Un fragmento de conversación Nicolas vs Armand. ¡Coño como se matan! Y yo que llegué a pensar que se iban a llevar bien...
Lestat de Lioncourt
—No, no puedes hacer eso. ¡Como osas
hacer estas cosas! ¡Quemarán el teatro!—gritaba a punto de tomar
mi violín para estrellarlo en mi cabeza.
De mi puño y letra había creado
varias obras increíblemente retorcidas. Saldrían allí fuera, con
pintura que marcara aún más sus crueles y encantadores rasgos, para
encandilar al público con los horrores de un guión fabuloso. Serían
vampiros pasando por humanos que disfrutan interpretando a vampiros.
Marionetas que pierden los hilos y persiguen a su creador con un
hacha, la misma que usó para talar el árbol del cual surgieron.
Fantasmas, demonios y toda la prole de monstruos que pudiese
imaginar. Pero él gritaba por los vampiros. ¡Él no quería mostrar
quien era!
—¿Acaso importa?—dije con una
sonrisa burlona.
—¡Te ordeno que cambies la
obra!—dijo tomando un puñado de papeles lanzándolos a mi cara.
—Ya es imposible—respondí con una
sonrisa malévola.
—¡Cómo! ¡No es imposible!—exclamó
agarrándome del chaleco que llevaba esa noche. Uno de tantos que me
había regalado Lestat. Deseé apartar sus sucias manos de mí, de
aquella prenda, pero después recordé con rabia que me había
abandonado para viajar por el mundo como un explorador impaciente.
—Lo siento, pero es así—mi tono de
voz quedo quedó con un toque íntimo que le hizo retirarse, y
prácticamente tropezar con la pared contigua—. ¡El telón se
alzará y todos verán la oscuridad de nuestras almas! ¡Somos
demonios! ¡Danzaremos en el infierno!—grité levantándome de mi
silla mientras abría mis brazos hacia ambos lados de la habitación.
—¡Maldito violinista enloquecido!
¡Serás mi ruina!—decía a punto de llorar.
Pero mientras él se quejaba todos
aclamaban la obra. Ni siquiera había entrado en escena con mi violín
y ya aclamaban el primer acto, en el cual apenas se escuchaba música.
Era un pequeño discurso dado por un ser oscuro, de hermosa figura,
con una capa negra que caía hasta el suelo. Vestía ropas de gran
calidad, como una camisa de chorreras con un encantador encaje de
rosas recién abiertas. Todos gritaban ante semejante belleza y
horror.
—¿No los escuchas?—pregunté con
una sonrisa triunfal—. ¿No escuchas sus aplausos? Escúchalos,
Armand—dije tomándolo de los hombros—. Escucha como todo París
se rinde a nosotros.
—Bastardo...—dijo apartándome de
un empellón.
—No, genio—respondí con una pose
de dramaturgo de taberna, alzando un brazo hacia el techo y dejando
la mano izquierda sobre mi cadera.
—Esto traerá consecuencias
nefastas—murmuró.
—Sí, que tu ego de pobre imbécil
quede en la ruina—dije echándome a reír.
—¡Loco!—me espetó.
—Todos los artistas estamos locos,
así que cuéntame algo que no sepa—susurré negando suavemente
mientras tomaba mi violín—. ¡Me encantaría!—grité.
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