Querida hija:
Recuerdo cada uno de tus tirabuzones.
Esa cara de muñeca no puede olvidarse, pues tenías las pestañas
más largas que yo jamás haya podido ver. Tus ojos eran brillantes,
despampanantes, enormes y profundos. Jamás podría haber creído que
me mirarías de ese modo, con tanto odio y desprecio. Te amaba tanto
que hubiese dado todo por un atisbo de felicidad en tus falsas
sonrisas. Tal vez fui demasiado cruel, pero me odiaba a mí mismo por
no poderte dar todo. Hacerte crecer era imposible, pues siempre
serías una niña en el País de Nunca Jamás y yo un estúpido que
te contemplaba como una hermosa bailarina de caja musical. Sí, dabas
vueltas a mi alrededor con tus encantadores vestidos de satén y
terciopelo, tus encajes, los bordados de los pliegues de tu falda y
ese hermoso tocado infantil que adornaba tu revuelta cabeza de rizos
dorados. Tan pequeña, tan frágil, tan fuerte y cruel. Podías
recitar miles de poemas, cantar en el coro de una iglesia cual ángel
descendido de los cielos o simplemente llorar en medio de la calle
para que un estúpido mortal cayera en tus trucos. Sin pudor, sin
prisas, sin miedo y sin rechazo alguno a la maldad que yacía en tu
interior. Creé un ángel vestido de muñeca, una pequeña dama con
modales de reina, que me arrebató el aliento y prácticamente la
vida.
Codiciaba tus besos en mis mejillas,
tus brazos rodeándome con cariño falso tan delicioso, y esa forma
especial, tan cómplice, de reírnos de todo. Extraño la melodía de
tu risa, tus pequeños dedos contra los míos y esa relación
fraternal tan improvista. Me dejé el corazón en tus manos mucho
antes que intentaras matarme. Te amé más que a mí mismo.
Levantaste en mí la ilusión, como si fueran polvos de estrella
mágicos. Te convertiste en mi pequeño tesoro, el secreto mejor
guardado, mi diminuta y delicada doncella de frágiles lágrimas.
Tantos años y tan desconocidos éramos. Nunca pensé que me
matarías. Era feliz tocando el piano en dueto contigo, caminando por
las calles como si fuéramos uno mismo y hablando con Louis de sus
lánguidas teorías sobre todos nosotros.
Cariño, eras mi hija. Nunca pude
perdonar del todo tu crueldad, pero Dios sabe que no esperaba
vengarme. Sólo quería recuperaros. Pensé que cuando tuviese la
sangre, y el poder recobrado, podría rescatarte y huir con Louis.
Los tres juntos de nuevo. La familia feliz por siempre. Como si fuera
un cuento, un mero cuento de hadas, de esos que solías pedir cuando
eras tan pequeña. Mi dulce ángel, sólo espero que no sufrieras y
no sintieras el horror cayendo sobre ti como la espada de Damocles.
Porque ese poder tuyo, esa belleza inmortal e infantil, era tan
poderosa que debías ostentarla con cuidado y, sin embargo, a pesar
de mis caprichosas argucias, para hacerte fuerte ante cualquier
circunstancia, no sirvió de nada.
No pude llevarte flores a tu funeral.
Tampoco pude llorar junto a tu cuerpo. Ni siquiera vi como se
esparcían tus cenizas. No recuerdo en absoluto las palabras exactas
que pensé cuando mis ojos se embarraron en lágrimas, mi garganta se
llenó de nudos y supe que al fin descansarías, pero que a la vez
comenzaba una nueva historia grotesca y solitaria. Me recordabas a
ella. Tan fuerte, tan fiera, tan lista y tan hermosa. Ella, mi madre.
Siempre soñé con presentártela, con mostrártela, diciéndote que
así serías si hubieses crecido. Te creía mi hija de carne y hueso,
más que de sangre. Pues mi alma era exactamente como la tuya, ya que
era tan caprichosa y tan libre como la mía.
Pedir perdón ahora no serviría de
nada. Admito mi culpa. No debí crearte. Jamás debí pensar que
sería un gran reto y una magnífica idea. No obstante nunca podré
negar mi amor por ti, la felicidad de esos años, y la gloria que
sentí cuando te levantaste de la cama pidiendo más sangre buscando
saciar tu sed.
Lestat de Lioncourt
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