Flavius quiere recordar algo para Pandora y me parece muy bien. Muchos admiramos a esta gran mujer. ¿Quién no? Soportó muchos años a Marius.
Lestat de Lioncourt
Hacía algunas semanas que todo había
ocurrido, lo recuerdo muy bien. Parece que fue ayer mismo cuando me
senté en aquel jardín, bajo el cielo cargado de estrellas,
respirando el aroma de las flores y escuchando el murmullo de los
insectos. La noche era agradable, se sentía apacible. Los altos y
gruesos muros del palacio, la vivienda cómoda y señorial de Marius,
estaba a mis espaldas con sus altas columnas y sus encantadores
mosaicos decorando el suelo, las bellas esculturas contemplándome
con ojos bondadosos o implorantes. Podía elegir cualquier rincón y
sentía fascinación gracias a mi nueva vida. La brisa acariciaba
suavemente mis cabellos ondulados y oscuros, tocaba mi rostro con un
leve atisbo de barba y deslizaba mis dedos por mi pecho sintiendo que
mi corazón cambiaba, del mismo modo que todo se transformaba a mi
alrededor.
Ella llegó. Como llega una diosa a su
templo. Tenía los hombros cubiertos suavemente, pero sus brazos
estaban al aire. Llevaba un vestido vaporoso, aunque era de algodón,
de un tono rojizo muy llamativo. El cabello lo llevaba suelto y se
mecía igual que los pendones en mitad de la guerra. Era hermosa.
Siempre me ha parecido hermosa. Sus ojos pardos tenían un brillo
triste, muy amargo, y sentí que mi corazón se desquebrajaba. La
quería. Ella era mi musa y mi madre, me había dado una nueva vida.
Mi hermosa señora.
—Señora...—dije levantándome de
aquel banco de piedra, para ir inmediatamente a su lado—. Mi
señora, ¿en qué puedo ayudarla?
—Flavius, recita para mí—fue lo
único que dijo antes de abrazarme, rodeándome con aquellos hermosos
brazos bien torneados. Sus dedos acariciaron mi nuca y sus labios se
pegaron a mis mejillas, dejando que estos se apretaran contra mí
como lo haría una madre amorosa.
—Antes del mar y de las tierras y, el
que lo cubre todo, el cielo, uno solo era de la naturaleza el rostro
en todo el orbe, al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole y no
otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él, unas discordes
simientes de cosas no bien unidas—era Ovidio. Nuestro Ovidio. Al
cual lloramos ambos como si fuéramos niños que han reñido por
tomar uvas de la mesa. Lloramos su muerte, lamentamos su pérdida
para el arte. Ovidio, siempre Ovidio, en la punta de mi lengua
surcando el aire hacia sus oídos—. Ningún Titán todavía al
mundo ofrecía luces, ni nuevos, en creciendo, reiteraba sus cuernos
Febe, ni en su circunfuso aire estaba suspendida la tierra, por los
pesos equilibrada suyos, ni sus brazos por el largo margen de las
tierras había extendido Anfitrite, y por donde había tierra, allí
también ponto y aire: así, era inestable la tierra, innadable la
onda, de luz carente el aire: ninguno su forma mantenía, y estorbaba
a los otros cada uno, porque en un cuerpo sólo lo frío pugnaba con
lo caliente, lo humedecido con lo seco, lo mullido con lo duro, lo
sin peso con lo que tenía peso—ella me miraba. Eran sus ojos los
que me tentaban a recitar toda su obra si hacía falta. Entonces vi
en sus ojos las lágrimas—. Mi señora...
—Mi padre tenía razón, Flavius. No
debí ir tras Marius, no debí verlo como el hombre que necesitaba.
Es tan tosco, tan bruto, tan ignorante de todo y luego tan sabio y
para nada crédulo. Detesta que tenga mayores conocimientos que él,
niega mi intuición y me aparta... Flavius, me aparta—sus manos se
aferraron a mis brazos desnudos, como los suyos, y finalmente se
agarró a la túnica arrugándola mientras yo la miraba con compasión
y pena—. No me mires así. No estoy triste por discutir con él,
pues él sólo levanta mi rabia y hace que arroje contra su estupidez
mis palabras más hirientes. Como dagas, Flavius. Igual que flechas
encendidas—tomó mi rostro entre sus manos y besó suavemente mis
mejillas, muy cerca de mis labios—. Es pena lo que siento por mi
padre, por no haber creído en sus palabras.
—Está equivocado, pero verá que se
confunde. Él cambiará quizás—dije para insuflarle esperanza,
pero ella me calló con un beso hondo y apasionado.
Mi señora, mi madre, mi amiga, mi
amante a ratos y mi confidente. Yo le había contado tantas cosas,
recitado cientos de poemas, y permitido que llorara en mi hombro
cuando nadie la veía. Era fuerte, muy fuerte, y eso me fascinaba.
Estaba enamorado de su fuerza y belleza. Viviría para siempre. Ella
sería esa hermosa imagen perfecta, impertérrita, llena de matices.
Sin duda hermosa. Y yo era sólo un sirviente. Siempre sería su
sirviente. Jamás dejaría de serlo.
Han pasado tantos años desde aquel
beso furtivo, pero tantos años, que se han ido acumulando
convirtiéndose en siglos. Y aún hoy, cuando la veo, recuerdo ese
primer beso tan hondo y desesperado. No la deseaba carnalmente, pero
sí la amaba con toda mi alma.
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