Aquella música me despertó como si
fuese una tormenta que comienza salvaje y te cala hasta los huesos.
Mis dedos rascaron la tierra removiéndola. Podía sentir como la
tierra, y algunos insectos, penetraban en mi boca. Podía ver a los
jóvenes que a pocas calles ensayaban, las luces eléctricas, el
asfalto derramándose como una lengua negra y perversa, las
motocicletas rugiendo a gran velocidad y, en definitiva, lo distinta
que estaba mi hermosa New Orleans. Aquel jardín ruinoso seguía en
su sitio, con su hierba crecida y su casa a punto de venirse a bajo
debido al deterioro. Casi no podía sostenerme, pues era piel y
huesos. Los pequeños animales que pude atrapar fueron los primeros
en caer, pero luego corrí por la avenida buscando una víctima que
me diese su sangre, para que así pudiese seguir viviendo para
siempre.
Tras un minucioso aseo y unas compras
especiales, las cuales me produjeron una enorme satisfacción, puse
en orden mi vida y decidí provocar con aquella minúscula banda.
Quería comprender la música que hacían, pero para mi sorpresa
ellos me conocían a mí. Conocían a la perfección parte de mi
vida, aunque estaba llena de mentiras suculentas. Louis había
hablado. Rompió una regla tras otra. ¿Por qué no lo haría yo?
Pensé que era un “ahora o nunca” y decidí que debía ser
“ahora”. Antes que pudiese asimilarlo me habían aceptado, habían
visto en mí a un tipo excéntrico que podría hacerlos grandes.
Nosotros seríamos “La Noche Libre de Satán.”
Estaba obsesionado con sus ojos negros,
que parecían estar ciegos, y sus carnosos labios de mármol. Ella,
la Diosa silenciosa, aún permanecía en su trono junto a su
consorte. Ambos convertidos en un grito desesperado de verdades
inconfesables. Rompería mi silencio porque estaba harto. Muchos
tropiezos en mi vida, los malos juicios de mis discípulos, y el
dolor que había sentido era por haber silenciado mis labios. Todos
tenían que saber quienes éramos. Era necesario. Pero del mismo modo
que yo quería llegar a todos, otros querían llegar a mí para
destruirme.
Iniciaríamos una gira en San Franciso.
Iniciaríamos un nuevo mundo. Algo grande iba a suceder.
Nada malo me pasó. No a mí. Yo
siempre he sido un hombre afortunado. Logré que ella despertara de
su sueño, se moviera por el mundo y destruyera parte de éste. El
fuego y las explosiones llegaron hasta el borde del escenario. Todos
sabían que era el protegido de algo mucho mayor que todos ellos.
Pude salir de allí gracias a mi madre y a Louis. Los tres nos fuimos
a las afueras. Allí quedó San Francisco, el lugar donde quise dar
mi primer y único concierto. El vampiro Lestat huía, pero no fue
muy lejos.
La reina, la Diosa, apareció
súbitamente y me llevó con ella. Comencé a ser el Príncipe de los
Cielos, un ángel rubio de ojos claros que la acompañaba en sus
brazos. Podía ver el mundo bajo nuestros pies. Veía las luces
eléctricas chisporroteando. Comprendí que ella tenía una misión
suicida. Nadie parecía detenerla, pero sabía que lo harían.
Hace tiempo de todo eso. Aunque no han
pasado tantos años, ¿no es así? Tan sólo unas tres décadas. Aún
puedo escuchar el suelo rugir bajo mis pies, las luces dándome en la
cara hasta casi cegarme y mi voz proyectándose por todo el lugar.
Sí, aún. ¿Y ella está en algún lugar? ¿Puedo decir que está en
un lugar mejor? Un lugar mejor... Ojalá creyera en el Paraíso, pero
ni siquiera mis siguientes aventuras me dieron fe en ello.
Akasha... su nombre jamás podré
olvidarlo. Jamás podré dejar de amarla. Ella estaba equivocada,
estaba siendo manipulada por un insaciable deseo de ser amada. Nunca
se dio cuenta que yo ya la amaba, que muchos lo hacían, y no era
necesario ese alarde de poder y destrucción. Mi pobre Diosa, mi
pobre mujer. Temí por mi vida, temí por todos, pero a la vez no
pude dejar de llorar su muerte y amarla como todavía la amo.
Lestat de Lioncourt
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