El silencio opacaba todo. Un silencio
que se confundía con las oraciones que cada quien depositaba. Los
más incrédulos me observaban como si fuera una marioneta, sin hilos
y sin titiritero, que yacía en el suelo polvoriento de una capilla.
Las campanas repicaban mi nombre, cada tañido era una salve,
mientras las aves se esparcían por los campos y el jardín lleno de
suciedad, pecado original y recuerdos enmascarados en viejos árboles
torcidos. La noche caía con todas sus estrellas y con ella la sangre
en el corazón de todos los pecadores unidos entorno a mí. Yo era el
mayor de todos. El pecador principal. Ante ellos estaba “Matalobos”,
“El príncipe de los cielos” o “El mocoso” que rondó a todos
con amor y desesperación, cólera y complicidad.
Podía escuchar frases sueltas. Algunas
eran parte de riñas. La voz de mi madre sonaba como la voz de la
Virgen María, pues parecía afligida y perdida. Louis sollozaba,
aunque no sabía si era por mi destino o porque el recogimiento le
hacía expresarse de aquel modo. Marius, y otros milenarios,
guardaban silencio sentados en los diversos bancos. Armand sólo
deseaba ver a Dios a través de mi sangre. David se sentía desecho,
impotente, e impactado. Los escuchaba a todos. Podía sentir la
presencia de aquellos que me amaban o amaron. Eran como el coro de
una iglesia, su alegre y siniestro canto, que se alzaba entre cada
piedra amontonada y cada columna bien colocada.
Desistieron lentamente. Poco a poco
fueron abandonando la idea de permanecer a la espera. Sin embargo,
acabé por levantarme, igual que Lázaro, y busqué desesperadamente
una forma de expresar todo lo que veía. Seguían persiguiéndome.
Podía ver las almas del Infierno retorciéndose y lamentándose. Los
ángeles rondaban mi cuerpo, o más bien mi alma, y me seducían con
palabras de amor y castigo. Jamás he hablado abiertamente de todo lo
ocurrido en esos días. Nunca he querido tener la osadía de abrir mi
corazón y exponerlo. Me siento vulnerable y maldecido. Ni siquiera
sé si es cierto todo lo que aprendí, pero me cambió.
Vi a mi madre meses después. Tenía el
cabello revuelto, la ropa de un hombre y fango en las botas de montar
que había conseguido. Sus ojos eran tan impactantes y fieros como
hace siglos. Me quedé helado. No sabía como reaccionar. Sigo
sintiendo un fuerte amor hacia ella, como cualquier Edipo moderno, y
corrí a ella igual que cuando era un niño. Me abracé llorando.
Ella simplemente me dio un par de palmadas en la espalda, contuvo
palabras duras y se expresó con la mayor amabilidad. Me escuchó
durante horas y desapareció en cuanto el cansancio llegó. Aquellos
días fueron agotadores.
Igual que si fuese el Mesías corrí a
mi madre, la busqué, y pensé en ella en cada momento. Mi mensaje no
fue dicho en un desierto, pero cayó en el olvido. Mis panes y peces
se convirtieron en sangre y muerte. Sin embargo, mi amor sigue puro.
Conservo un deseo exacerbado hacia el amor. He comprendido que las
buenas acciones sólo se logran cuando se ama. Tengo mucho amor para
dar, pero sobre todo para ofrecer a mi madre. Daría gran parte de
todo lo que tengo por otro día en sus brazos, como cuando era niño,
siendo cargado por ella por el castillo mientras me hablaba de
Italia, Inglaterra o España. Tan sólo espero volver a encontrarte, sumergirme en tu mirada y aceptar tus silencios. Necesito caer en la tentación de amarte por siempre, pues eres algo más que mi madre.
Lestat de Lioncourt
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