En el anterior ARCHIVO DE TALAMASCA llamado EL HUÉSPED os dejamos con el suspense, o más bien fue David. Mi amigo, y antiguo líder de Talamasca, ha decidido ofrecernos el final. Espero que les guste.
Lestat de Lioncourt
Los años fueron sucediéndose,
cargándose de historias y momentos que no podían borrarse. Era como
si todo ocurriese en el mismo instante, colisionando con fuerza como
un asteroide contra un planeta o una pequeña nave contra el sol.
Explotaba en su cabeza, movía toda su red neuronal y le provocaba un
dolor inmenso. Cuando despertaba tiritaba, parecía más enfermo y
viejo, aunque se recuperaba rápidamente con algo de descanso y
alimento. Sin embargo, cuando dormía los demonios susurraban
rápidamente su canción, le alentaban a inducirse en un nuevo sueño
que sería una aventura terrible. Sabía que si moría en sus sueños
jamás se despertaría. Él lo sabía. Snow era consciente de ese
reto. No era un privilegio vivir el futuro, el pasado y el propio
presente. No lo era. Aquello se convirtió en una carga imposible.
Con la suma de cada sueño podía
escribir novelas de ciencia ficción, algunas llegaron a ser impresas
e impresionaron a todos en todo el mundo. Eran guerras cruentas,
sacrificios imposibles y rescates dramáticos donde a veces sólo
quedaba uno, con los ojos llenos de lágrimas y el alma destrozada.
Mismo rostro, mismo nombre, y mismo dolor. Él intentaba hacerse
comprender, pero todos creían que era fruto del arte. Un arte
demasiado terrible para describir con escasas palabras, sin embargo
no era arte lo que él ofrecía. Eran visiones horribles que le
torturaban durante meses e incluso años.
Una noche, mientras David deambulaba
por la ciudad de New Orleans, con las manos en los bolsillos de su
gabán gris, y una buena bufanda ocultando parcialmente su rostro, se
descubrió añorando Londres. Era un invierno algo crudo para un
lugar al sur de Estados Unidos, que solía tener temperaturas
agradables. Sin embargo, ese año no lo era. Las hojas habían caído
antes de tiempo, las lluvias estaban siendo cada vez peores y temía
una inundación que arrasara de nuevo con las calles que tanto había
conseguido amar. Sintió que algo no estaba bien. Como si un huevo
eclosionara y portara un virus letal. Se giró hacia atrás, miró
una figura borrosa y después desapareció como muchos de los
fantasmas que solía ver. Pero aquello era una proyección. No era un
fantasma. Aquel hombre delgado, de rostro algo puntiagudo y labios
carnosos, estaba vivo. Él sabía que no estaba muerto.
—Joven Snow—murmuró acomodándose
el abrigo para luego correr precipitadamente hacia la vivienda que
poseía en la ciudad, un pequeño ático donde se refugiaba de
cualquier inmortal que pudiese dar con él.
Corrió a sus archivos, recorrió cada
fragmento de éstos en cada carpeta, y dio con el documento que
estaba buscando. Era Jerónimo Snow, el chico escocés con raíces
españolas, que una vez acudió a él con tan sólo diecisiete años.
Ahora estaba de nuevo allí, con unos cuarenta años, aunque con unos
ojos que podían contar miles de años como los de la propia tierra.
Le había mirado. El rosto era borroso, pero sus ojos no. Los ojos de
aquella súbita presencia eran más reales que los de cualquier ser
humano de carne y hueso.
—Me está buscando—se dijo a sí
mismo.
Rápidamente se sentó frente al
ordenador y entró en su base de datos. Cada tecleo le mostraba una
serie de enlaces, códigos y claves, que pocos podían descifrar con
su mente mortal. Sin embargo, él podía hacer maravillas. Siempre
fue inteligente, aunque no soberbio. Las pocas veces que mostraba su
brillante intelecto era con los espectros, ayudándoles a ver más
allá de su piel y su carne.
—Lo tengo—musitó al ver el archivo
con la nueva dirección.
Era una institución mental. Una de
esas cárceles donde se abandonan a los enfermos a su suerte, de
blancos y altos pasillos antisépticos, con cortinas gruesas para que
no entre demasiado el sol, enfermeros fuertes y poco amables y
enfermeras que ni siquiera son capaces de dar a basto. Un centro
donde el jardín es sólo para aquellos demasiado estúpidos, o tan
drogados, que no son capaces de huir. Él estaba en una de las celdas
de máxima seguridad y aislamiento. Aquellas que ni siquiera poseen
un ventanuco para saber si es de día o de noche, de muros y suelos
acolchados, con una cama pequeña e inútil, sin demasiado que hacer
salvo escribir enfervorecido para calmar su ansiedad y por
prescripción facultativa. Un joven con tanto talento desaprovechado,
olvidado, enajenado y que nadie pudo hacer nada por él. Sin embargo,
quería escapar y lo hacía durmiendo. Cada vez dormía más. David
lo sabía. ¿Qué podía hacer un hombre como él en un sitio como
aquel? Dormir y olvidar. Pero a veces el olvido no llega y el dolor
se hace fuerte.
