Akasha... desearía saber qué hicieron con su cuerpo. Yo sí la amaba. Sí la amé con todas mis fuerzas, aunque me asustaba.
Lestat de Lioncourt
Sentada e inmóvil. Parecía una
escultura. Era adorada como una diosa. No podía mover siquiera mis
ojos para observar el mundo. Allí, en mi trono, era atendida igual
que a un maniquí de una tienda de modas. Mis cabellos, mis uñas,
mis pies y mi cuerpo por entero eran tocados con cariño, devoción y
nula capacidad de hacerme sentir ciertas emociones.
Él apareció con aquella sonrisa
burlona, esos ojos intensos que parecían ser los propios cielos y
sus dorados cabellos. Jamás creí que vería a un ser tan despierto.
Su inteligencia emocional me devastó, así como la inocencia y
candor de sus actos. Creí que sería para mí, pero desapareció. Me
dejó sumida en mi silencio, en la oscuridad, en una compañía que
era una carga y un guardián que era más bien carcelero.
Desesperé. Lloré de forma silenciosa
y rogué por volver a verlo. Entonces, como si fuera un sueño,
apareció frente a mí en aquel aparato moderno. Habían pasado
varios siglos, pero seguía siendo tan aprisionado. Los focos del
escenario le daban un toque erótico y llamativo. No dudé en
alzarme. No, no pude.
Aquella voz, que solía susurrarme sus
pensamientos y necesidades, se cayó por un instante y deseé que él
fuese el único que me hablara. Me liberé, me vengué del silencio a
mi modo, y quise ser libre. Pero no pude serlo. Nunca fui libre.
Siempre estuve atada a ese espíritu. Ese maldito demonio me
consumía. Quería pensar por mí misma. Necesitaba ser amada. Él me
juró que sería amada por ese joven y por todos. Pero mentía.
Mentía. Fue mentira.
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