Todo por amor son las memorias nuevas de Arion y Petronia. Pronto habrá otras de Mael y Marius en plena discusión y otro más que aún no ha sido acordado, pero quizás mañana podamos avisarles.
Lestat de Lioncourt
Lestat de Lioncourt
Todo por amor
Habíamos regresado a Nápoles con la
extraña sensación que nuestro mundo, por pequeño que fuese, se
había agrietado como si fuese un espejo a punto de estallar.
Petronia decidió alejarse de mí, de Manfred y de sus labores
habituales. Podía ver en su rostro que estaba a punto de
desquebrajarse, hundirse y enfurecerse a la vez. Era como una fuerte
ventisca de nieve en pleno verano, cuando nadie lo esperaba ya,
arrasando con todo allá donde caminaba furiosa, llena de ira y
dolor. La calma se hizo, en apariencia, y Manfred decidió guardar
silencio observando el tablero de ajedrez con las piezas colocadas
cada una en su lugar habitual.
—¿Piensas decirle algo?—preguntó
arrugando su frente mientras se llevaba un pañuelo de algodón
blanco, el que solía llevar en el ojal, a sus labios—. Ha sido
doloroso—musitó llevando el pedazo de tela a los ojos para secar
sus lágrimas—. Necesito salir y...
—Márchate unos días—le comuniqué
quedando de pie frente al balcón.
La agradable brisa primaveral estaba
cargada de miles de aromas, pero el que reinaba en nuestra vivienda
era terrible. Habíamos olido la traición, sentido la ira y
apreciado con nuestros propios ojos la flor de la mentira. Sí,
habíamos caído rodando por las escaleras de Babilonia después de
la reunión.
No me giré cuando él se marchó, pero
sí escuché como sus pasos rápidos se alejaban hacia el pasillo y
la puerta se cerraba a sus espaldas. La preocupación golpeaba mis
sienes y prácticamente no podía respirar. Con Manfred fuera podía
acercarme a ella en la intimidad e intentar conversar de algún modo.
Sentía la necesidad de sofocar su dolor, pero en esos momentos sólo
podía recurrir a estrecharla contra mí y jurarle que no permitiría
que los planes de Tarquin se cumplieran.
Me giré dejando el balcón a mis
espaldas, y toda Napoles encendida para los numerosos turistas,
buscando a Petronia y sintiéndola en una de las habitaciones donde
solíamos guardar algunos recuerdos. Ella paseaba de un lado a otro,
podía escuchar sus pies desnudos contra el mármol, y sabía que eso
era síntoma de molestia e intranquilidad. Suspiré tocando los pomos
de la puerta de doble hoja, salí de la habitación y crucé el
pasillo sin echar la mirada hacia atrás. No podía ser cobarde y
permitir que el silencio fuese su única compañía.
Cuando llegué a la habitación la
puerta estaba abierta y ella se encontraba frente a un espejo de
cuerpo entero. No llevaba uno de sus maravillosos vestidos, sino un
traje de chaqueta que le daba un aspecto recio y masculino. Tras su
silueta aparecía la mía con aquella camisa de algodón blanco, el
pantalón de vestir y los tirantes negros. Mi figura oscura y alta
destacaba con la suya, mucho más menuda y de piel marmórea.
—No quiero verte—dijo tocando el
chaleco de estampado blanco sobre oscuro que llevaba—. Ni a ti ni a
nadie.
—Petronia, no es sensato hundirse en
el dolor—intenté hablar con ella mientras me aproximaba, pues
necesitaba calmarla de algún modo.
—Si me tocas te rompo cada hueso de
tus manos—comentó girándose hacia mí. Sus ojos eran profundos y
oscuros, sus labios parecían mucho menos carnosos que días atrás y
toda su fisionomía cambiaba. Era un hombre lo que tenía allí, el
reflejo de un varón que deseaba alejar sus miedos sin lágrimas para
no verse débil—. Vete.
—No—aseguré abarcando su rostro
con mis manos para sentir sus pómulos duros, pues estaba tensa, y su
mentón algo puntiagudo a punto de temblar. Iba a llorar, lo sabía—.
¿Por qué no lo olvidas? No merece tu dolor.
—¿Y qué merezco? ¡Qué!—dijo
agarrándome de las muñecas para apartarlas de su cara—. ¡Dime!
