Bueno, supongo que Louis es aún un poco humano. Sólo un poco. No nos pasemos con la pizca.
Esto va dedicado a Claudia.
Lestat de Lioncourt
La lluvia caía lavando la ciudad de su
suciedad, pero no así de su maldición. La esclavitud de sus almas,
tan torpes y obtusas, nos arrastraba hacia un único camino. El
sonido de las gotas salpicando los cristales, golpeando las aceras y
los muros de las viviendas, me recordaba al susurro de una madre
cuando intenta calmar a su hijo. Allí fuera, en medio del mundo, el
frío y la humedad engarrotaban los músculos de los miserables sin
un techo o una cobija. El humo de las chimeneas se mezclaba con la
noche, ocultando ligeramente el paisaje, mientras que las nubes
parecían condensarse en el cielo como si atraparan el hollín. Era
la noche perfecta en un mundo imperfecto.
Ella estaba sentada frente al piano.
Miraba las teclas como una mujer miraría sus joyas más refinadas.
Acabábamos de comprar uno nuevo, pues Lestat deseaba lo mejor para
ella. Era negro, impoluto, y parecía el caparazón de un insecto
enorme. Sus teclas blancas de marfil parecían perlas, y, los
pequeños dedos de Claudia se esmeraban en dejar suaves caricias,
para nada tímidas, en cada una de ellas.
—¿Te gusta mi regalo?—escuché la
voz de Lestat interrumpiendo mi lectura y su concentración.
—Sí—respondió.
Era aún pura inocencia. Tan sólo
llevaba con nosotros unos días. Su hermosos traje azul, idéntico al
azul de sus ojos, parecía un punto de luz y belleza en un mundo
lúgubre como el nuestro. Tenía sus diminutos brazos libres de
mangas, pero no así de joyas. Él le había comprado una pulsera de
oro con su nombre y parecía lucirla con ilusión. Era una niña.
Todas las niñas adoran a sus padres y ella adoraba a Lestat. Veía
en sus ojos una fascinación terrible por las sonrisas gentiles que
él le ofrecía. Con ella no parecía un monstruo, no era el asesino
despiadado que yo conocía, y eso me torturaba. ¿Había juzgado mal
su alma? Quizás...
—Te he comprado algo—dijo colocando
una caja sobre las faldas de la pequeña.
Había visto la caja nada más llegar,
pues tenía un volumen considerable, pero no imaginé lo que hallaría
dentro. Como he dicho era una niña, así que debí intuir que
pretendía con ese regalo. Mis ojos se deslizaron por el preciado
juguete que había en su interior. Era una muñeca, con un vestido
similar al suyo y unos encantadores bucles dorados.
—¿Te gusta?—preguntó sentándose
a su lado—. He pedido que le hicieran un vestido como el tuyo, pues
pensé que sería divertido que así fuera.
—¡Me encanta! ¡Es preciosa!—gritó
alzándola, para luego correr a mis brazos. Quería mostrar su regalo
más de cerca, como si fuera un gran logro, y yo la miré con
ternura.
—Que buen padre—murmuré aún con
rabia. Había hecho una monstruosidad con ella. Sin embargo, la
amaba. Amaba a esa niña y no permitiría que le hiciese nada malo.
La tomé entre mis brazos y la senté bien sobre mis rodillas—. Que
noble.
—¿Algún problema?—interrogó—.
Deja esa actitud, Louis. La niña es feliz, ¿qué más quieres que
haga? Ella es feliz, tú eres feliz amándola del mismo modo que yo
lo soy. Aquí todos ganamos—afirmó tajantemente antes de empezar a
tocar. Sus dedos eran hábiles y su actitud muy apasionada.
La noche siguió siendo lluviosa. Ella
salió en su compañía y ambos regresaron empapados, aunque con las
mejillas sonrosadas y una sonrisa cómplice. En cambio, yo había
salido solo. Prefería la intimidad en ese trance tan doloroso y
salvaje. Cuando fue terminando las horas, marchitándose como una
flor en un jarrón, llegó el momento del descanso. Como siempre,
aunque prefería a Lestat mientras estaba despierta, vino a mí
rodeándome con sus pequeños brazos mientras pedía que cantara una
última canción de cuna.
En días como hoy, con la lluvia
acariciando cada recoveco de la ciudad, los recuerdo unidos. A ambos
ante mí, con esa actitud resuelta, e intento imaginar que siempre
será así. Creo, que son estos los únicos momentos en los cuales mi
humanidad regresa y el cinismo, el toque de bestia y ogro, se
apacigua.
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