Tantas noches lejos, tantas historias
vividas, tanto dolor clavado en nuestras almas creando profundas
heridas y demasiadas decepciones. Un muro invisible nos dividía y, a
pesar de querer superarlo, no podíamos evitar el sentirnos aislados
el uno del otro. El amor se convirtió en un calvario. Las rosas ya
no tenían espinas y mi esperanza se quebraba.
Decidí buscarla. Tenía que hacerlo.
Si bien, fue ella quien me encontró a
mí. Me hallaba en mi departamento del centro de New Orleans, justo
donde la muchedumbre se arremolina como abejas en un panal. Puedes
escuchar miles de conversaciones distintas, con unos acentos
encantadores de todo el mundo, y la suave caricia del jazz y el blues
mezclado con ritmos más explosivos como el rock. Un lugar
maravilloso para perderse, pero ella llegó pulsando el interfono.
Me encontraba de pie, cerca de la
ventana, escuchando la noche llamarme desde hacía algunas horas.
Sólo tenía los jeans desgastados del día anterior. Mi camisa había
desaparecido, igual que mis zapatos. Ni siquiera recordaba por un
momento donde los había dejado. Mi mente volaba hacia ella, como si
la atrajera, y de la nada pulsó insistentemente aquel pequeño botón
que derribaba momentáneamente la frontera entre los dos.
Me precipité hacia la salida,
olvidándome por completo de mi escasa ropa y bajé por la escalera
hacia el piso inferior. Allí estaba ella, tras la puerta, observando
con curiosidad la pequeña vidriera que poseía aquella puerta
robusta y de aspecto delicado. Al abrir deseé abrazarla, pero me
contuve. Algo en mí pedía calma. Sabía que iba a ocurrir alguna
tragedia.
—No sabía que conocías mi
dirección—dije apoyado en el marco de la puerta.
Estaba realmente hermosa. Tenía un
aspecto saludable pese a todo. Sus mejillas se veían llenas, su
cabello caía con gracia sobre sus hombros y sus ojos transmitían
una luz que hacía mucho tiempo que no poseía. En su interior había
miedo, lo notaba, pero a la vez estaba fascinada. La vida la estaba
tratando bien. Había escuchado sus progresos, así como su nueva
fortaleza. Michael me informaba todos los días por petición mía,
aunque supongo que lo haría aunque yo no lo pidiera.
—Soy Mayfair, puedo conseguir
cualquier cosa que me proponga—respondió con elegancia. Tenía la
voz algo ronca, pero era por la emoción. Se contenía. Yo también
lo hacía.
Quería estrecharla contra mí, besar
su boca y acariciar su piel durante horas. Sin embargo, no era
lícito. Había venido a buscarme por algo. Sabía que ese encuentro
podía ser el último. Tenía que aprovecharlo. Ni siquiera sabía si
ella conocía mis planes, o más bien mi dolor. Me había percatado
que era imposible ser el príncipe que ella quería. Sólo podía ser
príncipe entre los míos, fascinándolos con mi poder, pero entre
los Mayfair siempre sería un ser que debían eliminar cuanto antes.
—Pasa, por favor—dije abriendo
mejor la puerta, para que viese el hall mientras la invitaba con mi
brazo izquierdo extendido—. Tu casa es mi casa—añadí.
—Preferiría hablar en el
jardín—contestó—. La noche aún es agradable.
—Como desees—nuestras miradas se
cruzaron y sentí como me punzaban los colmillos. Quería beber de
ella. Deseaba saborear la sangre que bombeaba su corazón.
—Aunque deberías vestirte
primero—murmuró con rotunda seriedad. Sus ojos no dejaban los míos
y me sentí aún más desnudo. Ella estaba leyendo mi alma, aunque no
podía leer mi mente. Podía ver la tristeza en mis ojos y
posiblemente mi dolor. No quería que viese mi dolor. Me negaba a que
encontrara dolor en mis ojos.
—Sí, por eso es mejor
dentro—expliqué alejándome de la puerta para que ella pasara.
—Tienes razón—un mechón rebelde
cayó sobre el lado derecho de su rostro. Rápidamente lo echó tras
su oreja. Miró hacia el interior, de muebles de época y escalera de
caracol, quizás sintiendo que estaba invadiendo un lugar sagrado—.
No debería tener miedo entrar en tu casa.
Subió el pequeño peldaño de la
entrada, traspasó la puerta, la cerró con cuidado y quedó ahí. La
puerta estaba cerca, la sala era pequeña pero parecía inmensa y yo
me sentía en el otro extremo del mundo. Había mucha distancia. El
muro invisible regresaba. Quería golpear el aire, patalear y jurarme
que todo lo que había pensado era absurdo. Sin embargo, era lo
mejor.
—Nunca estuviste aquí—dije dando
un paso hacia delante—. Nunca has estado en mis
propiedades—finalmente puse mis manos en sus frágiles hombros, tan
estrechos, que creí que la desmoronaba con el sólo peso de mis
dedos. No parecía frágil, pero yo me sentía un monstruo cruel.
Había destrozado su vida.
—Por eso esa sensación me
aterra—tragó saliva colocando sus manos sobre mi torso, para luego
subirlas hasta mi cuello. Sus dedos pulgares rozaban mi mentón y los
restantes jugaban con mis largos cabellos dorados—. Supongo.
—¿Por qué estás aquí?—pregunté
abiertamente, aunque con cierto miedo—. Había decidido alejarme
unos días. Necesitaba pensar.
—¿En qué pensabas? ¿Hice algo
mal?—frunció ligeramente su ceño intentando apartarse, pero yo la
rodeé por la cintura. Tenerla así, pegada a mí, me alivió por un
momento. Mis más terribles pensamientos echaron a volar, pero sabía
que regresarían.
