Ha seguido mis pasos atentamente, en
silencio, buscando el momento idóneo para aparecer frente a mí como
un fantasma en mitad de la niebla. Sé que ella ha soportado el dolor
que sólo sabe saborear una madre. Sus manos podrían haber quedado
ajadas y consumidas por el tiempo, pero fueron lo suficientemente
firmes para aferrarse a la esperanza del bordado de mi chaqueta.
Recuerdo el momento en el cual la hice mía, de forma tan íntima y
brutal, envolviéndola con mis brazos como el bondadoso ángel que
podía aparentar ser. Un ser burlesco con la muerte, tan vinculado a
ella, le dio la vida que ella deseaba. Me convertí en un pequeño
milagro y ella se transformó en el Pedro de mi iglesia.
La nieve no pudo cubrir el sendero ni
marchitar las rosas. Los lirios de su alma florecieron como si fuese
primavera. Sus labios se llenaron, sus pechos volvieron a tener
forma, su cintura se ensalzó con la ropa masculina que tanto le
apetecía y las medias envolvieron sus fuertes, y atractivas,
piernas. Se convirtió en una amazona a servicio de sus instintos. Su
alma se liberó. Caminó sola, pero siempre con sus ojos clavados en
mí. Me convertí en su única pertenencia y yo sabía que jamás
dejaría de estar vinculado a ella. Era una cadena de doble sentido
que tiraba de ambos por lejos que estuviéramos.
Sus carnosos labios recitan aún salmos
perdidos en mi alma, los cuales únicamente son legibles ante sus
ojos grises. Somos como viejas almas gemelas que se funden y danzan,
conquistándose en cada sueño, para luego huir precipitadamente. Mi
madre es parte de las viejas heridas que cargo, pues ha hilvanado
cada hilo que se usó para cerrarlas. Sus largos dedos, finos y
suaves, se movían como los de una araña. Ella tejía sus palabras,
como una red, esperando cazar mi dolor e impulsarme, como si fuese
Ícaro, hacia una felicidad que no me quemara.
La conozco. Ha tenido miles de nombres,
es temida, y jamás falla en el momento de la caza. Todo aquel que la
ha visto ha sido para morir en sus manos o ser sacrificados con una
mirada helada. Sólo yo he podido soportar su franqueza, su pasión y
también he podido saborear la compasión de cada una de sus
lágrimas. Mi madre, mi amiga y mi compañera. Hija de mi sangre,
como hijo soy de su vientre.
Teman a Gabrielle, pero queden
fascinados por su presencia. Ella es peligrosa, ¿pero qué madre no
lo es cuando está en juego la felicidad de su retoño y la libertad
de su alma?
Lestat de Lioncourt
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