¡Dime!—decía furiosa empujándome ofreciéndome algunos golpes
sin siquiera mirar hacia la dirección que lo hacía.
—Te comportas como si él lo fuese
todo—aquello hizo que rompiera a llorar—. No es él tu mundo, ni
la persona que soporta tus arranques de furia o quien ha velado cada
uno de tus pasos.
—¡No lo entiendes! ¡Yo le quiero!
¡Es mi hijo!—respondió al fin dejando que el dolor la invadiera y
se liberara llorando.
Petronia era hermosa a pesar de todo,
por mucho que otros la hubiesen humillado y despreciado por tener
ambos sexos. Sin embargo, cuando lloraba se veía terriblemente
hermosa y yo sentía que todo mi mundo caía a sus pies. Ella era una
mujer tan fuerte como temible, pero también tenía un corazón
frágil lleno de sentimientos que se estaban convirtiendo en espinas.
Quise estrecharla, pero aún no era el momento y sabía que si lo
hacía me rechazaría.
—Sí que entiendo tu dolor, pues
también es hijo mío—bajo la mirada cuando me escuchó y tembló.
Aquella expresión dócil no era más que una prueba de su fracaso.
Ella estaba herida, querría una venganza acorde al dolor que sentía
y a la vez deseaba seguir protegiendo a ese estúpido que no había
visto cuánto lo quería, se desvivía por enriquecerlo y complacer
sus caprichos de señorito campestre.
—Pero maestro...
Coloqué mis dedos sobre los botones de
su chaqueta, desabrochándola con cuidado, para luego hacer lo mismo
con el chaleco. Con cuidado quité ambas prendas y dejé su cuerpo
esbelto, casi como el de un niño, frente a mí. Sus pequeños pechos
se podían ver bajo la tela de su camisa, tan pequeños y redondos
como siempre. Su mirada fue directamente a la mía dejando de llorar,
para concentrarse en cada una de mis acciones.
—Ven—susurré acariciando su rostro
mientras lo despejaba de algunos mechones sueltos, pues tenía el
pelo recogido y trenzado—. Debes descansar.
La habitación estaba llena de cuadros
que nos escrutaban desde lo más profundo de sus almas, como si
cobraran vida y estuvieran juzgando cada una de nuestras acciones.
Varios de ellos los habíamos comprado cuando tan sólo eran pintores
vacíos, carentes de renombre, hasta que con el paso del tiempo se
convirtieron en obras incunables. Algunos pergaminos, guardados bajo
cristal, hablaban del desastre de Pompeya en los primeros años tras
su desaparición.
—Petronia—fruncí el ceño
tomándola entre mis brazos, estrechándola contra mí y dejando que
mis labios rozaran su rostro bañándola en besos.
Estaba rota, como una muñeca con la
que jugaron demasiado. Había puesto todas sus esperanzas en él,
obsequiándole un legado inmenso y su fuerza. Ella había confiado y
su confianza se había visto rota, ultrajada por completo por los
caprichos de una consentida. Mi hermosa hija, la mujer que amaba y
que había cuidado desde el primer día cuando la encontré, se veía
envuelta en una trama en la cual sólo podía salir perjudicada.
—¿Qué hice mal?—preguntó
ocultando su rostro en mi pecho antes de derrumbarse por completo.
Cada lágrima sería un castigo para
Tarquin, pues detestaba saber que ella sufría. El olor de éstas,
corriendo por sus mejillas dejando marcas sanguinolentas, era
terrible. No me importaba en absoluto que mi camisa quedase
arruinada, pues podía conseguir otra. Sin embargo, el alma de
Petronia era única y había sido torturada por la codicia y ruindad.
Me había decepcionado el muchacho de forma terrible, del mismo modo
que me asombraba que Manfred pudiese encajar el golpe tan terrible.
El chico ya no era un Blackwood, sino un Mayfair.
—Elegir mal—susurré deslizando mis
manos por su espalda para intentar consolarla.
Ella levantó el rostro y parecía mis
labios, mientras sus manos palparon mis pómulos y hundieron las
yemas de sus dedos en éstos. Tenía dos gemas negras tan hermosas
como diamantes y me cautivaba su forma de contemplarme, sin
importarme siquiera parecer desnudo y débil. Petronia era mi punto
débil.
—¿Y si tú elegiste mal?—preguntó
apartándose de mí.
—No, no lo hice—respondí.
