Desde que era un niño he querido ser
fuerte. Me he mantenido firme en mis ideas e intentado luchar por
cada una de ellas. Cuando me caía tenía el apoyo de alguien que me
levantaba, sacudía mis pantalones y me miraba con cierta firmeza.
Veía en ella dulzura, a pesar de la espesa oscuridad y melancolía
que sus pupilas me ofrecían. Mis manos acariciaban las suyas, tan
frías y trémulas, que dejaba en mí la sensación de haber tocado a
Dios mismo sin tener siquiera una revelación divina. Apreciaba esos
segundos en los cuales yo era un niño y ella tan sólo una madre. No
había dolor, tan sólo la belleza del momento.
En mí se quedó ese sentimiento
amargo, el saber que moriría lapidado entre altos y gruesos muros de
piedra. Mis manos se siguieron alzando buscando las suyas, mi cuerpo
creció pero mi corazón siguió siendo el de un niño buscando el
consuelo de sus caricias. Tuve que crecer pronto. De mi niñez poco
recuerdo, de mi adolescencia sólo tengo momentos duros y sueños
rotos. Ella contemplaba desde su ventana mi llegada, a lomos de mi
caballo, cargado de las pocas piezas que lograba cazar con destreza.
Había hambre, pero no sólo de alimento. Había sed, pero no sólo
de agua y vino.
Las viñas baldías de la familia eran
mi lugar más preciado. Recorría las desoladoras hectáreas,
acariciaba la agrietada tierra y miraba el horizonte intentando
despejar mi mente. Allí imaginaba que todo era distinto. Me
imaginaba con los bolsillos llenos de monedas, una copa entre mis
manos y unas palabras decentes dignas de un noble. Pero sólo era un
niño con ilusiones. Nunca se pudo cosechar de nuevo, ni recolectar y
mucho menos recobrar el buen nombre de la familia. Todo se perdió.
Del mismo modo que se olvidó el apellido de Lioncourt durante mucho
tiempo.
Huesos, polvo, viejas ruinas y un mundo
desconocido para muchos. Eso es lo que queda. Pero en mi alma aún
están esas manos tomándome de las mías, sacudiendo mi pantalón y
colocando un par de mis dorados mechones. Ella sigue viva. Sigue
latiendo. Está en alguna selva, de asfalto o de frondosos árboles,
buscando como saciar su curiosidad y sus deseos de libertad. Allí
donde nadie la gobierna y es inconsciente de su poder. Sólo camina,
corre, se oculta, observa y aprende.
Lestat de Lioncourt
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