de sus uñas en mi piel. Era una música celestial.

—Te amo—susurré bajando el ritmo mientras ella intentaba abrir sus ojos—. Eres lo único que he hecho bien.

Ella rompió a llorar murmurando que me amaba, apretando sus muslos contra mi cuerpo y rogando que lo hiciera lento. Deseaba tanto como yo sentir cada roce y beso. Mis manos se apoyaron mejor en el mármol y las suyas buscaron dejar caricias, pero ese ritmo lento no duró demasiado. Era una tortura estar así, ambos lo sabíamos, y acabamos llevando un ritmo tan fuerte que en pocos minutos llegamos al éxtasis.

Cuando todo acabó se hizo hueco entre mis brazos ocultando su rostro. Ya no lloraba por Tarquin, sino por lo ciega que había estado. Ella me había dicho que yo me había equivocado, pero quedaba claro que no era así. Estábamos destinados a estar juntos y observar como el mundo se derrumbaba, alzaba y volvía a derrumbarse continuamente. Era posible haber fracasado una vez, pero eso no debía quitarnos el ansia de superarnos y avanzar.

—No, no te muevas aún—dijo posiblemente porque se sentía frágil y cansada—. Necesito tenerte cerca hoy más que nunca.

—Descuida—susurré saliendo de ella, pero no apartándome.


Nos quedamos allí por más de una hora inspeccionándonos, acariciándonos y guardando silencio. Cuando ella creyó que era suficiente se levantó tomando sus prendas, marchándose al baño principal y encerrándose allí con música diversa. Por mi parte hice lo mismo, pero sólo fue una ducha rápida en uno de los baños más pequeños y cómodos. Cuando volvimos a vernos, tras varias horas, ella había parecido retomar las fuerzas y no dijo ni una palabra sobre el tema.  

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Lestat de Lioncourt