Ella se giró dándome la espalda, pero
eso no me impidió que me acercara y volviese a estrecharla. Mis
manos fueron diestras abriendo su camisa, sacándola del interior de
sus pantalones y finalmente echándola a un lado. Bajo aquella tela
estaban sus pequeños pechos, firmes y de pezones cafés, esperando
que los tocara del mismo modo que haría con su vientre plano y sus
escasas caderas. Amaba acariciar su piel y por supuesto dejar que mis
dedos fueran un peine, y se enredaran en sus mechones.
—No, no...—balbuceó intentando
contener mis bajos instintos, pero cuando desabroché el pantalón e
introduje mi mano dentro de su ropa íntima suspiró.
Sus pequeños hombros se encogieron
ayudando a sus clavículas a marcarse, su espalda se encorvó como si
fuera el lomo de un gato a punto de atacar y sus piernas se abrieron.
El diminuto jadeo escapado de sus labios coloreó sus mejillas y
provocó que moviera sutilmente sus caderas. Mi piel oscura resaltaba
contra la suya, mucho más clara y de aspecto lechoso. Hundí dos de
mis dedos en su húmeda obertura y busqué estimularla como tanto le
agradaba.
—Sí—dije deslizando mi zurda por
su vientre hasta sus pechos, sus caderas se movieron suavemente
balanceando su cuerpo y podía notar el vello de su nuca erizado—.
No puedes huir del dolor, pero sí eliminarlo.
Estimulaba su clítoris provocando que
mi miembro se endureciera dentro de mis pantalones, sus nalgas podían
notarlo golpeando estas con cada movimiento de su pelvis, pero
también crecía su otro sexo. Ella gemía tomándome de los brazos
para sostenerse mientras sus piernas flaqueaban. Rápidamente, con un
movimiento casi inapreciable, desaté su pelo e hice que cayera sobre
su rostro mientras la doblegaba a quedar recostada en el suelo.
Colocó ambas manos sobre el mármol y
sus brazos se doblaron, pues no podía soportar las caricias que
repartía y la forma en la que estaba siendo domada. Mordí entonces
su oreja derecha y el hueco de su cuello al hombro, para después
cubrir parte de su espalda con caricias indecentes con mi lengua.
Saqué mi mano de sus pantalones y agarré su seno derecho, para
hacer lo mismo con la izquierda, de ese modo la incorporé masajeando
sus estos mientras se miraba reflejada en el espejo. Acabé
quedándome de rodillas, pegando su delgado cuerpo al mío, para
comenzar a desabrochar por completo su pantalón y quitárselo junto
a los zapatos.
—Maestro—balbuceó cerrando los
ojos mientras vibraba comenzando a estar sudorosa.
—Petronia—respondí cerrando los
ojos para hundir mi cara en su pelo.
Olía a flores de cementerio y pantano.
Ella había querido visitar el viejo cementerio cerca de la finca de
los Blackwood, algunos de ellos los había conocido en sus noches
alejadas de mí y de todo lo que éramos. Tarquin ni siquiera sabía
quienes estaban enterrados allí, pero se habían presentado ante él
en varias ocasiones. Petronia guardaba silencio al respecto, sin
embargo tenía cierto vínculo. Después de la conversación con
Lestat, no muy lejos de la vivienda Blackwood, sintió que él había
traicionado incluso a todos los que se hallaban allí bajo el suelo
de sus propiedades. Debía hacer que el olor y los recuerdos, sobre
todo los recuerdos, se alejaran de una vez.
Al alzar la vista la vi observándonos
con sus manos sobre las mías, las mismas que estaban sujetando y
dejando deliciosos masajes en sus senos. Echó la cabeza hacia atrás
y se movió insinuante, lo cual me descolocó; me descolocaba porque
ella no solía ser sensual, pero cuando lo hacía yo perdía
cualquier pensamiento racional. Recosté su cuerpo contra el mármol,
dejando su rostro a la altura del espejo, mientras me quitaba la ropa
dejándola amontonada junto a la suya. Sus piernas habían quedado
flexionadas y abiertas, de ese modo me daba unas vistas excepcionales
de sus sexos, mientras me arrodillaba de nuevo para besar sus muslos
e ingles.