Apreté mi boca contra su frente,
acariciando con mis labios su suave y cálida piel, mientras ella
cerraba los ojos como si fuera un beso de buenas noches. Creo que
pudo percibir mis colmillos, como siempre lo ha hecho, pero esta vez
intentaba ocultarlos. Quería hablar el hombre que estaba tras la
máscara del demonio, no el demonio en sí. El vampiro podía irse a
librar grandes aventuras, pues de momento deseaba desnudar mi alma
inmortal para que viese lentamente mis pensamientos. No deseaba que
viese mi dolor, pero sí mi tristeza.
—No debí hacerte esa promesa—dije
apartándome de ella—. Soy un hombre que no sabe cumplirlas.
—Pero la cumpliste—explicó.
—Ya ves lo que hice—dije con tono
apagado, pues la pesadumbre y la culpabilidad pendían como la espada
de Damocles sobre mi cabeza—. Puse patas arriba tu vida, destrocé
tu tranquilidad, he creado prácticamente un monstruo y no puedo
asumir que te arriesgues más por mí—expliqué.
—¿Qué?—preguntó confusa.
—Rowan—la nombré como si su sólo
nombre pudiese hechizar al tiempo y cambiarlo todo. Lo hice con
fe.—Julien ahora tiene aliados poderosos, seres de otros mundos, y
tú estás en medio. Si sigo así morirás—sentencié con un
quiebro en mi voz—. Prefiero retirarme, aceptar mi derrota y amarte
a mi modo.
—¿Y cuál es tu modo?—dijo
abrazándose a sí misma.
Estaba despampanante. La tenue luz de
la sala no le hacía justicia. El vestido que llevaba la envolvía
como seda, pero era un corte muy simple y sin escote prominente.
Siempre iba sensual, pero no erótica. Toda una dama. El cuello de
barco que llevaba no mataba su hermoso cuello largo, sus largas
piernas estaban ligeramente tapadas por la falda del vestido. No era
de tubo, pero sí se estrechaba hacia el término de la misma. Estaba
hermosa. Hermosa y preocupada por mi discurso.
—Dándote una oportunidad de ser
feliz en los brazos de alguien mejor que yo—solté sin remedio.
—Michael—dijo.
—Correcto—contesté asintiendo
suavemente con la cabeza.
—¿Por qué? ¿Por qué después de
todo? Lestat... —quería respuestas. Las mismas respuestas que yo
me había dado durante días.
—Porque te amo, pero no puedo ser
caprichoso—expuse con dolor—. No quiero ser egoísta. Soy malo,
¿no lo ves?—una lágrima se deslizó por mi mejilla derecha hacia
el mentón—. No soy bueno. Soy malo. Tú crees que soy bueno, pero
no es así.
—Sé que eres bueno—me dijo
caminando hacia mí, para tomarme de los brazos con ambas manos.
—Pamplinas—susurré apartándola
con cuidado.
—Soy yo quien prefiere que encuentres
algo mejor—aquellas palabras me sobrecogieron dejándome sin saber
como encajarlas—. He temido desde el primer momento que lo
hicieras.
—En tus brazos me he sentido un
niño—respondí con sinceridad—. Creo que no hay nada mejor que
sentirse seguro y amado.
—Creo que hemos llegado a un acuerdo
sin saberlo—su sonrisa amarga se contagió a mis labios.
La tomé entre mis brazos, por última
vez, rodeándola como si fuera un preciado tesoro. Nada ni nadie me
quitaría ese momento. Esos últimos segundos. La fe se desvanecía.
Mi optimismo no valía para nada en ese momento. No había batalla
que librar. Debía permitir que fuese feliz con Michael, como dije la
primera vez, y no inmiscuirme en su vida.
—Me conformo con ir a verte, de vez
en cuando, para saber como va todo y poder aprovechar...
—Si es por esa niña no te preocupes,
puedo hacer que la traigan a tu encuentro, pero no me verás—dijo
deteniéndome—. No puedo verte—susurró apartándose de mí—.
No, Lestat—rompió a llorar y me sentí tan culpable. Cada lágrima
era una navaja afilada clavándose en mi pecho—. Si te veo querré
besarte y eso no está bien.
Se soltó por completo de mí y se
marchó hacia la puerta, dándome la espalda.
—Espera... —dije deteniéndola
provocando que se girara suavemente.
—¿Qué?—preguntó.
—Te amo—susurré con el corazón en
mi mano. Juro por Dios que era un amor puro, el amor más puro que he
sentido. Creo que es el único amor con el cual no he sido egoísta.
—Yo también, Lestat—respondió con
una última sonrisa—. Ahora eres libre de rehacer tu corazón y
vivir nuevas aventuras.
Tomó la puerta con decisión, la abrió
y se marchó a través del jardín cubierto de plataneras. Quise
seguirla y jurarle que estábamos equivocados. Pero no podía
permitir que alguien, o algo, le hiciese daño. Ella sí que era
libre. Libre para soñar con un futuro mejor que el que yo podía
ofrecerle. La necesitaban más que nunca. Todos en la familia
precisaban de ella. No podía arrebatarla de nuevo y llevármela a
Dios sabe donde sólo porque yo así sería feliz, pero sabía que
ella no podría serlo.
El teléfono sonó, pero no contesté.
Sabía que podía ser David, Quinn o quizás Marius. No iba a
contestar. Cerré la puerta, pegué mi espalda a ella y me deslicé
hasta el suelo quedando sentado. Allí me eché a llorar. Podía
notar como ella se alejaba en una limusina dejando atrás todo lo que
habíamos construido. Sin embargo, yo sabía que no me olvidaría y
ella tampoco lo haría. Esa era mi única esperanza. Mi consuelo.
Lestat de Lioncourt
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