Decidió visitarlo. Sabía que era un
viaje largo. No solía hacerlo mediante sus dones, sino como un
hombre común y corriente. Le agradaban sus poderes, pero no quería
llamar la atención. Además necesitaba algunos días para meditar
sus primeras palabras ante aquella figura. Ese chico pálido,
delgado, de ojos amables y tristes se había convertido en una bestia
voraz y sensible a cualquier palabra. No quería derrumbarse, ni
sentirse culpable. Necesitaba entereza. Llegaría al fondo del asunto
como con cualquiera de sus casos.
Al llegar, casi una semana después, lo
condujeron a la habitación después de mostrar documentación falsa,
acuerdos y trámites falsificados gracias a un viejo amigo, que le
acreditaban como doctor enviado por un familiar lejano. Uno de los
pocos familiares que aún tenían la “bondad” de pagar aquella
institución gracias al dinero que sacaban de su sacrificio, sus
sueños, que terminaban siendo grandes libros afamados y aclamados
por todos. Pero él no lo sabía. Él sólo escribía para olvidar y
poder desocupar su mente.
—Es peligroso—comentó uno de los
facultativos.
—He visto casos más
extremos—contestó.
Sin embargo, cuando pudo ver las
imágenes por el circuito cerrado de televisión, en una sala
contigua a donde él “descansaba” sintió que todo lo que había
visto era polvo. Allí estaba Jerónimo escribiendo hoja tras hoja,
también había usado los muros para realizar bocetos y su propio
cuerpo. Tenía los ojos inyectados en locura. Hablaba de mundos que
no existían, de universos que se destruían y que construían otros.
David se introdujo en su mente en ese
instante. Pudo ver la proyección de todas sus ideas y eso le alarmó.
No era un espíritu, sino varios. Eran espíritus vagando pro el
mundo. Con su nivel humano no lo habría podido ver, pero con su
nivel psíquico de vampiro sí. Aquel chico era la marioneta de
“ángeles” que querían salvar el mundo, llevarle las visiones
oportunas a todos los humanos y que tomaran conciencia. Pero nadie
iba a tomar conciencia de nada. Además, él creía que moriría si
moría en los sueños y ese terror le torturaba.
El vampiro se aferró a la mesa, clavó
con rabia sus ojos en todos los presentes y corrió hacia la
habitación entrando sin ser invitado. Tiró la puerta, entró dentro
y se llevó al hombre como si no pesara nada. Las alarmas sonaron,
pero no pudieron dar con el fugado y su ayudante. Nadie pudo
detenerlos.
David sabía que no podía hacer nada
por él. Su mente estaba demasiado torturada. Sus ojos clamaban
piedad. Observar las estrellas en el campo cercano al hospital de
salud mental, la institución Clarise, le hizo llorar de felicidad.
Se acunó en los brazos de David, rogó por su muerte y éste se la
ofreció. Drenó con rapidez sus venas, pero antes le ofreció el
secreto de su éxito y éste lloró al saber que muchos de sus
lectores jamás sabrían como acabaría su gran y última aventura.
El cuerpo lo dejó con cuidado sobre un
montón de ramas, lo cubrió con su chaqueta y acomodó sus largos
mechones negros, ahora con algunas canas. Miró su rostro calmado,
una muerte dulce rozando cada párpado, para luego ver como los
espíritus se evaporaban y diluían en él. Los dotes adivinatorios
no eran más que el control mental de varios espectros, de los cuales
no sabía su origen, y que posiblemente era como el espíritu que dio
al vampirismo, pero estos se alimentaban de sueños y no de sangre.
—No viviste nada de eso, pero ellos
creían que iba a pasar y hacerte soñar los hacia fuertes—dijo
acomodando su corbata, para luego girarse y cambiar el rubo de sus
pasos—. Al menos, nadie se aprovechará de ti.
Podía proyectarse del mismo modo que
podía hacerlo cualquier vampiro, pues era un alma torturada. También
los humanos comunes podían hacerlo, es una proyección astral fácil,
pero él había tenido años para encontrarle y poder pedir ayuda.
Aquel final era el final que él deseaba, el que necesitaba.
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