Tan hermosa, tan frágil y tan
dispuesta a ser mía olvidando todo por unos minutos. Posiblemente
esa era su forma de permanecer fuerte ante el aguacero que se
preparaba. Besé su vientre y mordí uno de sus pezones, para luego
hundirme entre sus piernas lamiendo su clítoris y enterrando mi
lengua entre sus labios inferiores. Ella llevó sus manos a mi espeso
cabello rizado mientras gemía. La punta acariciaba lentamente, pero
finalmente las lamidas eran más intensas y rápidas.
—Maestro... maestro... te
necesito—dijo con las mejillas como dos granadas, con sus ojos
brillando en la penumbra de aquella fastuosa habitación que era una
obra de arte dentro de otra. Bajo nosotros había una cúpula
cubierta con hermosos decorados pintados con pintura pastel,
engarzados en bordes dorados y repletos de detalles. Eran escenas
sacadas de nuestra memoria, de los días gloriosos en los cuales Roma
era el corazón del mundo, y lo habían pintado para nosotros. Ella
se perdía en el techo, pero también en su reflejo. Creo que
intentaba normalizar sus pensamientos, pero no podía. Ella me
necesitaba—. Por favor, calma mi dolor.
Cubrí su figura, la cual se retorcía
por los espasmos que le habían provocado mis juegos, para
introducirme en ella mirándola a los ojos sin perder detalle a su
expresión. Pude notar como abría su boca y sus párpados se
echaban, quedando con los ojos cerrados, para pegar sus hombros al
suelo y levantar su cadera a la vez. Sus manos fueron directamente a
mis omóplatos y clavó sus uñas. Eché la cabeza hacia atrás
arrugando mi nariz antes de besarla, lo hice como si fuese la primera
vez y fuese a consumirse el mundo en ese momento. Era un beso intenso
y desmesurado, del mismo modo que el ritmo que ambos decidimos
emprender.
Siempre he sentido que su cuerpo encaja
con el mío, aunque es mucho más frágil. No me interesa como ven a
Petronia cuando se presenta ante ellos, con ese rostro lleno de
belleza y crueldad, sino lo que siento cuando gime mi nombre
animándome a seguir consumiéndonos en un deseo excitante, algo
sucio y lleno de amor. Amor era la palabra clave, sí, amor. Amaba a
Petronia por encima de mí mismo, pues ella era todo mi mundo y mi
gran legado.
Sus pequeños pechos se aplastaban
contra mi torso, rozándose a la vez, mientras nuestras caderas
chocaban y el murmullo de nuestros gemidos estaban acompañados por
el sonido de mi miembro penetrándola, mis testículos golpeando con
fuerza y el rasguño de sus uñas en mi piel. Era una música
celestial.
—Te amo—susurré bajando el ritmo
mientras ella intentaba abrir sus ojos—. Eres lo único que he
hecho bien.
Ella rompió a llorar murmurando que me
amaba, apretando sus muslos contra mi cuerpo y rogando que lo hiciera
lento. Deseaba tanto como yo sentir cada roce y beso. Mis manos se
apoyaron mejor en el mármol y las suyas buscaron dejar caricias,
pero ese ritmo lento no duró demasiado. Era una tortura estar así,
ambos lo sabíamos, y acabamos llevando un ritmo tan fuerte que en
pocos minutos llegamos al éxtasis.
Cuando todo acabó se hizo hueco entre
mis brazos ocultando su rostro. Ya no lloraba por Tarquin, sino por
lo ciega que había estado. Ella me había dicho que yo me había
equivocado, pero quedaba claro que no era así. Estábamos destinados
a estar juntos y observar como el mundo se derrumbaba, alzaba y
volvía a derrumbarse continuamente. Era posible haber fracasado una
vez, pero eso no debía quitarnos el ansia de superarnos y avanzar.
—No, no te muevas aún—dijo
posiblemente porque se sentía frágil y cansada—. Necesito tenerte
cerca hoy más que nunca.
—Descuida—susurré saliendo de
ella, pero no apartándome.
Nos quedamos allí por más de una hora
inspeccionándonos, acariciándonos y guardando silencio. Cuando ella
creyó que era suficiente se levantó tomando sus prendas,
marchándose al baño principal y encerrándose allí con música
diversa. Por mi parte hice lo mismo, pero sólo fue una ducha rápida
en uno de los baños más pequeños y cómodos. Cuando volvimos a
vernos, tras varias horas, ella había parecido retomar las fuerzas y
no dijo ni una palabra sobre el tema.
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