Armand hablando de Santino... Es extraño.
Lestat de Lioncourt
Si tengo que recordar la primera vez
que le vi creo que empezaría a balbucear. El miedo me consumía. El
corazón se llenaba de lágrimas y mis ojos de humo. Sentía como mis
sentimientos se cristalizaban entre el dolor y el pánico. Tuve que
aceptar mi condición de inmortal de una forma tortuosa. Él me
enseñó que el sufrimiento no acaba con la vida mortal, sino que
comienza con la inmortalidad. La inmoralidad de la vida que llevaba,
al menos como él lo veía, me había convertido en un ser impuro
ante los ojos de otros. Tenía que redimirme.
Aquellos cráneos, los que había bajo
París, me recordaban a mí. Eran blancos, brillantes, vacíos de
vida y carentes de futuro. Mis ropas raídas hablaban de sueños tan
rotos como ellas. Mi dolor era intenso. La vida era intensa allí
fuera, pero lo único que tenía eran recuerdos y sueños que se
apolillaban en mi alma.
Santino me abandonó del mismo modo que
me abandonó la esperanza. Sus ojos pardos seguían persiguiéndome
allí donde iba. Tenía tanta fe, fuerza y sabiduría que a la vez me
hacía tambalear hasta caer al suelo. Marius era la luz, él era la
oscuridad. Esa oscuridad que siempre me acompañó. Creo que veía en
mí lo que él no pudo ser. Nunca pudo escapar de su fe, del claustro
y del dolor. Yo sigo teniendo fe, de algún modo, y cuando contemplo
las llamas de las velas, consumiéndose lentamente, recuerdo sus
palabras. Es como si pudiera escuchar cada precepto, cada salmo, cada
frase cargada de fe y misticismo.
No tengo miedo. No tengo dolor. No
lloro ni me lamentaré por la vida que he llevado. Sin embargo, me
hubiese gustado impedir que él desapareciera, pues significa que
parte de mi vida se fue con él. Se evaporó quedando el humo de
aquella noche, los lamentos de otros que no serán jamás los míos y
un frío eterno en mi corazón.
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